A veces me da por pensar de dónde nace ese extraño afán por crear algo…Como ahora, aquí, sentada frente al mar, en mi amplia mesa de mármol, y con la necesidad de ordenar y expresar por escrito las ideas que fluyen desordenadas en mi cabeza.
Sé porque me gusta escribir o, más exactamente, sé porque preciso hacerlo. La expresión, sea en la forma en que sea, siempre ha sido una forma de cura, el ancla a la que se aferra el ahogado, una bombona de oxígeno en medio de un incendio. Encontrar una palabra para lo que nos atemoriza equivale a encender la luz en una casa abandonada y ahuyentar los fantasmas. Con la ayuda de los sustantivos el mundo parece un lugar menos inhóspito, más manejable, menos perturbador. Se escribe, se pinta, se baila… no para alejar el dolor sino para darle forma, domesticarlo, intentar, en vano, doblegarlo.
Me doy cuenta, no sin cierta vergüenza, de que buena parte de todas las líneas que he escrito en mi vida han nacido de momentos de tristeza, de melancolía, de soledad, de ira atroz contra mí misma, contra el mundo…Páginas y páginas han surgido para conjurar el miedo y la terrible sensación de falta de sentido. Con las palabras he pretendido que el vacío no fuera tan desolador, la nada un poco menos amedrentadora. He escrito llena de vanidad, mil y una concepciones “infalibles” sobre la vida han salido entonces de mi bolígrafo; he escrito desesperada, confiando en que cada línea podía cambiar algo; he escrito cuando me sentía perdida, mirando las hojas como se mira el fulgor de un faro en mitad de una noche de tormenta. Sobre todo, he escrito anhelando encontrar algo tan estúpido como a mí misma. Como si me hubiera ido alguna vez a otra parte.
Pero ahora estoy aquí, consciente, y empiezo a preguntarme dónde se encuentran los libros, las reflexiones, que han nacido de un sí rotundo a la vida. Me pregunto si yo, un día, sería capaz de escribir algo que no se sustentara en una huida, en una renuncia, en un ataque, sino en el agradecimiento más puro hacia el segundo que danza libre e indomable en el universo. Algo sencillo y a la vez grandioso, como un cielo limpio de nubes de invierno. Algo libre de toda carga, lo suficientemente ligero como para no tener que volver a justificar ni la bondad ni la maldad de cada movimiento. Me gustaría saber, definitivamente, qué forma, qué colores, qué musicalidad, qué visión del mundo arrojaría la mano de un hombre que hubiese dejado de contemplar la vida como un problema para fundirse con ella, gozoso al fin, porque todo lo que buscaba era él…