Salgo como un náufrago del sueño, con vestigios viscosos, rastros de arañas, la marca de una ola de cobre, el listón de una avenida de agua y herrumbre, con conchas que no consigo reconocer de ninguna infancia.
Como siempre, entré por la puerta de Doce de Octubre, frente al hospital del Niño Jesús, ladrillo que parece cálido para aliviar el sufrimiento, sobre todo cuando lo cubre la yedra o lo enjuga el sol de la tarde. Pero era noche cerrada. Me sorprendió que pese a los recientes aguaceros el estanque de los patos estuviera vacío. Crucé ante los dos leones emplumados, blancos y melancólicos, sumidos en sus propios pensamientos. Me crucé con algunas voces que venían del fondo del Paseo de Coches, entre altos árboles enredados con las barbas de la noche. El suelo estaba cubierto de hojas. Los barrenderos no habían tenido tiempo de combatir los estragos de la lluvia, que el domingo había sido copiosa, grata para los que tenemos una casa desde la que asomarse a la intemperie. El Retiro es la mejor herencia de los Reyes, nuestra república íntima y colectiva, la naturaleza embriagada y jardineros racionalistas, que entre sorbo y sorbo leen a Ramón Gómez de la Serna y una hoja huérfana del Marca.
Seguí los caminos trazados por la costumbre, cada vez más ignotos, sobre todo a partir del crucero de piedra en un calvero y el palco de música, deshabitado a esa hora en que los primeros autobuses pasan con el vientre encendido de luz de ámbar, sin pasajeros, como los tranvías de un pasado que se desdibuja cada día, y los parques infantiles, que parecen campos de maniobras para la guerra futura.
Entonces entro en el archipiélago más umbrío, donde casi nunca me cruzo con nadie, y menos cuando la noche es todavía un laberinto nupcial. La luna brilla en el cielo que se ha vuelto más cóncavo, cobalto, acogedor como la curvatura de una nao, por lo menos para el agua que rompe contra el casco. Me asombro ante la multitud de estrellas que vienen al cielo de Madrid a pesar de nuestro concienzudo derroche. Pero lo que más me sobrecoge es que sea únicamente la luz de la luna, ahora que los cordeles de farolas han quedado atrás, la que alumbre el camino: un trenzado de ramas y hojas que dibujan en el suelo de polvo calizo y barro reblandecido por la lluvia un grabado hecho ex profeso por la oscuridad y el satélite de plata vieja, para que lo pise un alma en pena, o un niño que no ha puesto todavía en venta su capital de inocencia. Y no tengo miedo, no echo a correr pese al silencio, y al aura blanquecina de la noche que empieza a entregar su país a un alba que apenas empieza a insinuarse por las costuras del horizonte, un leve pespunte de cristal de roca, verdeante, como si el mar que respira tan lejos de Madrid estuviera escribiendo un telegrama para los mudos y para los ciegos.
Fotos: Corina Arranz