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Un universo propio. Vivir el cosmos más allá de la ciencia

 

“Somos polvo de estrellas…”. Sería difícil encontrar otra frase, como esta de Carl Sagan, que definiese de manera tan poética una verdad cosmológica: la vida y, sobre todo, la muerte de una estrella están intrínsecamente ligadas a la naturaleza de cada uno de nosotros y del mundo que nos rodea.

 

Una estrella es, en esencia, una fábrica hirviente de átomos de los elementos químicos que conforman los alimentos que ingerimos, el aire que respiramos o el suelo que pisamos; en su interior se lleva a cabo un proceso constante y progresivo en el que los núcleos atómicos de unos elementos químicos se fusionan para crear otros distintos. En determinados momentos, el material combustible se agota y se interrumpe la fusión nuclear haciendo que la estrella colapse hacia su interior, que se calienta tanto (¡a millones de grados!) que empiezan a fusionarse los nuevos elementos. Del hidrógeno y el helio se pasa al carbono, y de este y el helio, al oxígeno, y así sucesivamente, formando elementos cada vez más pesados hasta que le llega el turno al hierro, que tiene la pega de que no se puede fusionar.

 

Por muy grande que sea, cuando una estrella genera, en su proceso interno de combustión y fusión nuclear, el elemento hierro, todo se habrá acabado para ella. Y de la manera más dramática. Para entonces, ya no habrá nada que pueda oponerse a la fuerza de la gravedad y se hundirá en sí misma, más y más, hasta que los átomos queden comprimidos entre sí. Cuando ya no pueden juntarse más y, como dice la canción de Psicotropia, caiga del reloj la última voluta de delicada sal titánica, el colapso termina: se produce una colosal explosión a la que llamamos supernova. En ese último suspiro, en las inimaginables condiciones de presión y temperatura previas a su desintegración, la supernova tiene tanta energía que es capaz de formar los pocos elementos que conocemos más pesados que el hierro, como el plomo o los metales preciosos.

 

Y los reparte, generosa, disparando al espacio todos los ingredientes que la estrella había generado mientras estuvo viva.

 

 

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El universo, lo que por su ordenada armoniosidad se ha venido a denominar cosmos (del griego kósmos, que significa orden), no nos es tan ajeno como pensamos.

 

Es cierto que cuando la humanidad se ha puesto a estudiar ese fenomenal infinito de materia y energía, de espacio y de tiempo, la astronomía o la cosmología apenas desvelan la existencia de formidables seres zodiacales devoradores de estrellas lejanas, de agujeros negros en las profundidades del espacio, de hechos que han ocurrido hace miles de millones de años y cuerpos celestes que se encuentran a una distancia inimaginable de nosotros. Cosas, ya lo decía George Lucas allá por los años 70, que ocurrieron hace mucho tiempo en una galaxia muy muy lejana.

 

Pero no es menos cierto que nosotros no vivimos separados del universo, sino en su interior; la Tierra sólo es una brillante bola de cristal más desde la que mirar al cielo entre las incontables que nos rodean. A la fuerza, razona el escritor y astrónomo alemán Florian Freistetter, la astronomía tiene que influir en nuestra vida cotidiana, y su libro Un cometa en la coctelera, publicado hace poco en castellano, es una aplastante demostración de ese simple hecho: estamos atravesados por el cosmos de parte a parte. Que, por ejemplo, la noche suceda al día es algo tan corriente, tan ordinario si se quiere, que casi nunca nos paramos a pensar que eso ha sido un enigma que la humanidad no ha sabido explicar hasta hace relativamente poco tiempo; la Tierra no está quieta, sino que gira como una peonza, alrededor de su propio eje, desplazándose por el universo. Los ejemplos se suceden a lo largo de la obra del astrónomo: el funcionamiento de los satélites a los que se conecta el GPS de nuestro coche sirve para que entendamos que vivimos, la conozcamos o no, según la teoría de la relatividad de Einstein; el comportamiento de las abejas, que son capaces de ver la polarización de la luz, nos invita a descubrir el espectro electromagnético que emiten los cuerpos celestes, desde las ondas de radio, pasando por la luz visible del arcoíris, hasta los rayos gamma…

 

La astronomía y la cosmología, como la religión, el arte o la filosofía, son muy buenas precisamente para ofrecernos un poco de sosiego espiritual, para brindarnos unos modelos que expliquen de alguna manera este sistema en el que estamos inmersos casi sin darnos cuenta. A los cosmólogos se les ocurre, por ejemplo, que para que las noches sucedan a los días ahora tuvieron que suceder muchas cosas antes. Dejemos a Freistetter que lo explique: tal vez una estrella pasase rozando o explotase en la proximidad de la gigantesca nube de gas y polvo que hoy constituye nuestro Sistema Solar y puede que la materia de aquella nube dejase de estar uniformemente repartida y en algunas regiones se acumulase más polvo y gas que en otras. Lo más probable es que esos cúmulos comenzasen a atraer los de las zonas circundantes y que esos conglomerados chocaran ferozmente entre sí para seguir creciendo y formar, algunos eones después, los planetas, que giraban con mayor rapidez alrededor de su eje cuanto más densos y compactos se volvían. Sin duda, es una trepidante historia que sirve perfectamente para explicar que la Tierra gira y que hoy nuestra sombra, compañera inseparable, sigue moviéndose y cambiando de tamaño a lo largo del día. Pero el ser humano lleva siglos imaginando historias trepidantes, más o menos creíbles, más o menos demostrables, para intentar explicar los acontecimientos que ocurren más allá del horizonte. Sólo más tarde algunas se verán encumbradas al trono de la verdad y otras sólo servirán para recordarnos lo equivocados que estábamos. Complejas cuestiones que obsesionaban a nuestros antepasados son hoy un lugar común.

 

Y si la historia sobre el día, la noche y sus sombras puede parecer interesante, qué decir de la que explica por qué hoy existen las estaciones, y en invierno podemos ir a la nieve y en verano a bañarnos en la playa: hace 4.500 millones de años, la Tierra, aún relativamente joven, chocó con otro planeta que era aproximadamente tan grande como Marte y que quedó totalmente destruido a causa del percance. (…) Los escombros resultantes salieron despedidos al espacio y acabaron formando un nuevo cuerpo celeste: la Luna. El escritor alemán aclara que, entre todas las hipótesis posibles sobre el origen de nuestro misterioso satélite, “únicamente la teoría de la colisión resulta más o menos plausible”. Pero al final, la Luna es la que mantiene estable la inclinación del eje de rotación terrestre respecto al Sol, así que si no se hubiera producido aquel acontecimiento, cualquiera que fuese, hoy en día no estaríamos hablando de que las estaciones se suceden con regularidad.

 

 

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Los científicos sienten especial predilección, sin embargo, por la historia del universo desde su nacimiento, hace unos cuantos miles de millones de años, con el Big Bang (o el Gran Estadillo). Al igual que los filósofos, los cosmólogos se afanan en responder a la pregunta: ¿de dónde venimos? Nosotros, ahora ya lo sabemos, venimos de las estrellas, pero ¿y ellas? “Se sigue sin saber qué sucedió exactamente en aquel momento inicial del Big Bang”, debe reconocer Freistetter, “aunque los científicos tienen algunas ideas bastante interesantes de cómo sería aquel primer instante en la vida de nuestro universo”. Han elaborado un par de hipótesis, otras historias trepidantes, de por qué se produjo y qué acaeció previamente, que son difícilmente demostrables y sólo comprensibles desde un plano matemático. “Hoy todavía sabemos demasiado poco para poder determinar si esas ideas son correctas o no”. Lo que sí que se sospecha con bastante certeza es lo que ocurrió poco después y cómo ha evolucionado desde entonces.

 

Para comenzar ese viaje habría que remontarse al primer cuarto del siglo XX, cuando el astrónomo estadounidense Edwin Hubble hizo un descubrimiento revolucionario. Observó que, contemplados a una escala muy grande, del orden de galaxias, todos los objetos en el universo tienden a separarse, y lo hacen con mayor rapidez cuanto más alejados están unos de otros. El universo, sugería Hubble, está en expansión y esa expansión es cada vez más rápida, si bien, en las distancias cortas, como dentro de nuestra galaxia, la fuerza de gravedad de los cuerpos celestes aún es suficientemente fuerte como para contrarrestarla y mantenerlos unidos. Esto, que chocó con la creencia generalizada en esa época de que el universo era estático (incluso Einstein lo creía), tiene unas implicaciones como mínimo fantásticas.

 

La primera es que, en el hipotético caso de que el ser humano sobreviva en la Tierra como especie el tiempo suficiente, y eso es mucho hipotetizar, cuenta el cosmólogo Lawrence M. Krauss en su fantástico libro Un universo de la nada, llegará el momento en el que la Vía Láctea y las galaxias de su entorno próximo se separarán del resto más deprisa que la velocidad de la luz. Esto supone que dejarán de ser visibles desde los telescopios terrestres; la luz que emitirán, ese amplio espectro electromagnético que comentaba Freistetter, no podrá contrarrestar la velocidad de expansión del espacio y nunca nos alcanzará. Esas galaxias desaparecerán de nuestro cielo nocturno y, en su lugar, desde la Tierra no se podrá ver nada más que negrura, vacío. Se me ocurre que entonces (en unos dos billones de años más o menos) sí que nos sentiremos solos en el universo, sumidos en una noche eterna, sin luces que nos iluminen. Lo curioso es que esta idea choca con la teoría de la relatividad de Einstein, que dice que nada puede viajar por el espacio más deprisa que la velocidad de la luz, nos recuerda Krauss, pero nos abre los ojos a otra posibilidad: “[la relatividad] no dice nada del propio espacio, que puede hacer lo que le venga en gana. Y cuando el espacio se expande, puede trasladar objetos que están en relativo reposo en el espacio donde se encuentran, alejándolos unos de otros a velocidades superlumínicas”. Lo que viene a decir Krauss es que el espacio literalmente crece de manera masiva entre los objetos celestes.

 

Viajando por el tiempo en sentido inverso, hacia el pasado, que el cosmos se expanda también significa que antes los objetos estaban todos más cerca unos de otros. Y cuanto más retrocedemos en el tiempo, la cercanía tenía que ser mucho mayor. En algún momento remoto del pasado, estimado hace unos 13.720 millones de años, todos los objetos celestes estaban concentrados en un punto. Por tanto, en vista de lo que se sabe hasta ahora, el universo ha de tener a la fuerza un origen y se expande aceleradamente desde entonces.

 

 

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Sin embargo, también esta teoría tiene sus puntos oscuros, unas lagunas que se han tenido que rellenar en algunos casos con algo más que datos científicos: se ha hecho con ficción, con imaginación, con modelos físico-matemáticos teóricos, con estructuras de pensamiento provisionales que sirvan de soporte a la razón hasta que se puedan construir las definitivas sobre la base de observaciones empíricas. La humanidad está en permanente proceso de descubrimiento de sus limitaciones y de las herramientas que le permiten superarlas. En las pasadas semanas, sin ir más lejos, se está viviendo una especie de revolución científica alrededor de uno de estos grandes misterios: si como demostró Hubble hace más de 80 años el universo está en expansión acelerada, ¿cómo es posible que siga siendo tan altamente uniforme y homogéneo en todas sus direcciones aun cuando es imposible que, debido a las grandes distancias y al impedimento de moverse más rápido que la luz, se hubiese podido establecer esa estructura tan regular de energía?

 

Responder a esa (larga) pregunta ha sido la obsesión de otro gran físico estadounidense, Alan H. Guth, profesor e investigador en el departamento de Física del Instituto Tecnológico de Massachusetts (el prestigioso MIT). Su pelo lacio, como si fuese de paja, peinado hacia la derecha en un largo flequillo que cubre casi toda su frente, unos ojos un tanto achinados escondidos detrás de unas grandes gafas con montura metálica, vestigio de otra época, y una sonrisa marcada por la prominencia de sus dientes superiores, un poco a lo Jim Carrey en El show de Truman, no darían muchas pistas sobre su persona, pero Guth no es un científico cualquiera. Es el físico teórico que postuló por primera vez, hace más de 30 años, la teoría del universo inflacionario, que ofrecía una posible explicación al enigma de la uniformidad del cosmos: para que se den hoy esas condiciones, el universo tuvo que expandirse de forma exponencial durante los primerísimos instantes del primer segundo después del Big Bang. Y no sólo un poco, sino en un increíble factor de 10 elevado a 28: aumentó de tamaño diez mil trillones de trillones de veces en una trillonésima de trillonésima de trillonésima fracción de segundo. Y, además, postuló que esa inflación (en teoría) es eterna.

 

En un exhaustivo artículo publicado en la revista aeon el periodista Ross Andersen explica que los modelos inflacionarios actuales nos revelan que esta enorme expansión de la que formamos parte “sólo es una pequeña sección de una diminuta burbuja que flota sobre la superficie de un mar espumoso cuyas proporciones desafían nuestra comprensión. Esta visión del mundo es maravillosa [o terrorífica] en su vastedad y variedad (…), pero ¿podrá demostrarse alguna vez?”. Aquí radica precisamente lo interesante de las hipótesis, y es que se elaboran sin nada concreto, tangible, a lo que agarrarse. Es como construir castillos en el aire.

 

Los trabajos de Guth se centraron en la aplicación teórica de la física de partículas a la formación del universo temprano, a investigar sobre lo que la física de partículas puede revelar de la historia del cosmos y sobre lo que la cosmología tiene que contarnos de las leyes fundamentales de la naturaleza. Puras suposiciones matemáticas, imaginaciones muy similares en esencia a las que han salido durante siglos de las puertas entreabiertas de las iglesias, de las pantallas de cine y las páginas de las novelas de ciencia ficción o de los atriles de algunas academias. No ha sido hasta hace pocos meses que los datos recogidos por otro cosmólogo, el joven y prometedor profesor de Harvard John Kovac, en su observatorio de la Antártida, parecen sugerir que las hipótesis de Guth podrían ser ciertas.

 

Kovac y su equipo tienen instalado un telescopio en el Polo Sur, completamente aislado de cualquier tipo de contaminación lumínica proveniente de otros lugares de la Tierra, con el que son capaces de captar la luz más vieja del universo, la llamada radiación de fondo cósmico de microondas (CMB, por sus siglas en inglés), que llena todo el espacio y que se cree que es el eco que proviene del inicio del cosmos, del Big Bang que le dio origen. Por cierto, que no se debe pensar en el Gran Estallido como una explosión en el sentido propio del término, ya que no se propagó desde un punto hacia fuera de sí mismo, sino que ese punto se expandió en sí mismo. Dicho de otra manera, no es correcto pensar que todo comenzó en un sitio concreto, sino que el lugar en el que se produjo el Big Bang está en todas partes. Pues bien, estudiando la radiación de fondo cósmico, Kovac descubrió que esa luz primordial lleva marcadas “las cicatrices del violento principio del tiempo”, y que esas marcas demostrarían de manera robusta la teoría de la inflación de Guth. Y si los datos de Kovac son verídicos (porque ya han aparecido algunos escépticos tras la presentación pública de los resultados), significaría que una idea extraordinaria habría pasado a formar parte de la cultura humana por medio de la imaginación. Porque, ¿antes de que se probase que podía ser cierta, qué diferencia había entre la teoría de la inflación de Guth y las ideadas por Isaac Asimov o Arthur C. Clark en sus novelas?

 

Hay otras cuestiones como esta, relativas a la cosmología, es decir, al origen y la evolución del universo, para las que los investigadores no tienen respuesta, sólo suposiciones. La existencia y naturaleza de la energía oscura, de la que ya se sabe que supone algo más de los dos tercios del universo, es un buen ejemplo. Saber cómo se inició todo es otro: “Los científicos han conseguido mirar muy profundamente en el tiempo, casi hasta el mismo Big Bang, pero no saben qué pudo venir antes. Tampoco saben si el Big Bang fue el comienzo o sólo uno de los muchos comienzos. Algo del todo inimaginable pudo haberlo precedido. Los cosmólogos no saben si lo que vemos a nuestro alrededor es espacialmente infinito o si existen otras clases de mundos más allá de nuestro horizonte o en otras dimensiones. Y, por último, el gran misterio, ese que mantiene despiertos por la noche tanto a curas como a físicos: ningún cosmólogo tiene la clave de por qué hay algo en lugar de nada”.

 

En su artículo, Andersen se pregunta si no estará sufriendo la cosmología una crisis de creatividad por este motivo, y se cuestiona si el arte, la literatura, la religión o la filosofía le han dedicado la atención suficiente a la cosmología. Algunos científicos, como Paul Steinhardt, director del Centro de Ciencias Teóricas de Princeton y uno de los que más fervientemente discute la teoría de Guth, ya se están planteando incluso pedir ayuda a especialistas de esas disciplinas, para responder a preguntas, como la de si la expansión del universo es eterna e infinita, que a día de hoy se mueven más en el universo de lo abstracto que en el de lo concreto: “Ojalá pudiésemos involucrar a los filósofos en estas cuestiones”, ha llegado a reconocer Steinhardt en algún momento de especial frustración metafísica.

 

 

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Una de las disciplinas que han estado más ligadas con la astronomía a lo largo de su historia ha sido la fotografía. De hecho, desde su invención en 1839, con los trabajos de Daguerre, muchos de los grandes descubrimientos cosmológicos de la historia moderna se deben a los avances técnicos en esa materia, a la vez científica y artística, que nos ha permitido situarnos, ensanchar la perspectiva y señalar con el dedo dónde estamos en este universo a la vez tan ajeno y tan propio. Una simple exposición, como la que montó hace unos meses el Centro de Fotografía Creativa (CCP) en la Universidad de Arizona, bastaría para demostrar esta afirmación. Desde aquella muestra se defendía la tesis de que algunos de los pioneros de la fotografía eran en realidad astrónomos que intentaron aplicar las capacidades de la misma a su trabajo: “es a través del análisis de las imágenes cómo los astrónomos continúan a día de hoy realizando sus descubrimientos y, de igual manera, ha sido la ambición de los científicos la que ha instrumentalizado la innovación fotográfica, incentivando el desarrollo de nuevas tecnologías, entre ellas el obturador, las películas o la cámara digital”. ¿Qué hubiese sido, por ejemplo, de la misión de la NASA a la Luna y el gran salto para la humanidad de Neil Amstrong sin la ayuda de la fotografía? Y no sólo para inmortalizar el primer paso del hombre en la superficie lunar, sino para preparar la misión con anterioridad, para reconocer un camino que no se había transitado nunca antes.

 

Por otro lado, la capacidad de la fotografía para captar la luz, todas las luces del espectro electromagnético, ha significado mucho más que una expansión de nuestro alcance visual; ha permitido a los científicos observar los eventos celestes más antiguos (recordemos a Kovac y su observación de la radiación de fondo cósmico proveniente del Big Bang), así como descomponer la estructura química de los cuerpos astrales, elemento a elemento, desde los observatorios terrestres. Sin ir más lejos, una de las formas que tienen los astrónomos de detectar si en algún lugar del universo puede haber vida es estudiando el tipo de luz que emite: las hojas de las plantas, por ejemplo, absorben gran parte de la luz visible, pero reflejan la fracción infrarroja y la devuelven al espacio, demostrando de ese modo a quienquiera que haya ahí fuera que tenga un detector de infrarrojos que en la Tierra hay vida. Y lo mismo se podría pensar de otros planetas repartidos por el cosmos. La fotografía, sin duda, ha redibujado la comprensión del universo en expansión y ha cambiado la naturaleza de las preguntas que hoy se hacen los astrónomos.

 

“El ser humano se define por sus preguntas”. El autor de estas palabras bien nos lo podríamos imaginar como un revolucionario defendiendo su ideario o un filósofo reputado impartiendo cátedra. Pero Guillermo Haro fue sobre todo astrónomo. Cuenta Elena Poniatowska en El universo o nada, el relato literario de la vida de quien fue su marido y considerado por muchos como el padre de la astrofísica en México, que una de las cosas que más estimulaba a Haro era que sus alumnos le cuestionaran, desafiando a los más retraídos a que formulasen sus dudas y cuestiones. Sin preguntas no se avanza, daba a entender el sabio.

 

Tiempo antes, entre 1943 y 1944, también él mismo había sido discípulo en Harvard de Harlow Shapley, otro astrónomo estadounidense que, a través de sus preguntas, calibró el verdadero tamaño de la Vía Láctea y colocó al Sol, nuestro Sol, en su nada especial lugar dentro de la misma. “Si hay alguna grandeza en nuestra posición en el espacio y en el tiempo, yo no la veo”, le diría Shapley a Haro. “No creo en esto de que el hombre es alguien superior. Si no sobresale en las cuatro entidades materiales básicas: espacio, tiempo, materia y energía, no hay nada excepcional ni merecedor de orgullo en su tamaño, actividad, composición, ni en su época en la cronología cósmica. No está ni al principio ni al final”. Desde luego, eso es algo que no convencería del todo a Haro, un maestro que siempre buscó ese algo merecedor de orgullo en el impulso al desarrollo de las instituciones científicas mexicanas.

 

Film documental En el cielo y en la tierra, sobre la vida de Guillermo Haro

 

 

 

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Para construir un cosmos, dice Andersen en su artículo en aeon, “hay que extender la imaginación a todo el espacio pero también a todo el tiempo. Y sólo hay una criatura en la Tierra que pueda realizar esa abstracción”. Todas la criaturas vivientes, describe el periodista, están íntimamente ligadas a su entorno: las bacterias detectan los cambios químicos que se producen en el medio en el que viven, las aves migratorias conocen nuestro planeta lo suficientemente bien como para recorrer su superficie a lo largo del año, algunos escarabajos navegan guiándose por la luz de la Vía Láctea. “Pero sólo el ser humano vive dentro del cosmos, y sólo desde hace muy poco”.

 

Defiende Andersen que el universo en la antigüedad no era, como ahora, una compleja estructura matemática, sino un mundo sensorial, construido con las experiencias diarias de gente que no había visto la curvatura de la Tierra desde el espacio o que observaba el cielo nocturno sin amplificarlo con un telescopio. El universo antiguo tuvo un comienzo, un nacimiento en un estado informe, un caldo infinito o un vacío caótico la mayoría de las veces, que se separaría en algún momento determinado entre dos opuestos: luz y oscuridad, fuego y hielo, tierra y cielo. Ese concepto de separación todavía es un lugar común entre los científicos actuales, que a menudo evocan esa simetría primordial, aunque para Andersen las versiones antiguas siempre fuesen más vívidas.

 

Desde épocas pretéritas, la filosofía, la literatura o el arte han jugado y siguen jugando un papel decisivo en ese entendimiento; cada cual con su particular manera de percibir y describir el cosmos. “Los viajes espaciales, la ciencia ficción o la llegada del hombre a la Luna son temas presentes en el arte del siglo XX y, en muchos casos, han significado una fuente fundamental de inspiración, confrontación, reflexión y provocación”. Esta connivencia entre ciencia e imaginación en la que la tecnología se da la mano con la ficción se puede ver, por ejemplo, en la exposición ARStronomy, que todavía se puede visitar en la Casa Encendida de Madrid.

 

Según sus organizadores, existe una clara intención de “abordar el cosmos desde distintos aspectos (lo astral, lo espacial, lo científico y lo ufológico) y reflexionar sobre el impacto que la investigación científica, los viajes espaciales y la ciencia ficción han tenido en el arte contemporáneo”. Pero, ¿y qué pasa al revés? ¿Qué influencia ha tenido el arte o la literatura sobre los misterios del universo que ha intentado desentrañar la ciencia? ¿Qué va más rápido la ciencia o la ciencia-ficción? “La ciencia va claramente por detrás de la ciencia ficción”, recuerdo que defendió Ramón López de Mántaras, director del Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial del CSIC, en una entrevista que le hice hace unos años. Me puso como ejemplo la película 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, basada en la novela homónima de Arthur C. Clarke, en la que se mostraban unas capacidades de Inteligencia Artificial del ordenador HAL 9000 que tardarían más de 30 años en desarrollarse científicamente. En la gigantesca rueda cíclica que conforma la existencia de nuestras sociedades las imágenes creadas por artistas marcan la agenda de los científicos de los próximos años, cuyos trabajos son, a su vez, fuente de inspiración para intelectuales y creadores que están aún por llegar. La muestra reúne específicamente a varios artistas de distintas generaciones que, “desde la década de 1950, han reflexionado, investigado o interpretado innumerables fenómenos en torno a lo astral, lo cósmico o lo científico para producir obras en las que la imaginación, la fantasía y la creatividad incursionan en el espacio, la política, la ciencia y la tecnología”. 

 

Especialmente impactante es el montaje visual de Anton Vidokle This is cosmos que, con su visión del cosmismo ruso de principios del siglo pasado, una corriente filosófica que combinaba elementos científicos, teológicos y éticos a medio camino entre las tradiciones filosóficas de la ilustración occidental, la Rusia ortodoxa y el marxismo, lleva hasta su última expresión esa retroalimentación perpetua existente entre el arte, la filosofía y la ciencia en lo que al cosmos se refiere. Para los cosmistas rusos, el cosmos no era el espacio exterior; ellos querían crear su propio cosmos en la Tierra, una nueva realidad, libre de hambre, enfermedad, violencia, muerte, necesidad o desigualdad.

 

La fascinación por el universo puede adquirir, como se ve, muchas formas. Sin embargo, tienen en común que afrontan el reto de sacar grandes preguntas a la luz, que imaginan historias sobre el origen o el destino final de nuestra existencia, que afrontan desde diferentes ángulos, como dice Andersen, “el frío vacío de lo desconocido”. En muchos de esos casos, la ciencia no adquiere más peso o tiene más razón de ser que otras disciplinas. Lo fundamental parece que es sentir esa fascinación, vivir como un niño la incertidumbre que produce intuir que sólo estamos al principio de un largo camino hacia el conocimiento del cosmos, que no estamos nada más que despertándonos a esa nueva realidad. Otro de los maestros de Guillermo Haro, Luis Enrique Erro, que vivió con la obsesión de conseguir un telescopio para México para hacer una astronomía moderna (algo que se hizo realidad en 1942), definió acertadamente esa seducción durante una conversación con Haro: “Nunca olvidaré la noche en que mi madre, que no tenía ni un quinto para darme un premio por mis buenas calificaciones, tuvo una idea genial: “En recompensa, voy a enseñarte las estrellas”. Me abrigó hasta la exageración y me llevó al patio. Desde entonces el firmamento, las estrellas, la luna, han quedado unidas a la idea de lo bello, de lo bueno…”. De lo poético.

 

 

 

 

Esteban G. R. Luna (Madrid, 1979) es científico de vocación periodística. Educado en la Institución Libre de Enseñanza, se formó como ingeniero de montes, más tarde se doctoró en ciencias agrarias y, ya exhausto, realizó el máster de periodismo de El País.Por todo ello, teme haberse convertido en una especie en vías de extinción. Además de en el CSIC, el INIA y la Universidad de La Rioja, ha trabajado en la delegación gallega de El País y en la sección de opinión de Cinco Días, periódico con el que aún colabora esporádicamente. En FronteraD ha publicado Miguel Belló, el navegante del Sistema Solar. O el viaje alucinante de la nave ‘Rosetta’Mi mascota es una especie invasora. Una historia de emigrantes forzosos que han llegado para quedarse¿Sueñan los científicos con abejas robóticas? Ante la inquietante desaparición de las abejas de la miel, y mantiene el blog Por ciencia infusa. En Twitter: @egr_luna

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