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Una café en el Raffles

 

Aquella noche no se pareció en nada a aquella otra de principios de marzo, cuando una americana que había conocido en una discoteca-prostíbulo de Phnom Penh se metió en mi vida yéndose a Kep, mi lugar en aquellos tiempos de residencia, por espacio de cuatro días. Aquella tarde primaveral, que en Camboya es sinónimo de horno, yo no sabía lo que quería. Hasta estaba indignado. Preocupado. Violento. Todo lo contrario que una mañana de noviembre, donde me presenté en el hotel Raffles con cierta antelación, examinando un hotel donde meses antes Flower y yo hicimos uno de nuestros primeros actos públicos: fue en aquella piscina ultra pija donde algunos bañistas se vieron obligado, al menos, a mirar para otro lado.

 

La cita era en el Elephant, un bar inglés donde alguna vez fui a tomar algún bloody-mary y a darle a la tecla. Nada más llegar, a eso de la diez menos diez, corroboré que aquel bar abría sus puertas por la tarde, por lo que me apresuré a la puerta principal del Raffles, donde ejecuté paseos extraños, con un ojo puesto en la insidiosa moqueta y el otro en los cristales, que por limpios, me permitían dominar un exterior donde Flower estaba a punto de llegar. Y mientras tanto la misma cantinela de los hoteles orientales, tan permisivos con lo que aparenta esclavitud por el hartazgo.

 

–Señor, tome asiento.

 

–Me lo ha dicho ya cuatro veces. Prefiero caminar un poco.

 

Por supuesto llegó tarde. Hecho que ocurría a menudo y que en tiempos emparejados me sacaba de quicio. Pero esta vez me dio igual, preparando una cita que debía ser una balsa de aceite; algo realmente dificultoso si tenemos en cuenta que Flower apareció de manera abrupta: seca, borde, algo fea, muy colorada por culpa del sol tomado en aquellos días en Indonesia, e irascible.

 

Nos abrazamos levemente y nos sentamos en la cafetería del lobby, donde tomamos tres tristes cafés –ella dos y yo el restante, acompañado de una botella de San Pellegrino– y comenzamos a charlar con metro y medio de distancia entre nuestros cuerpos.

 

La conversación fue penosa. Parecíamos recién divorciados rejuntados por obligación en una isla desierta, de esas que sólo disponen de una palmera con un par de cocos. Por lo que tras una hora donde aparecieron las clásicas tiranteces –así debe ser Flower ahora en Boston: una mujer reservada, que toma cafés acompañada con una mesa gigantesca de por medio haga el acto o deje de hacerlo– decidimos ir a comer, otro asunto peliagudo teniendo en cuenta que la majestuosa inteligencia de Flower era exactamente lo contrario a su capacidad culinaria, un auténtico asco.

 

En Deco, un restaurante a la moda donde no se come mal pero tampoco bien, consumimos un par de bloody-mary antes de una botella de tinto que se le atragantó en el momento que le agarré sus manos, que comenzaban a infectarse de las mías. Las negó, no sin antes volverse medio loca gracias a un comentario que hice sobre nuestro amor que no le cayó muy bien: yo le dije que ya veríamos qué íbamos a hacer pero que se olvidara de hacer el acto, justamente lo negociado durante semanas. Pero claro, vernos el uno junto al otro, consumiendo alcoholes a cholón, no ayudó a estabilizar las cosas.

 

Cuando la cita se tambaleaba –no probó bocado– decidimos salir de allí para tomar otro café –excitantes y vino: el auténtico cóctel molotov– cuando Flower tomó la iniciativa llevándome a un nuevo escondite que ya pertenece a nuestra explosiva historia: The Governor’s House, un hotel coqueto que disponía de los ingredientes adecuados para que la mecha se prendiera en una espiral de sexo, vino y fuego interior: jardín, asientos confortables, ningún cliente y un par de botellas de Chenin Blanc sudafricano. Antes de terminar la primera botella ya nos habíamos entrelazado como dos pulpos contorsionistas. Y durante la segunda ampolla faltó el canto de un duro para que hubiéramos abierto otra página más en nuestro jadeante historial de sexo en público. Ella quería y yo no es que no quisiera, sino que me había prometido insistentemente tomarme las cosas con más tranquilidad. Borrachos como cubas Flower me llevó al Sonoma, un restaurante de ostras vietnamitas penoso a más no poder, donde nunca se mezclaba el olor del marisco con el de su pubis: encharcado. Como podrán asumir aquello no era una cena normal; como poco manca. Por lo que era imposible que esa situación no acabara en acto. Sobre todo porque el Pinot Noir neozelandés también saltó por los aires en cuestión de minutos.

 

Ya en su casa procedimos a deleitarnos con nuestro enorme empuje y amor, conjuntados como los medalla de oro por parejas en patinaje sobre hielo que sonríen a la cámara mientras ella, tras tres saltos mortales con tirabuzón, se abre de piernas sobre el cuello de él. Juro que a la mañana siguiente mi glande había cobrado vida. Porque su PH vaginal era lo que realmente necesitaba y su cerebro ya menos. A ella le ocurría exactamente lo mismo. O eso espero. Dormimos al borde de la asfixia, por culpa de que montó medio pectoral izquierdo en mi derecho cuando llevaba semanas durmiendo a solas; y así hasta la mañana siguiente donde terminamos por hacerles ver a los vecinos del edificio que había vuelto a casa, y ambos al redil. Desde aquel día nunca pernocté en mi hotel, donde sólo iba a por ropa y libros. Poco a poco iba trayendo calzoncillos, camisetas, mientras ella me vaciaba por dentro. El amor revivió, si es que alguna vez estuvo muerto, si acaso latente. Y la verdad: aquellos dos últimos meses fueron lo más parecido a la perfección. Por supuesto, yo le reprochaba sin cesar no sólo el que se fuera, que también, sino que me hubiera llamado, en una cruenta cuenta atrás en donde cada día perdido era real y cada página del almanaque arrancado amenazaba con un triste adiós.

 

Aquella mañana nos duchamos de manera reiterativa, asumiendo que aquella ducha era necesaria, cuando yo la enjabonaba y ella a mí, pensando en que quedaba todo el día por delante, uno menos, con esas toallas tan familiares que comenzaron a valernos para alargar nuestros tocamientos. Luego me fui por donde vine, flotando, con los vecinos –una familia francesa– mirándome con un ojo abierto y otro cerrado por esa corriente absurda de la sociedad que ejecuta al que triunfa y se ríe del que fracasa. No hay espacio para los buenos. Y mucho menos para los que follamos de madrugada a grito pelado.

 

Cada noche, irremediablemente, Flower y yo nos veíamos y pernoctábamos. Incluso cuando ella salía –había mejorado de manera ostensible sus malos hábitos repudiando ciertas facetas de su anterior vida en donde escualos de la mediocridad le hacían ahogadillas consentidas de semanas de duración– me acababa llamando, a unas horas aún decentes, que era cuando yo me presentaba en su casa con dos botellas de vino y un pene mediano que acababa por desbordarse antes de casi tomar asiento. De Cynthia no se hablaba, porque lo que padecí no tuvo nombre. Pero un día tuve que tomar el timón. La borrasca que generé no mostraba isobaras, sino agujeros negros.

 

Porque antes de terminar de asentar una despedida anunciada –se volvería a Boston un dos de enero– quise saber, por primera y única vez, qué había sido de aquel cáncer con piernas que se entrometió, con su permiso, en nuestra relación psiquiátrica. De nuevo las botellas de vino mediaron en su actuación, en donde lloró, pataleó y me negó desde la mayor a la menor. Luego, y en un arranque entre adolescente e ibérico, me marché a mi hotel. Fui al última vez que casi duermo en aquel zulo, al menos estando con ella, ya que a los veinte minutos, y cuando las putas me rodeaban como enjambres de avispas rabiosas, recibí su llamada, la enésima, que suele ser la que contestas. Y sí, decidí volver a su hogar, a ahogarla en semen y amor, a descansar de manera ultra plácida, a desayunar juntos y desnudos, a besarnos con parsimonia y sin descanso. Porque aquellos días, juntos con los iniciales, fueron un auténtico milagro: seguramente el mejor momento de una relación que como un reloj de arena, veía perder sus últimos granos al compás de unos corazones que en vez de depreciarse se volvían aún más arrítmicos. Volvimos a amarnos. A grito pelado. Que para una medio judía conservadora de la costa este americana no era poca cosa.

 

 

Joaquín Campos, 01/09/14, Phnom Penh.

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