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Mientras tantoUn puente sobre el Drina

Un puente sobre el Drina


 

“Pero Badi, a despecho de sus magras remuneraciones, era un pobre diablo famélico, en eterna lucha con esa miseria característica que acompaña a menudo a los poetas como una maldición especial, y que ningún salario ni ninguna recompensa logran eliminar”. Un puente sobre el Drina*.

 

Cada superficie, cada rostro y situación son una oportunidad, un fondo insondable y un puente que abre el pasaje hacia otra historia. La novela de Ivo Andrić no es exactamente “monumental”. Tampoco es una larga crónica de Visegrad y Bosnia, entre los siglos XVI y principios del XX, tal como suele resumir alguna contraportada. En ella no se trata tanto de una “suma de pequeñas historias particulares” que dan lugar a la saga de un pueblo, esa comunidad de comunidades que habitan en la antigua Yugoslavia, como tal vez de lo contrario. Es posible que el autor nos quiera contar la historia universal que se encierra en cada ser humano, en una vida tan corriente como misteriosa. El narrador está ahí para contar aquello que no puede tener testigos, lo que sólo sabe un puente de piedra muda. Es otra vez la magia de la literatura, rozando las prohibiciones.

 

“Sucedió entonces que, en un pueblo situado por encima de Visegrad, una muchacha tartamuda y algo anormal quedó en cinta”. Contar es la forma de redimir el dolor desde dentro y ahuyentar la noche. Andrić labra el lenguaje como tecnología punta de una humanidad que sólo tiene la palabra y el trabajo para aliviar la soledad, el desamparo ante la contingencia que una y otra vez vuelve.

 

La novela de Andrić es también un largo alegato contra la pesadilla que es la Historia sobre la espalda de lo pequeño, personificado en ese crisol de pueblos balcánicos (eslovenos, cíngaros, judíos, serbios, bosnios, croatas, turcos) entregado a la ferocidad de dos imperios, el turco y el austro-húngaro, que se turnan en la infamia. La bestialidad de la historia se repite, interrumpiendo la vida y manejando al hombre de carne y hueso como moneda de cambio. La novela es además un vademécum de todas las variaciones posibles de la alegría y el infortunio. Y un libro de sabiduría, como El ayudante o Aprendizaje: “Los osmanlíes decían que hay tres cosas que no pueden permanecer ocultas: el amor, la tos y la pobreza” (p. 391).

 

Inundaciones, tiranos, amor y crueldad, abundancia natural y espejeos de cielo. Si la industria, dice un clásico del siglo pasado, conserva añadiendo una sustancia que altera el elemento original, el arte conserva entregando los seres a su finitud. Los levanta dejándolos caer, abrazando su caída. Es como si el puente se empezase a construir a fuerza mirar la riada y reconocer en ella una forma. “Me doy cuenta de que ya no podemos ir a ninguna parte. Ha llegado la época en que la verdadera fe no tiene más remedio que devorar sus propias entrañas”. Cuando una inundación crece, sea la de los poderosos o la de las aguas (los desastres naturales y los históricos se parecen, también en que a veces unen a los hombres), todas las fronteras son violadas y es mejor no ofrecer una resistencia frontal (p. 391). Sólo queda tender puentes sobre la riada.

 

Y un hombre bueno es como un puente, una corriente impetuosa entre dos orillas y al mismo tiempo un pasaje hacia otra posibilidad. Un puente sobre el Drina no deja de ser un canto a una beatitud anónima, que siempre será clandestina para el estruendo de la historia y la política, ese mundo de mentiras, fasto y cámaras en el que el propio Andrić tiene un pie.

 

“Entonces el cíngaro se irguió, se abrió de brazos, adoptó un aire serio y una expresión de sinceridad conmovedora de la cual son sólo capaces las personas que no distinguen la mentira de la verdad”. Como de otro modo realiza el Ulises de Joyce, aunque sin recurrir a ese famoso primer plano del monólogo interior, Un puente sobre el Drina despliega toda una psicología de cien personajes y épocas, dentro de inolvidables descripciones de la vida misteriosa de los elementos y los materiales.

 

Piedras y hombres se hacen eternos, no porque estén libres de muerte, sino cuando en ellos reina una aceptación y una partida con lo imprevisible. Radislav, Lotte, Alí-Hodja, Zorka, Stikovic. Descendiendo silenciosamente a su intimidad en medio del estruendo, cien nombres de lo innombrable se hacen querer. Andrić consigue hacernos amar una probidad, un tormento y una dicha que no pueden ser reconocidas por la historia, a pesar de las sucesivas promesas de todos los Imperios que caen sobre la espalda del hombre. “Miraba a todo el mundo de frente, pero no veía a nadie”.

 

Si quisiéramos seguir con un poco de orden el laberinto barroco de esta catedral que es Un puente sobre el Drina, se podría añadir provisionalmente lo siguiente:

 

I. Ad hominem. Igual que en Sebald, en Andrić nada parece resultar ajeno. Los dos escritores mantienen un pie en la historia y la gran narración de lo visible (el César); otro, en el secreto de lo apenas perceptible (Dios). Un río es eso, una superficie que espejea entre dos fronteras, sobre un oscuro fondo inmóvil. De ahí la sorprendente universalidad de tantos pasajes, situaciones y personajes, como si ya hubieras estado allí. Esto se debe, no a los viajes del diplomático Ivo Andrić, sino a la relación con el silencio común que el escritor mantiene. Sólo los “hombres huecos” (Eliot) pueden ser propietarios de tal ubicuidad, de la capacidad de ponerse en el lugar de los otros, de casi cualquier otro. De ahí la maravillosa frase: “El silencio favorece la oración y es, en sí, como una oración” (p. 491).

 

II. Tiempo. Igual que el río Drina discurre verdoso y brillante bajo los ojos del puente, siempre igual y siempre cambiante (p. 388), el protagonista es el hombre común, aquel que sólo tiene su esfuerzo, su coraje, su odio y sus creencias como capital inmutable frente a una suerte cambiante. Continuamente la novela abre “una isla pasajera en medio de la inundación del tiempo” (p. 113), como si toda la narración fuera en realidad la crónica de un suspiro, un instante (“suspendido entre la noche y el día”) en el que al hombre común le es dada una tregua. El “tiempo es breve”, dice el Evangelio (I Cor. 7, 29), y esa lentitud fulminante que se acumula en el “aquí y ahora” de la vida mortal es la que permite establecer conexiones imprevistas y tomar la historia casi como si fuera un juguete. De cualquier modo, en la infamia que es cada sistema de gobierno es el hombre el que cuenta; el hombre, más que el nombre del Imperio de turno: de ahí que entre el mandato de Arif-Bey y el de Abidaga haya abismos. Cubrir el Drina de bóvedas (p. 88). En todo caso, se trata de construir sobre la corriente, sobre las cenizas y la arena que el tiempo arrojan. Como si Andrić practicase a su manera esa vieja leyenda según la cual la labor del arte, frente a la ciencia, es conciliar opuestos y, rompiendo con la superstición de la cronología, hacer de cada accidente un monumento duradero. Cada obra de arte es como un instante expandido. Por eso en más de una ocasión Andrić repite que pocas veces podemos imaginar las dependencias (p. 104) que se tejen en la distancia. Las revoluciones que conmueven el mundo comienzan con el sueño secreto de un campesino en las laderas.

 

III. Monumentos. La novela de Andrić es en primer lugar un monumento a lo insignificante, todo aquello que la historia oficial de Europa y los Balcanes desecha como un resto, una escoria “privada”. Por el contrario, ahora el rostro de las vidas personales es el eje de la narración, el punto focal con el comienzan y terminan las gestas históricas. En otras palabras, lo grande e histórico cabe en lo “pequeño”, es el juguete de una existencia soberana precisamente porque tiene enfrente el vértigo de la muerte. Por la misma razón, en Un puente sobre el Drina no hay buenos ni malos: tantos los cristianos como los musulmanes sufren y viven, son alternativamente víctimas y verdugos, a diferencia de la estupidez binaria que preside nuestra mayoría ideológica, oficial y alternativa. La historia siempre aparece en conflicto con la vida (la escena culminante es la interrupción del kolo con motivo del asesinato del archiduque Francisco Fernando, en el capítulo XXII) y por otra parte muy vinculada a ella. Como si no pudiéramos vivir ni con ella ni sin ella.

 

IV. Crónica. La historia aparece más bien como la pesadilla de la que siempre hay que liberarse, el conjunto de condiciones canónicas que continuamente tenemos que desplazar para poder respirar. En este aspecto, los poderosos y los imperios se turnan en la opresión, así como las diversas religiones y culturas (serbios, turcos) se turnan en el papel de víctimas o verdugos. Lo importante es la vida que sigue, trampeando, como un río entre escollos rocosos. Igual que en nuestra época, a veces la solución de emergencia para el hombre es volverse invisible, “hacerse el muerto” (p. 463). Antes y después de eso, el comercio, las conversaciones en la kapia del puente, la amistad y la enemistad personales, el tabaco y la rakia, la entrega de las mujeres y la probidad de algunos hombres justos, tejen continuamente la tela rota por las guerras. Se da en Andrić un culto constante a la resolución y al trabajo (p. 92) como vínculo de redención personal y construcción común, interpersonal. Un puente común puede ser el producto del sueño de un solo individuo, el gran visir Mehmed-Pachá, y de una resolución difícil de explicar antes de que la obra sea visible.

 

V. Lenguaje. Una y otra vez, en cada uno respira una multitud. Antes de pronunciar la primera palabra, un corriente de ecos y sensaciones ya nos ha atravesado. La palabra es entre los hombres lo que el agua es en la naturaleza, una corriente vinculante. Tanto en las piedras como en los cielos, los límites lanzan destellos. Las múltiples lenguas de estas tierras son el instrumento más preciado que tienen los hombres para darle forma a la desgracia y hacerla soportable. La vida se pierde y se encuentra, perdura en su mutación constante (p. 119), como la fuerza de las aguas y el puente sobre el Drina. Narrar, hablar, recordar contribuye a alejar la inundación y la noche. Mientas se habla y se cuenta se olvida, y el olvido es un medio tan poderoso como la memoria. El crisol de razas, religiones y lenguas de estos reinos balcánicos no dejan de ser una metáfora del coro que cada uno tiene en la cabeza, de ese lenguaje corporal y sensitivo de un alma que también está en las piedras, en las hojas, en el cielo que cambia. Todo se expresa, y al expresarse cada individuación estalla en espuma, toma distancias con su aislamiento y establece vínculos insospechados. Incluso lo escrito, como la inscripción de Badi grabada en la piedra (p. 97), es susceptible de mil interpretaciones y traducciones: el agua lava la piedra, le arranca irisaciones y destellos. De ahí que Pasolini pueda hacer que un actor pronuncie la frase “Buenas noches” con sesenta significados distintos. Los límites de cada ser, mortal como los otros, emiten una música incesante. Hasta el silencio de las piedras parece tender un puente.

 

VI. Ecce homo. La novela de Andrić es también un libro de sabiduría acerca de lo que somos desde siempre. Ante la eternidad de la muerte, se emprende un inmenso recorrido por los innumerables semblantes del misterio que somos. Por eso en cien lugares Un puente sobre el Drina parece estar hablando exactamente de esta época (p. 352). Es como si el hombre tuviera la muerte como la mayor baza (p. 75) y en esta condición trágica poseyera siempre un arma con la que salir a flote de un contexto histórico que, finalmente, es una huida gregaria ante esa condición elemental. Allí donde hay un hombre, hay un río, una corriente con dos orillas que va arrojando mercancías distintas. Pero cada hombre bueno, como Alí-Hodja, se parece a un puente que establece pasajes incluso en medio de la violencia (p. 491). Nadie echa de menos a un desconocido, se suele decir, pero en la novela de Andrić el protagonista es precisamente ese vecino desconocido, al que aquí se le rinde continuamente homenaje. Los mil nombres de lugares y personas que saturan la novela intentan captar momentáneamente una silueta de lo innombrable, la insignificancia heroica de aquel ser que ha quedado orillado por la historia oficial. Tras las mil gestas históricas, que se vuelven a narrar porque se repiten, la hierba es todo lo queda (pp. 106-107) del sueño de los guerreros.

 

 

* Todas las citas se refieren a la edición que de la editorial Debate (Barcelona, 2000), que no parece ni mejor ni peor que otras, dentro de la múltiple complejidad que debe ser traducir Un puente sobre el Drina. Quiero dedicar este ensayo a todos los amigos españoles de origen serbio. Ellos han sufrido lo indecible bajo este western de “buenos y malos” que la opinión oficial europea sigue rodando con el material laberíntico de los Balcanes.   

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