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Una caja de sorpresas

 

Ahora el nuevo ministro de Justicia va a ser Catalá, lo que aparte de henchir de gozo a Pedro Sánchez, el paladín de las mujeres de España, quien se arroga ya por tradición el título casi igual que el coronel Kurtz se dejaba adorar por los aborígenes (ayer, oyéndole hablar de Gallardón, a uno incluso le pareció escucharle susurrar: “el horror, el horror…”), debe de haber descolocado a la tropa separatista después de haberlo hecho con la unionista. El gobierno, y la oposición y hasta Podemos (que callan inmersos en su génesis: la misma selva silenciosa que recorre el barco del capitán Willard) se han puesto en modo elecciones y empiezan a soltar lastre, unos, y otros a subir el tono del amarillismo, que en el fondo es lo mismo de siempre, como las estaciones. Uno ha estado leyendo los periódicos y ha visto a catalanistas, en racimo, colgados del clavo de la singularidad catalana a la que se refería el próximo oficial sin mencionar, por supuesto, su rechazo frontal al soberanismo. Esto a Sánchez le tiene que sonar bien, o mal pues a ver ahora que se inventa para colocarse enfrente como le corresponde por contrato, y a Artur le debe de sonar igual que siempre instalado allí en lo alto y en un extremo, asomado al vacío como una gárgola. De momento Catalá, más que un ministro, parece una ficha inanimada en contraste con la entidad de su antecesor, por si alguien desaparecido de España durante los últimos veinte años no la conocía, reflejada en esa firma pública del finiquito donde se ha expuesto a los pitos y a los aplausos como aquella vez Mourinho, otra entidad, en el Bernabéu. Pero para entidades la de Soraya, a quien uno ve bajando el pulgar en la tribuna ante un Gallardón sudoroso y ensangrentado en la arena (mientras un Rajoy crepuscular parece ir retirándose a sus aposentos), y a la que se le vislumbra en la mirada, sin revelársele, el futuro de España tan claro como oculto lo lleva en el caletre, lo cual, a pesar del misterio, incluso de la inquietud que pueden producir esos ojos, le da a uno cierta «sensación de solidez, de continuidad en el pasado y todo lo demás…”, como decía aquel dependiente de Tiffany’s a propósito de una caja de sorpresas.

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