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Mientras tantoUn trabajo incompatible con la vida

Un trabajo incompatible con la vida


La primera conversación de Sorry we missed you, la última película de Ken Loach, es la que mantienen un empleador y un candidato a ocupar un puesto de trabajo y refleja el nuevo modelo que se está imponiendo en las relaciones laborales, así como la orwelliana jerga que ha surgido a su alrededor. El capataz de la empresa no quiere ni trabajadores ni pagar salarios ni asumir ningún riesgo (todos recaen en el autónomo que lo es pese a trabajar 14 horas diarias para el mismo pagador). El aspirante al empleo manifiesta su aparente deseo de trabajar por su cuenta, sin nadie que le controle y sin compañeros, por sus malas experiencias previas y porque, por alguna razón, desde hace un tiempo se ha inoculado la idea de que lo mejor es ser cada uno su propio jefe (o explotador) y que los compañeros de trabajo son más un estorbo para alcanzar las propias metas que una comunidad con la que hacer piña por compartir los mismos intereses.

Pero si las aspiraciones empresariales se cumplen, las del trabajador, no: es un falso autónomo porque tiene un empleador y un jefe que marcan unos objetivos que ha de cumplir y todos sus compañeros, el resto de los trabajadores de la empresa, se encuentran en la misma situación. Todos ellos deben aportar los aparejos necesarios para trabajar o alquilárselos a la empresa. Salvo uno que sí que proporciona gratis la compañía, pero cuyo coste asumen los trabajadores si se rompe o extravía, y que es el aparatito que le sirve a la empresa para monitorizar en todo momento al individuo, que tiene tal carga de trabajo que ni siquiera está contemplado que pueda tener un momento para ir al baño o para comer: ese cacharrito también sirve para marcar los tiempos en que cada tarea asignada tiene que estar realizada, además de que recoge la valoración de cada cliente, ese nuevo tirano de bastante reciente aparición, sobre los servicios prestados.

La profundidad de la película de Ken Loach reside no sólo en este relato de cómo funcionan las empresas “más modernas” a las que alimentamos con nuestras nuevas vagancias, comodidades o necesidades. En lugar de ir a comprar a las tiendas, nos quedamos sentados, damos un click y esperamos que nos llegue la mercancía, qué pereza salir a la calle, entrar en una tienda a tope y hacer cola para pagar. En vez de salir de buena mañana, o por la tarde, o el fin de semana al súper o al mercado para llenar la nevera y cocinar en casa, llegamos por la noche de trabajar, tenemos el frigo con telarañas y llamamos por teléfono o tecleamos en una app para que nos traigan algo que cenar, porque qué rollo sería bajar al bar y tomar un pincho de tortilla y una caña, por no hablar de ir a ese súper que cierra a las mil o que incluso está abierto 24 horas (habría que analizar también las condiciones de esos trabajadores), con lo bien que se está con el culo plantado en el sofá viendo Netflix. Al fin y al cabo, todos tenemos vidas duras. Y es posible que el falso autónomo que por la mañana repartía los pedidos de Amazon por la noche abra la puerta al rider de Glovo que le trae la cena, porque, con sus horarios y su cansancio, le es imposible hacer la compra.

La profundidad de la película reside también en cómo muestra lo que ese nuevo (o no tan nuevo, pero sí cada vez más presente) modelo laboral hace con las vidas de las personas: las enferma física y mentalmente, las pone en peligro, las mantiene en tensión y con miedo permanente, deteriora sus relaciones personales y familiares, roba todo su tiempo, provoca que haya niños que crezcan sin ver a sus padres y a los progenitores que no tengan ni idea de los problemas que tienen sus hijos porque a veces ni siquiera los conocen ya que las únicas conversaciones que mantienen con ellos son telefónicas. Y, además, desalienta a los adolescentes que ven reflejado su futuro en las miserables vidas de sus padres que, pese a todo, ni siquiera tienen una vida económicamente desahogada.

No es sólo que sea un modelo injusto porque salva al empresario de todos los riesgos y se los carga todos al trabajador y porque establece unas relaciones laborales completamente desequilibradas, es que, además, es inhumano, incompatible con la vida.

¿Qué hay de fondo?

¿Son las nuevas tecnologías las que provocan estas nuevas relaciones entre el capital y el trabajo? Quizás éstas son sólo un ingrediente que favorece la individualización de las relaciones laborales. Como también el paulatino descenso de la importancia de la industria en la economía: “Desde que las fábricas habían echado el cierre, los trabajadores no eran más que confeti. ¿Masas y colectividades?, para qué, si los nuevos tiempos pertenecían al individuo, la temporalidad y el aislamiento”, escribe Nicolas Mathieu en Sus hijos después de ellos, Premio Goncourt 2018.

Pero es posible que no haya que poner el foco sólo en las transformaciones productivas. La corriente liberalizadora (para las empresas) y condenatoria (para los trabajadores) viene de atrás, de un tiempo en el que aún no había internet, con la paulatina reducción de “pesos” para el capital y de derechos para los empleados, con la temporalidad en la contratación, la reducción de cotizaciones sociales o de la indemnización por despido. La tendencia hacia la liberación de costes fijos para las compañías llega a su máxima expresión con el modelo de los falsos autónomos en que los trabajadores asumen todos los riesgos y la empresa se queda con todos los beneficios, incluso a veces libres, o casi, de tributación.

Si de verdad se negocia un nuevo estatuto de los trabajadores, hay que tener cuidado con una de las demandas de la CEOE: una nueva definición para el empleado, más acorde con los nuevos tiempos. Hay que estar prevenido. Porque la figura del falso autónomo o del autoexplotado para beneficio ajeno, ahora incipiente, ligado a ciertas actividades y a los jóvenes, podría extenderse y convertirse en norma más que en excepción.

La película es triste y da mucha rabia. Pero también hay pequeños atisbos de esperanza. Como un pequeño germen de compañerismo y resistencia. Siempre habrá algo a lo que agarrarse.

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