Departíamos amigablemente mi hermano y yo en una apacible sobremesa del pasado mes de agosto, recostados los dos en sendas tumbonas al borde de la piscina, cuando surgió el tema de la comida en España. Mi hermano comentó admirado el banquete que unos días antes había tenido en casa de su cuñado, organizado al buen tuntún, con los platos que unos y otros habían traído: una ensaladilla rusa, unas croquetas de jamón, unos boquerones en vinagre, unas habas enzapatás, unas vieiras con espuma de nécoras, una bandeja de centollos a la marinera, un buen surtido de quesos y embutidos, natillas, arroz con leche, fruta del tiempo… No recuerdo toda la enumeración y tampoco me detengo en las detalladas descripciones que mi hermano, con su habitual elocuencia, me hizo de aquel pantagruélico banquete, pero al final no pude por menos de decirle que esa comilona era el claro reflejo de un país rico y hedonista. Y añadí que esto del buen yantar en España era cosa relativamente reciente. Mi hermano me lo negó y entonces yo le recordé los muchos libros de viajes escritos por extranjeros que durante todo el siglo XIX y parte del XX despotricaban contra los malos mesones y las peores comidas que se encontraban en sus viajes por la península.
-Eso lo decían porque eran unos paletos y unos ñoños -replicó mi hermano. En España se ha comido siempre bien. Sin la abundancia ni el derroche de ahora, pero bien.
No le quise contradecir abiertamente, pero volví a repetir la opinión de algunos viajeros románticos y cómo todos ellos coincidían en que las comidas españolas eran grasientas y escasas, sin ninguna variedad, aburridísimas. Le cité a Larra y le recordé ese banquete que tuvo que sufrir en casa del Castellano Viejo…
-¿Larra? Un afrancesado aún más ñoño que los que visitaban España por aquella época. ¡Cuidado! No te digo que esa España fuera una maravilla, pero en el plano gastronómico no creo que tuviera que envidiar a nadie.
El patriotismo de mi hermano me divertía y, con retintín, le dije que a lo mejor el testimonio de tantos criticando la gastronomía española era una manifestación más de la leyenda negra.
-Pues no sé lo que será, pero a mí me basta con aplicar la lógica. Si nuestra gastronomía era tan poco versátil como aseguraban esos viajeros del XIX, ¿cómo es que casi cada pueblo tiene un queso distinto y cada región de España infinidad de platos que en nada se parecen unos de otros? ¿Acaso se inventó ayer la chacinería española? ¿Sabes cuántos tipos de chorizo existen? ¿O de jamones? No quiero abrumarte enumerándote platos, pero ahí van algunos, a cual más distinto: el cochinillo segoviano, el pote gallego, la fabada asturiana, los arroces valencianos, el gazpacho andaluz, los garbanzos de Fuentesaúco, las migas manchegas, la butifarra catalana… La repostería es famosa desde la Edad Media. Hay docenas de turrones diferentes, de mazapanes, de rosquillas. Y si me pongo a hablar de recetas de pescados no acabo. Eso no se inventó ni ayer ni anteayer. La cocina va por modas, como todo, y desde el siglo XVIII se impuso la moda francesa en todas las costumbres, incluida la culinaria. Tú que lees tanto, ¿por qué no le echas una hojeada al libro de Néstor Luján sobre la gastronomía española? Ahí comprenderás la riqueza inmensa de nuestra cocina…
Mi hermano continuó todavía un rato más y a mí no me quedó más que pedirle por favor que parara porque me estaba entrando otra vez hambre. Poco después llegó Gemma, su mujer, y nos trajo unas galletas con el café: unas galletas María Fontaneda, comme il faut.