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Mientras tantoUn perdón demasiado gracioso (1)

Un perdón demasiado gracioso (1)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

No sólo es una demanda lógica, por
egoísta, del perpetrador. También el espectador que estamos analizando, con
vistas a justificar su inacción, puede sugerir a los maltratados que deben
perdonar a sus maltratadores o que perdonar es siempre una muestra de
generosidad. Más aún, puede incluso deplorar los esfuerzos por hacer justicia y
resarcir a las víctimas de las iniquidades sufridas… como si tales esfuerzos
expresaran afanes vengativos, falta de altura moral o, en último término,
oportunismo político.

1. Ya el
mero hecho de alentar la expectativa de que las víctimas perdonen a los
responsables de su sufrimiento inmerecido presupone una cierta equivalencia
moral entre ambas partes. La exigencia de que la parte culpable confiese su
culpa quiere equilibrarse con la de que la parte ofendida perdone. Ahora bien,
esto significa ignorar la enorme asimetría  entre ellas. No hay equiparación posible
y, si el perdón que se concede sólo puede ser contemplado como algo que va más
allá del deber, el perdón que se demanda no ha de solicitarse por motivos
falsificados. Sería otro modo de banalizar el mal causado y el sufrido.

 

Pero
a menudo hay quien ve en un hipotético resentimiento de quien se niega a
perdonar el principal obstáculo para la ansiada reconciliación. Ciertamente le
avala a primera vista la maliciosa figura habitual de esta emoción, compuesta
de envidia y rencoroso afán de venganza, que despierta la condena de los
moralistas. Pero tengamos mucho cuidado. Habrá que defender ese resentimiento
cuando expresa un lúcido gesto de protesta contra los verdugos de ayer que,
amparados en el desvanecimiento en la memoria de sus crímenes u omisiones
culpables, buscan una exoneración provechosa. Quieren así engañar con las
consignas de que el pasado ha pasado y ahora toca seguir adelante. También
quienes solamente miraron hacia otro
lado, para no hacerse cargo de las tropelías de los criminales, pretenden ser
perdonados junto con estos criminales y, por supuesto, con mayor derecho que
ellos.

 

Porque
el resentimiento puede vivirse sin distorsión de la realidad, aunque entonces
resulte más doloroso. “Uno puede confesar su resentimiento por los bienes que
otros no sólo poseen inmerecidamente, sino, incluso, a costa de uno mismo”. Tal
sería el caso de Jean Améry. Este arguye que, en ciertas condiciones
históricas, cultivar el resentimiento hacia los verdugos y quienes se disculpan
como meros espectadores es un modo necesario para que la víctima conserve su
humanidad. El resentimiento actúa como un acicate incontenible por sacar a la
luz la verdad moral del daño causado:
“Mis resentimientos existen con el objeto de que el delito adquiera realidad
moral para el criminal”. A falta de ellos, los culpables de las vejaciones
podrían sin mayores obstáculos invitar a una superación de los hechos que
consiste más bien en borrarlos. De ahí que para la víctima ese regreso
justiciero al pasado es ineludible, porque sólo si el verdugo y el cómplice
espectador asumen la realidad del daño causado podrá la víctima reconciliarse
con el mundo. Consumada la reversión moral del tiempo y asumida la
responsabilidad por su crimen, el criminal podrá relacionarse con la víctima
como con un semejante. Esta especie positiva de resentido no es que no pueda
perdonar: es que no debe.

 

2. Por lo
demás, lo primero es entender que el perdón debido se refiere a las personas (a
los actores) y no a los acontecimientos; carece de sentido, por ejemplo,
perdonar la masacre del 11-M en Madrid o los atentados sangrientos de ETA.
«Mientras el resentimiento, para estar justificado, debe dirigirse al acto, no a la persona entera, el olvido debe dirigirse a
quien esté implicado en el acto, pero de tal manera que haya un reconocimiento
de que la persona en cuestión no se agota en su acto malvado (…). Entendido así, el perdón es un acto
verdaderamente interhumano, sostenido en el supuesto (o esperanza) de que la
persona en el futuro transcenderá
ese acto…» (Vetlesen).
Quien perdona no olvida lo que hizo el malhechor, un propósito cuyo
cumplimiento no está en sus manos, sino que deja de verle sólo y para siempre
como malhechor. El perdón, pues, presupone en cada uno de nosotros la capacidad
de elección moral y de cambio; y, desde luego, tanto castigar como perdonar a
alguien implican el reconocimiento de su condición de miembro de nuestra
comunidad moral.

 

Cuando
una víctima perdona al criminal, pues, no significa que le excuse por su
crimen, que cese de culparle o de hacerle responsable de él. Perdonar no es
renunciar al juicio moral sobre la maldad de aquella acción, porque sólo las
acciones malvadas necesitan ser perdonadas. El perdón tampoco es incompatible
con el castigo y hasta puede seguirle. En lugar de olvidar los males que han
sufrido, las víctimas se proponen mirar a sus ofensores a la luz de la
compasión y del respeto final que merecen como seres morales. Sólo este perdón
puede devolver el descanso y equilibrio a las víctimas y, a la par, traer la
promesa de una posible reconciliación con sus verdugos…

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