La camarera rubia se inclina levemente sobre la barra como si quisiera inspeccionar de cerca la kipá que corona el cráneo ilustre y calvo del señor de voz débil que quiere dos vodkas. Me juego un brazo a que es rusa y, por cuestión de raro orgullo, me iré sin preguntárselo. En casa, mientras escribo esto, pienso en que quizás era polaca, pero luego lo descarto al primer fogonazo de Shoah y sus vecinos de Treblinka pasándose el pulgar por el pescuezo para recibir a los pasajeros de los trenes nazis de la muerte. Dudo que el jefe de la camarera, un cincuentón malhumorado de kipá diminuta, entrado en carnes forradas por un delantal de charcutero y que se maneja por las mesas revisando la labor de su legión de camareros mexicanos, contratara a una polaca en una boda judía ortodoxa de Brooklyn con los más de 150 invitados que observo desde mi rincón en la barra libre.
–Podría hacerle un sex-on-the-beach –anuncia ella con una inocencia que se pagaría a precio de oro en el mercado negro de jóvenes rubias.
–¿Un qué? –se defiende aturdido el respetable abogado o médico o profesor o científico o pequeño empresario que quiere dos vodkas.
–Es un cocktail de vodka con zumo de naranja, arándano…
–Sí, eso está bien –responde suavemente como si quisiera enterrar de una vez por todas el asunto de los dos vodkas que le ha pedido su mujer sentada decorosamente en alguna mesa de este salón enorme.
La camarera de las afueras de Vladivostok o de los arrabales de San Petersburgo o de cualquiera de esos nombres fascinantes y fríos prepara los sex-on-the-beach y luego me mira, me sonríe ajena a todo y me pregunta si quiero otro gintonic. ¿Por qué no?
En el centro de la pista de baile, los novios están sentados en sillas de madera y las dos familias judías que hoy sellan su unión bailan, más entregadas que los amigos o los invitados de última hora, en torno a ellos. Las mujeres, con esa soltura que sólo regalan en los momentos verdareramente importantes de la vida, desde el parto hasta el tanatorio, inician una danza de la fertilidad al ritmo de una música salvaje que me recuerda a una Sarajevo bajo la nieve y a un puñado de músicos errantes. Los hombres beben o aplauden o bailan, pero desde su isla de apariencias que guardar, de falsa respetabilidad o fortuna vieja que honrar. Me siento en las escaleras del escenario, debajo de una banda portentosa que igual toca un soul lento que un clásico klezmer, y mientras busco el encuadre de los novios en sus sillas, veo cómo son engullidos por la muchedumbre y luego levantados, con una cierta rigidez en las caras, hasta casi rozar los ventiladores, como si fueran José Tomás saliendo de una Monumental retomada con la Plaza de España en el horizonte.
Como casi siempre, en los márgenes de la historia oficial, uno encuentra al chaval solitario que piensa equivocadamente que así va a ligar y a la abuela del novio en su silla de ruedas, robándole guateques a La Inevitable, mientras su mucama del sur de Río Grande le acaricia la mejilla. Me detengo en la anciana y en su halo y en su mirada digna y deformada por un desprendimiento de retina y pienso que la etiqueta en su silla y los años que creo que tiene la harán dormir esta noche en una residencia, pero también la convierten en una auténtica viajera del tiempo apabullante del siglo XX y del tiempo líquido de su hermano impar y zurdo en el que vivimos. Sé, porque investigué la vida de su familia, que su cuñado murió en la Guerra Civil Española y sé que, si indagara más, encontraría cosas indecibles.
La camarera rusa vigila con celo el estado de mi gintonic y despacha a dos niñas tontas con sendas copas rebosantes de vino tinto. En la otra punta de la barra, su compañero mexicano (me gusta la geometría de la equis frente a la estoicidad de la jota) se ríe y le dice que no las llene tanto como si eso fuera a importarle a una hija de Trotski y de Tólstoi que alguna hizo autoestop en una carretera desolada y más tarde pasó el control de pasaportes del JFK sin arrugar un músculo.
La boda se desliza hacia sombras que se mueven por el parking y copas medio vacías regando las mesas. Ya no hay nada que grabar. Salgo a caminar por Park Slope en busca de un taxi. Se para un ángel de la guarda dominicano y me subo a su coche negro que cruzará Brooklyn en mitad de la noche.