Hay días que no deberían terminar. Tras una larga espera se intentan frenar los minutos, parar el tiempo para saborear el momento, vivirlo intensamente. La fiesta Seliba –que en el idioma bambara significa del Sacrificio- la celebra más del 90% de la población de Mali, de confesión musulmana.
Es uno de los acontecimientos sociales más importantes del año. Los familiares regresan al hogar, los estudiantes abandonan por unos días los libros y los ancianos son escuchados. Cuarenta días después de Aid el Fitr, la celebración con la que termina el mes sagrado de Ramadán, los que leen el Corán compran un cordero o un camello -dependiendo del nivel adquisitivo- para reproducir la historia religiosa en la que creen, y degollar a un animal en nombre de Abraham, el personaje bíblico al que Dios, Alá, puso a prueba pidiéndole que matara a su hijo.
Según la leyenda, antes de que Abraham ejecutara el deseo de Alá, se le apareció un ángel que se lo impidió. Para agradecer esta acción, Abraham sacrificó un cordero tumbándolo sobre su lado izquierdo y con la cabeza mirando hacia la Meca.
Una aldea habitada por varias decenas de personas, pegada a la carretera que une Mopti con Djenné, vive el alboroto de las horas previas a la fiesta. Se van preparando los utensilios que los adultos utilizarán para el sacrificio y se habilitan lugares donde descansar. Los niños contemplan sus ropas recién compradas en la ciudad, conscientes de que, a pesar de la excitación, deben intentar conciliar el sueño para poder disfrutar de cada momento del día que entra.
La calma de la noche es interrumpida al alba por los gemidos de los corderos, que parecen comunicarse entre ellos el temor de que algo malo va a ocurrir. Saben que no es habitual el modo en que han pasado los últimos días, en un espacio extraño y rodeados de niños alimentándolos a cualquier hora.
La aldea comparte una fiesta que, aunque tiene un importante carácter familiar e íntimo, es símbolo de caridad hacia el desconocido que carece de medios económicos. Hombres de todas las edades avanzan con paso decidido a lo largo del camino previamente salpicado por los saltos inquietos de los niños que estrenan ropa. Se reúnen a la entrada del lugar que habitan, junto a la carretera que les comunica con el mundo.
Uno de ellos dirige la plegaria, cargada de buenos augurios para un año lunar lleno de salud y bienestar, un mensaje especial de aliento y resistencia ante las vicisitudes de la vida diaria, un recuerdo de que con fe se puede lograr casi todo.
Los demás, juntos y formando filas de más de 20, se inclinan hacia delante, se arrodillan, ponen su frente sobre el suelo, se miran las manos y se las pasan por el rostro, repiten algunos movimientos concentrados en su oración. Los niños imitan a los adultos, sin poder contener el nerviosismo de saber que el momento del sacrificio está cerca.
Una vez cumplido el rezo, los hombres se saludan, piden noticias sobre la familia, detalles de la vida en la ciudad, observan y comentan en voz alta los cambios en el aspecto de los que casi nunca pasean ya por la aldea.
Con paso lento, en procesión, se detienen a menudo para hablar mientras se miran a los ojos. Poco a poco la comitiva que forman todos los hombres del lugar se va reduciendo mientras se despiden con entusiasmo al llegar a la entrada de sus hogares, donde les aguardan las mujeres, más elegantes que nunca, con trajes coloridos y elaborados peinados. Sobre una esterilla los ancianos viven un nuevo Aid al Kebir (Fiesta del Cordero), pidiendo a los más pequeños que controlen sus juegos o que les hagan compañía sentándose a su lado.
“El dinero no se gasta en nada más amado por Allahu Ta´ala que en un animal el día del Aid”, cuenta Ibn ´Abbas en una riwaya del profeta Rasûllulah recogida por Tabarânî.
Mientras que en un hadith [versículo] relatado por Ummu l- Mu´minin Aisaha as –Siddiqa el profeta dijo: “En el día del Aid nadie puede hacer un acto más amado por Alá que sacrificar un animal vertiendo su sangre, y en el Día del Juicio este animal vendrá con sus cuernos, lana, piel y huesos en la balanza de cada uno y la sangre del sacrificio alcanzará una estación aprobada por Alá antes de que ninguna gota toque el suelo, por lo que os recomiendo hacerlo”.
En uno de los recintos de tierra a los que dan las casas de una misma familia, cada uno ocupa su lugar. Los hombres deciden cuál será el primer animal en ser sacrificado, lo ponen en la posición correcta, dicen en voz alta “Alá es grande, no hay más Dios que Alá y Mohamed su profeta” e introducen el afilado cuchillo en el cuello del animal. Dirigen el chorro de sangre, que con rapidez pierde fuerza, hacia un agujero que han cavado antes en la tierra para no tener contacto con ninguna sustancia que consideren impura y cuando el animal está completamente muerto lo cuelgan de un árbol para quitarle la piel y empezar a cortarlo.
Los cánticos y la música que tocan desde precarios instrumentos invaden el lugar mientras se prepara un nuevo sacrificio. La actividad pasa a ser frenética porque mientras unos limpian y empiezan a preparar la carne, otros encienden las brasas donde se comenzará a cocinar el animal. Las mujeres arreglan las mesas sobre las esterillas y son los niños y ancianos los primeros en probar la comida de fiesta.
Es curioso como una idea tan dura como la del sacrificio, vinculado a la muerte y la sangre, se convierte con este ritual en un momento de máximo jolgorio.
En el caso del Aid el Adha (Celebración del Sacrificio), el hecho de que Alá permita a Abraham sustituir a su hijo por un animal hace que disfrute en esta vida de su paternidad. Al matar el cordero se celebra la vida de Isaac, y se rechaza el sacrificio de lo más querido.
Los ancianos intentan que los más pequeños escuchen el relato completo, las razones por las cuales están celebrando una fiesta. Algunos de ellos están demasiado impresionados por el rápido proceso en el que el animal, con el que han jugado durante la última semana, pasa a dejar de moverse, a perder su piel que queda expuesta a los fuertes rayos del sol para que se seque y a convertirse en unos trozos de carne que, tras tostarse en las brasas, acabarán en su estómago.
La tarde empieza a caer sobre la aldea pero la actividad no cesa. En las puertas de las casas y en las plazas comunes los niños vigilan cómo se queman las cabezas de sus corderos. El olor es intenso pero la diversión es demasiada para que pueda molestarles. Es el momento de los juegos fuera de la casa, para no importunar a los adultos que reposan la copiosa comida junto a una bebida caliente.
La carne se divide para que dure los tres días de saturación familiar, en los que se habla, se organiza, se deciden cosas importantes. Una parte de la comida será entregada tras el sacrificio a los que no han podido asumir la compra de un animal. Compartir es tan importante como haber realizado el acto.
Incluso en un lugar remoto como Sofara, aislado del movimiento de las urbes malienses, se observa cierta transformación del lugar a raíz de la Fiesta del Sacrificio del Cordero.
A cambio de la adaptación de los que han esperado pacientes a que un nuevo Aid les reuniera, haciendo sitio en las casas para extender más esteras y compartiendo los lugares donde asearse o el agua que traen las mujeres de un pozo cercano, los foráneos autóctonos, que decidieron emigrar para mejorar su nivel de vida, se transforman y asumen el pausado ritmo de un lugar donde la prisa no lleva a ningún lado. Conversaciones calmosas, largos silencios, reflexiones comunes sin necesidad de verbalizar los resultados, son situaciones que se repiten durante los días que dura la fiesta.
Y cuando toca partir, regresar a la rutina que hace que el Aid el Adha sea tan especial, los besos se multiplican, se tocan las manos, las espaldas, acompañando a los que tienen que partir hasta los confines de la aldea, donde un automóvil, camino de Mopti o de Bamako, les alejará durante una año más, para que vuelva a nacer el sentimiento, el anhelo de regresar, de estar otra vez entre los seres queridos. Aid al Adha volverá a ser la mejor excusa.
Sofara (Malí), octubre 2008