Agustina Paz Frontera parece brava: callarse no se calla aunque parezca una muñeca. Se entristece, se alegra, grita, se enfervoriza, pero no habla por hablar sino que dice y pregunta lo justo porque no le gusta preguntar, como queda claro en Una excursión a los mapunkies, el primer libro que publica –en Pánico el Pánico–: una suerte de de diario de viaje, autobiografía ficticia y registro antropológico donde relata su búsqueda y encuentro, en la Argentina y en Chile, con los indios mapuche, anudando en ese cruce una forma político-cultural de narración insólita, por inédita. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Agustina, supone el ocasional interlocutor, podría intimidar hasta cuando se ridiculiza. Es demasiado linda e inteligente como para negarlo. ¿La pueden imaginar perdida en algún lugar de los Andes, en el sur profundo, discutiendo de políticas identitarias con un mapuche? Pues háganlo, es lo que hizo, además de extrañar, emborracharse, escribir poesía, intimar con los aborígenes, estudiar la cuestión a fondo y escribir un texto que llega mucho más lejos que cualquier crónica de antología. En sus palabras: El tema no le importa a nadie, a nadie le interesan los mapuches, pareciera ser un tema de hippies y minitas vegetarianas, a mí tampoco se me cruzaban por la cabeza, pero cuando entendí que estaban vivos entre nosotros haciendo punk y rap en inglés, en mapuzungún, ahí enloquecí. Ya recuperada o quién sabe, habla.
—El tono del libro es narrativo, bien escrito, tiene información, es gracioso, a veces muy gracioso. ¿Quería escribir una crónica o los mapuches fueron una excusa para una experiencia narrativa?
—Esta pregunta es muy difícil de responder. ¿Qué quería? No me acuerdo. Empecé a escribir los mapunkies en 2007. Pero hay una pequeña trampa en la pregunta, que tiene que ver con una mirada analítica que no encaja con la producción de la escritura de este trabajo. El género y el tema vinieron de la mano, como si los mapunkies pidieran crónica y la crónica pidiera mapunkies. Ambos sistemas hacen el mismo movimiento: toman elementos de lo extraño para constituirse en una identidad movediza, tensa. Me parecía que hacían un maridaje perfecto. En el fondo lo que yo más quería era terminar la carrera (el germen de este libro es una tesina de Comunicación) y si podía hacerlo sin dolor, mejor. Y así fue: me fui de viaje, aprendí a preguntar a la fuerza, tuve que manejar la distancia con los objetos-protagonistas, tuve que pensar mucho en el camino, pensaba mucho y nada de lo que hacía era inocente, iba con mucha carga en la cabeza, me gustaban esos juegos conceptuales de lo que es y no es a la vez, las cópulas identitarias, pensaba en esas cosas; por eso el viaje fue una experiencia total, porque no sólo era un reportaje ni un diario de viaje, también era ir a probar si los modelitos teóricos encajaban en los sujetos que andaban por ahí vivos, que hablaban. Me interesaban los terrenos blandos y desde ese lugar empecé a escribir. Todo era material. Me parecía que cualquier cosa que dijera iba a sumar a la comprensión del problema, porque yo quería contar, tener una experiencia narrativa; pero lo que más quería era que el problema se entendiera, que quien leyera pusiera toda su atención sin necesidad de que esa persona sea ni un entendido en el tema ni un cientista social ni un mapuche. De alguna forma lo que nota responde a eso, a la gracia que a mí me hacía todo. Esa gracia quería contar. Al principio era un abuso de confianza con el lector, contaba todo, ahí fue crucial Osvaldo Baigorria, con quién trabajé el texto. El me dijo: no se puede contar todo, y yo por dentro pensé, ¿qué no?, pero le hice caso y recorté. Finalmente hubo algo determinante que practiqué cuando ya había decidido hacer más literario el trabajo, que fue desarrollar más mi personaje, su vida amorosa, sus cuestionamientos internos, me caricaturicé un poco; hay lectores que se enganchan por ahí. Hace poco alguien citó una parte del libro, que tiene que ver con este engorde o cambio de metabolismo que fue la reescritura, cita un fragmento donde la narradora habla de sus tetas, (¿acaso no hay tetas en la literatura argentina?): me acusa de poner tetas en lugar de citas de Foucault. Yo creo que ambas dimensiones conviven y ese es un mérito del libro. Y no estoy segura si eso le molestó, le gustó o sólo fue un pataleo para molestar a María Moreno, a quien menciono en la contratapa como influencia.
—Como sea, los mapuches están (en toda su diversidad). ¿Cómo afectó ese viaje sus ideas sobre los pueblos originarios, la identidad, la política y la política anarco-indigenista, por llamarla de alguna manera?
—Cuando volví del viaje, estaba mapuchizada, andaba por ahí con una gorra de militante mapuche que decía Pueblo Nación. Después me saqué la gorra, de alguna manera entendí que todos somos iguales frente a algunas debilidades. Ser mapurbe es muy difícil, tener un cuerpo mitad y mitad, ¿no? Debe ser muy difícil mantenerse travesti sin tentarse y decir yo soy mujer, yo soy varón, los casilleros tiran mucho, digamos que cuando te colocás en uno hay toda una serie de elecciones que no tenés que hacer, que te vienen dadas. Pero dejarse en el medio, que es la idea que yo tenía de lo mapurbe, es como un viaje zen, es muy complicado, hay que ser equilibrista y aceptar la pérdida de lo que no vas a ser nunca por completo. Más que nada en la escritura y reescritura entendí que hay acomodamientos identitarios que se hacen, digamos, por la galería, para la tribuna, esto de lo mapunkies es un poco eso y como estrategia política es débil en comparación a lo que podría resultar si se apelara a las armas realmente únicas y potentes que tiene un pueblo, que son la lengua y la tierra. Ahí me pongo conservadora y tradicionalista, o, mejor, religiosa (tomando nuestro sentido winka de la religión). En la lengua está realmente todo, es potencia creadora, es el lugar de pertenencia por excelencia y es el reaseguro de un vínculo de necesidad con la naturaleza, la tierra. ¿Pero de qué sirve recuperar la lengua en el asfalto? Sería bienintencionado pero si vos no tenés enfrente lo que nombrás, la lengua se hace instrumento y pierde ese lazo fundacional con el mundo, entonces ahí el mapurbe cae en las trampas de nuestro mundo: hablar por hablar. De todas maneras, sigo trabajando con mapuches. Trabajé en la fundación del primer canal de TV indígena del país, que sacamos al aire, y ahora estoy terminando, como productora, un documental para Al Jazeera sobre una familia mapuche de la ciudad. Por suerte tengo la posibilidad de hablar con ellos estos asuntos y me sirve muchísimo, hay ideas y prácticas que pueden pensarse para este tema pero también pueden replicarse en otros ámbitos. Respecto al anarco indigenismo sigo viéndolo como una estrategia posible y necesaria si uno apuesta a la autonomía y a bancarse en esa; si después vas a ir a pedirle dádivas al Estado, es complicado. Una vez que entrás en el Estado me parece que tu vida en las montañas, con agricultura de subsistencia, queda para los libros de historia. Si pedís leyes al Estado, bancate que el Estado legisle, que te ponga un gendarme, que te enseñe su lengua. Pero el Estado es muy histérico, si reconocés la preexistencia de los pueblos originarios sólo para lo museístico, estás alterado las propias bases del Estado, la nación y el territorio. Yo quiero un Estado para los mapuches. Pero ¿cómo hacés para tener un Estado realmente democrático, en comunión con las fuerzas naturales, igualitario en términos de género, que no produzca excedente, que no entre en el sistema de especulación financiera, que se maneje con un régimen de propiedad comunitaria y no privada y todo lo que una pueda imaginar que sería la cosmovisión mapuche llevado al plano de lo estatal? No sé, pero me encantaría que pase y ver cuántos siguen siendo anarquistas.
—En algún momento cita a Roland Barthes y su aversión a los reportajes. ¿Por qué cree que su objeto de estudio es más sensible a esa definición de Barthes?
—Barthes dice Toda pregunta hace de mí una rata atrapada; habla de las preguntas de los periodistas, de la policía, las preguntas por las elecciones afectivas, por el presidente que querés, estás atrapado en un sí o un no. Pensado así no sé si mi objeto es más sensible, todos somos iguales frente a la policía del discurso, ante una pregunta tenés que responder y si no respondés hay castigo. En ese mismo párrafo Barthes dice otra cosa interesante (que otra vez le debemos a Baigorria, en sus clases teóricas deformes y hermosas): La entrevista tiende a reemplazar a la crítica, eso (Barthes) lo dice en el 77-78 y quizás dure hasta hoy en algunos círculos. ¿Qué hace el periodista? Todos somos periodistas, vos tenés una idea sobre alguna persona, práctica, acontecimiento y en lugar de lanzarte a escribir, a ponerlo en relación, vas y entrevistás al protagonista, en una excesiva confianza en la palabra hablada, como si el lenguaje fuera transparente, como si la información trajera un poco de luz; cuantas más fuentes tengas, mejor, y de pronto te encontrás con un barullo de voces como en un programa de Encuentro. Y vos, como crítico, como especialista, como periodista, como lo que sea, ¿cuándo hablás y decís lo que querés?
—Chile y la Argentina, ¿tienen la misma política –inclusión/exclusión– para tratar la cuestión indígena? ¿Existe algún estado que no la tenga?
—Tienen una política similar. Y ahora que la Argentina dobla la pena en la ley antiterrorista aún más. En el libro esa ley usada contra los mapuches en Chile era una gran diferencia, así como lo era que Chile no hubiera ratificado el Convenio 169 de la OIT, que reconoce la preexistencia y la necesidad de consulta a los pueblos originarios, convenio que fue aprobado en Chile en 2009. Entonces, hace 6 años había diferencias sustanciales en términos legislativos, hoy esas distancias se acortaron. La cuestión indígena es la cuestión de cualquier pueblo que ha quedado encerrado en el territorio de un Estado que no fundó, pero al cual pertenece históricamente por ocupar su territorio, al que luego se suma un dispositivo de diferenciación étnica. Existen muchos Estados que no tienen esa política. Por ejemplo, Israel con los palestinos; Bolivia, que es un Estado plurinacional. Los dos con políticas más claras y direccionadas, uno que quiere excluir y otro que intenta incluir. Si yo fuera gobierno intentaría ser más abierta con las políticas que se reclaman en Chile y la Argentina, porque no son políticas sediciosas ni violentas. Se propone de una manera organizada y sujeta a derecho la mejora en situaciones particulares. Pero hasta que no haya funcionarios que comprendan el espesor del conflicto, el Estado no va a actuar. Yo no estoy a favor del Estado, pero si va a existir que vaya con todo, sobre todo, que sea lo mejor del mundo para sus ciudadanos y no es lo que está pasando con los pueblos originarios de la región. Hay una cuota de cinismo que no se dejó de lado; es el niñito ese que llamaron para recitar No te rías de un colla en Tecnópolis y a la semana la matanza de quoms, no es poco; es la presidenta recibiendo en 2010 a las autoridades de los pueblos y diciendo: Ah, no querés el petróleo pero bien que no soltás el celular, ¿qué es eso?, ¿eso es amor? Para mí eso es un dramón. Ahora, ¿qué hacer?, me gustaría suavizar las dicotomías pero la única manera es animarse al debate, escuchar lo que hay para decir, por ejemplo, respecto a la explotación de Vaca Muerta y no lo digo por amor al quietismo ni alentada por los nuevos ambientalistas Hay un conocimiento acumulado por años que sumado a la voluntad de mejora económica que tiene la presidenta, debería poder acercarnos a decisiones consensuadas y favorables para el país pensado como un todo. ¿Por qué no oír a los mapuches estudiosos, por qué no poner en práctica ese Convenio 169 que tiene jerarquía constitucional, que norma sobre la Consulta libre, previa e informada de los pueblos originarios?
—¿Sus planes a futuro? ¿Qué está leyendo?
—Como dije, este año voy a publicar un libro de poemas. Trabajo en tv y cine documental hace mucho y seguro lo seguiré haciendo. Sé que en algún momento voy a encontrar un tema para meterme y escribir sobre eso; mientras, escribo poesía y huyo de lo ensayístico y lo periodístico y ni hablar a lo narrativo más clásico, no me sale un cuento ni de casualidad. Soy muy caótica para leer, indisciplinada, lo mismo para escribir. Estoy leyendo Revista Mancilla, la nº 6; recién teminé Literatura argentina, de Pablo Farrés, y agarré Margarita (un recuerdo), de César Aira y The sunset Limited, de Cormac McCarthy. De poesía estoy leyendo los libros que reunió Mansalva de Silvio Mattoni en La División del día. Me gusta tener siempre algo de poesía y algo de narrativa a la par. Últimamente estoy muy argentina para leer.