Cumplo 121 días en Nueva York y ya soy un fantasma más. No lo he celebrado, pero sí me gustaría confirmar que esta ciudad no existe o, mejor dicho, no existe como yo esperaba, que para el caso. No trate de perseguir el fulgor que acaba de doblar la esquina, en realidad, tal cosa no ha ocurrido. La fiesta, como siempre, está en otra parte y ningún taxi amarillo sabrá llevarle hasta ella esta noche. Si, a pesar de todo, se empeña, el portero le hará pasar por el aro de la banalidad con la gracia de un león senil en un circo de las afueras y ya no habrá fiesta, sólo desolación y cocktails minúsculos a 20 dólares.
Un día iba en el metro –una experiencia exclusivamente neoyorquina- y una mujer leía una crónica de Afganistán en la portada del New York Times. En la foto, un marine lanzaba un mortero convertido -por la velocidad de obturación- en una alargada y atómica pelota de fútbol americano. Nueva York, la ciudad donde las noticias de internacional vienen de provincias y la información local cuenta qué le pasa a este mundo.
Un conocido mío, veterano de la guerra de Irak, fue atacado con cubos de basura por empleados de un McDonald’s de Brooklyn y todo por quejarse de que no le dejaran estar en el local con Tuesday, su perro lazarillo. ¿No lo ha notado? Analice cada elemento de la historia: es la locura total.
Confío en la gente que me habla con nostalgia de cuando soplaban las balas sobre Broadway y en cualquier momento uno podía morir asesinado o, aún peor, atracado y luego asesinado. Nueva York era un paraíso trufado de minas y ratas. Uno saltaba por los aires o moría devorado en un instante o eso dicen. Las ratas no se han ido, pero ahora, en los callejones resplandecientes de Times Square, el personal arrincona a la muerte en las esquinas y la acuchilla sin piedad con tarjetas de crédito.
El aburrimiento acabará con la civilización occidental.
El presidente de la universidad en la que estudio es un criminal de guerra y el palestino que me prepara los bocadillos en la tienda de abajo de casa me hace unos trucos de magia fantásticos. A veces, sólo las historias de la retaguardia saben explicar qué está pasando en el frente.
No he conocido un lugar más real ni una realidad más sucia. La canción de amor ha quedado un poco oscura, pero las baladas facilonas dan la puntilla a los amores pasajeros. En serio, lo mío es más fantasmal.