Apenas media docena de fotografías recogen la visita del escritor alemán, Ernst Jünger, a Mallorca en 1931. Acompañado por su familia, en la isla disfrutó de largos paseos junto al mar y se dedicó a la entomología y la botánica
l llegar en tren a Wilflingen, la niebla cubría los bosques de abetos y de hayas. El aire era cortante, frío. De repente, escuché que un hombre decía en alemán: “la caza sutil también se practica con las piezas mayores”. Me sonreí. Aquel anciano debía de conocer la obra de Jünger, pues el escritor alemán llamaba “caza sutil” al arte de coleccionar insectos. Pero no le dije nada. Pensé que tampoco Jünger –distante y aristócrata– se hubiera dirigido a él. “Con el paso del tiempo –me había dicho la noche anterior el Dr. Nicolai Riedel, del Deutsches Literaturarchiv en Marbach–, hemos aprendido a valorar a Jünger más como un fenómeno histórico que como un peligro ideológico.” Ahora no sé si estaría de acuerdo con esas palabras, aunque creo que las entiendo: Ernst Jünger ya no provoca miedo en Alemania, donde fue un escritor odiado por la izquierda e incomprendido por el conservadurismo social-cristiano de Adenauer. De ahí que se pueda interpretar su obra en clave histórica, sin duda –la época, digo– una de las más sombrías de Europa.
Jünger, de todos modos, es y seguirá siendo un misterio. ¿Tuvo algún amigo? ¿Fue capaz de amar o de sentir por alguien algo más que un aprecio intelectual? Lo dudo. Bruce Chatwin, quien le visitó a mediados de los setenta, señala que su mirada era fría, de un azul ártico. “Es un hombre –anota el escritor inglés– que combina un gran poder de observación con una sensibilidad anestesiada.” Jünger, además, se formó con la doble derrota de Alemania en el siglo XX, que él interpretó de un modo spengleriano: “la historia de la civilización –dijo– es la sustitución gradual de los hombres por las cosas”. O dicho de otro modo: con el avance de la técnica, el hombre –y la cultura– desaparecen convertidos en un engranaje más de la maquinaria del mundo.
Cuando finalmente llegué a su casa –un hermoso edificio barroco de dos plantas, construido en el siglo XVIII–, era consciente de que mi viaje terminaba en el más completo fracaso. Con Nicolai Riedel habíamos buceado en la correspondencia del alemán buscando la pista que le relacionara con el autor menorquín Mario Verdaguer. Verdaguer –autor de ese clásico sobre Palma que es La ciudad desvanecida– fue el introductor de Jünger en España con la traducción de sus aclamadas memorias, Tempestades de acero, para el editor Joaquín Gil, en julio de 1930. Al año siguiente, el escritor alemán visitaría Mallorca –donde Verdaguer pasaba largas temporadas– junto a Gretha, su esposa, y su hijo mayor Ernstel. De aquella estancia mallorquina sólo se conservan siete fotografías, que la segunda esposa de Jünger, Liselotte, guardó en el archivo familiar, y unas cuantas postales de la isla; pero ninguna carta con origen o destinatario español. Lo cierto es que gran parte de su correspondencia de aquellos años se ha perdido o quizás se destruyó durante la II Guerra Mundial. Al final, sin cartas y sin el testimonio de un dietario, las posibilidades de reconstruir el primer viaje de Jünger a España son escasas y quizá nunca sepamos con certeza si llegó a conocer a Mario Verdaguer o a algún otro escritor de la época afincado en la isla.
La primera referencia de Jünger a Mallorca se encuentra en su novela autobiográfica Juegos africanos (1936). El protagonista –un alter ego del propio autor– se fuga de casa a los 16 años para alistarse en la Legión Extranjera. En el barco, que le lleva de Marsella a Argel, divisa una isla rocosa y solitaria, rodeada por las nubes: “sólo una torre blanca, coniforme, encaramada sobre una de las cimas más altas, reverberaba a la luz del sol. En medio de esa vastedad luminosa y desierta semejaba los castillos encantados de Ariosto, parecía obra de espíritus más que de seres humanos […]. La isla se me ofrecía como el puesto avanzado de un mundo aún más bello y peligroso o como el preludio de aventuras de naturaleza fantástica. Me obsesionaban las maravillas que imaginaba allende la torre y cada vez sentía más irresistible la tentación de lanzarme al agua para alcanzar a nado la orilla”.
Años más tarde, en 1931, Jünger visitará por fin Mallorca. “Sólo al final –cuenta de nuevo en Juegos africanos– caí en la cuenta de que mi hotel se encontraba justo en el extremo opuesto de la torre solitaria. No fui capaz de negarme a escalar la cima de la torre que tal vez antaño había servido como atalaya contra los piratas berberiscos. Allí se me apareció como en un espejo encantado la otra parte de la isla que en aquel entonces había pasado de largo”. La torre era La Talaia d’Albercutx, situada en el camino que conduce de Pollensa a Formentor. El pequeño hotel en que se alojó –donde también se hospedaban los oficiales ingleses en su viaje de regreso de la India y, años más tarde, la escritora Agatha Christie– era el Illa d’Or, en el Puerto de Pollensa. Sabemos además que visitó Alcudia, Formentor, Palma y, probablemente, la ermita de Santa Magdalena en Inca.
En la isla, Jünger se dedicó a la entomología –hay una vitrina dedicada a los coleópteros baleares en su casa de Wilflingen–, a la botánica y a dar largos paseos junto al mar. En una de las fotografías que tomó en Mallorca, se le ve paseando junto a su mujer y un matrimonio amigo, vestido con pajarita, americana a rayas y unos largos bombachos. En otra, posa en albornoz junto a su hijo Ernstel. En el rostro del padre se adivina una mirada fija, en tensión casi constante; el hijo, en cambio, contempla el objetivo con una cierta sensación de irrealidad. Los bordes de la fotografía aparecen desgastados, afectados por una neblina fantasmagórica. A los pocos años, Ernstel moriría abatido por el fuego amigo de un SS en el frente de Carrara; Gretha fallecería de cáncer; y Alexander, el hijo menor de ambos, se suicidaría en Berlín. Sólo Jünger sobrevivió al pasado para ser su testigo. Como estas fotografías, testimonio de un mundo, borroso y perdido, que ya no existe.
Al salir de la casa recorrí la aldea en busca del cementerio, junto a la Iglesia. Hablé con un campesino que prendía fuego al heno. A su lado, una anciana daba de comer a los gatos. Vi unos cipreses marcando el camino, alineados como una legión romana. Me tomé una cerveza. En la estación, lucía un sol ártico.