Admitamos, por si hace falta, que conceder el
perdón al espectador que se evade de intervenir es más asequible que otorgarlo al agresor.
Salvo que haya sido condición necesaria y suficiente del daño cometido, intuímos que el temeroso consentimiento de quien
lo permite entraña menor perversión que la ejecución de quien lo comete. O tal vez será que nos
resultan más fáciles de comprender, y por tanto de disculpar, las debilidades
de quien se nos parece.
Aun
así, y para aplicar a nuestra principal figura lo que vale para el perpetrador,
notemos que son diversos el perdón del daño pasado y el perdón de un mal presente. Esta es una diferencia capital, la que marca la
dimensión temporal del daño. Pues parece más justificado solicitar (y menos
costoso conceder) el perdón para los autores y espectadores de un mal que tuvo
lugar en un brumoso pasado…, que solicitar y conceder ese perdón cuando la
tropelía está ocurriendo en el presente o se halla muy próxima en el tiempo. En
un caso, puesto que no se puede reparar ya el mal salvo simbólicamente, el
perdonar apenas tiene consecuencias prácticas; en el otro, como el pedir o el
otorgar ese perdón prolongaría ese mal, quien perdonara sería o un ingenuo o un
cómplice sobrevenido de los verdugos.
Conviene
no menos distinguir el perdón privado y
el perdón público. O, lo que es
igual, el perdón de una ofensa privada y otorgado así por uno mismo, y el
perdón por un daño público y en nombre de otros muchos. Sólo yo puedo perdonar
lo que tan sólo a mí me daña, pero no debo arrogarme competencia ni derecho
alguno para perdonar lo que tiene otros afectados. Cuando exhorta a poner la
otra mejilla, el Jesús del Evangelio se refiere a las ofensas que se cometen contra
mí, y me pide que no tome represalias, igual que también en el
Padrenuestro se solicita perdón para uno mismo porque sabemos perdonar a quien
nos ofende. No puede interpretarse que el fundador del cristianismo nos enseña
a perdonar a todo el mundo. En ningún pasaje se recoge que yo tenga que
perdonar las ofensas que otros han cometido contra los demás.
La
magnanimidad del perdón siempre estará en tensión con la necesidad estricta de
la justicia, y aquél tendrá que referirse por principio a ésta. Por eso mismo
debemos recelar de toda absolución fácil. Se ha dicho que el perdón fácil de
ciertos crímenes perpetúa la propia maldad que trata de aliviar. No vale un
perdón que venga de ese a quien nada le cuesta concederlo o, mejor aún, de
quien no se juega nada en esa concesión y sólo busca desentenderse cuanto antes
del problema y sus quebrantos. Así como tampoco valdría un perdón que no
viniera después de la justicia, una vez atendidas las demandas de la ley penal
y los debidos requerimientos de las víctimas. Al fin y al cabo, nos recordará
Hannah Arendt, y puesto que nada nos libra del deber de juzgar, se habrá de
tener presente que «la justicia, que no la misericordia, es la finalidad
de todo juicio».
¿Pero acaso puede
merecerse un perdón que no presuponga la conciencia de culpa por parte de su
receptor? ¿Cabe perdonar a los que no piden perdón (y no quieren hacerse perdonar) y siguen por tanto
dispuestos a reincidir en su bárbara conducta? No lo parece: o bien sería un
perdón sin sentido, sin receptor al que llegue a afectar; o bien un doble
perdón, pues en tal caso se perdonaría tanto el crimen como esa falta de
arrepentimiento que revela la intención de volver a cometerlo. Habrá que
asegurarse de que el perdón no sea entendido por el criminal como un olvido de
lo ocurrido o como un salvoconducto para que vuelva a ocurrir. No se trata sólo
de una dificultad psicológica, sino conceptual. Ese perdón no tendría cabida ni
siquiera recluido en la intimidad de la conciencia. El propósito de santidad le
enaltece a uno, pero sería el colmo del abuso moral pretender imponerlo a los
demás; peor todavía cuando de ese rasgo de aparente benevolencia pudieran
seguirse efectos destructivos para otros.