La nueva profesora, Galina, tendría unos 50 años muy mal llevados. Su pelo encanecido y lleno de grasa se pegoteaba a la raíz como un chicle. Los kilos sobrantes se escondían tras una gabardina beige de la que no se desprendía ni en las clases y cuyas solapas estaban cubiertas de chapas nostálgicas del Che Guevara. Las lentes eran negras como las de un ciego y el aspecto general desaseado y sucio.
La vieja vivía en el quinto piso de la residencia de estudiantes porque supuestamente le daba miedo vivir sola en un bloque de apartamentos normal. Acompañé a una amiga para negociar el precio de unas clases extra y de paso para echar un nada disimulado vistazo. La puerta de la habitación 523 se abrió después de que desde el interior alguien descorriera más de 6 cerrojos. Allí apareció ella, con la sempiterna gabardina, las gafas negras y mostrando una amabilidad poco acostumbrada a las visitas. Nos invitó a entrar solo hasta el pasillo. Pude vislumbrar un cuarto lleno de cacharros apilados por todas partes, platos y vasos de un color amarillento, y pegatinas y carteles relacionados con la revolución cubana pegados en las paredes. ¿A qué se habría dedicado aquella tipa en Cuba? Su figura no recordaba a la de una bailarina del Tropicana y tampoco me la imaginaba arrastrándose por los montes con un fusil de asalto.
La vieja sintió la necesidad de explicarse por las excesivas medidas de seguridad que había en el cuarto: desde la llegada de los negros a Rusia el mundo se había convertido en un lugar peor. Uno ya no podía salir tranquilo a la calle por culpa de todos esos chimpancés que vivían en la cercana Residencia de la Amistad de los Pueblos y que habían inundado de drogas y depravación la inocente Rusia. Después de los negros, y siguiendo la tónica habitual, le tocaba el turno a los chinos, unos desalmados que se habían aprovechado del mal momento por el que atravesaba el imperio para instalarse y vender toda su morralla. Al final, mi amiga venezolana no consiguió un mal precio gracias al honorable presidente Chávez, un buen camarada que se preocupaba de los suyos. Los dinosaurios estaban más vivos que nunca.
No tardamos en darnos cuenta de que Galina era alcohólica, pero una alcohólica creativa a la que había que reconocerle el mérito de beber conservando los criterios estéticos. La vieja solía deleitarnos en las clases con la visión de unas películas soviéticas estropeadas, que emitían un ruido similar al de un avión al despegar. Pronto comprendí por qué.
Transcurrida media hora de la película, la silla de Galina comenzaba a echarse hacia atrás con un enorme chirrido. Nos girábamos hacia ella, pero la mujer permanecía imperturbable detrás de las gafas negras. Avanzaba la película y proseguían los chirridos de la silla, empujada poco a poco hacia detrás. De repente, el gordo perfil había desaparecido detrás de los cortinones y a contraluz se divisaba a la vieja con su brazo levantado y echándose al coleto una botella de vodka. Después del lingotazo, Galina salía impertérrita de detrás del telón como quien no quería la cosa y la silla volvía a crujir bajo su peso, aunque esta vez en sentido inverso. Terminada la película encendía las luces y procedía a dar las correspondientes aclaraciones gramaticales sin que se le moviera ni un pelo. El grupo teutón se daba codazos como si fueran una panda de capullos pioneros soviéticos, asustados a esas alturas por el consumo de alcohol en horario laboral pero, en realidad, Galina cumplía a la perfección con su cometido. Aunque su aliento apestase a desinfectante.