Los escritores verdaderos son fruto del azar y a menudo huyen de un destino que les persigue y finalmente les atrapa. Arturo Barea –para quien, con todo merecimiento, un grupo ciudadano pide una calle en Madrid– se vio envuelto en tres guerras (en tres derrotas): la de África, la Civil y la que libró contra la miseria en la que nació, de las que fue testigo con su trilogía, La forja de un rebelde, una obra con un tremendo hechizo y, sobre todo, rabiosamente personal. Es probable que Barea nunca quisiera hacer literatura sino hablar de la realidad que le tocó vivir y lo hizo con un lenguaje escueto, descriptivo, parco en muchas ocasiones (formalmente, nada más allá de Galdós). El resto de su obra, incluida la novela La raíz rota, tiene poco interés.
La trilogía se publicó por primera vez en inglés, entre 1941 y 1946, por la editorial londinense Faber & Faber y parece que el original castellano –o buena parte– se perdió, por lo que cuando la editorial argentina Losada quiso publicarla a comienzos de los cincuenta hubo que retraducirla al español, y tal vez ese sea el secreto de que una obra imperfecta y descuidada adquiriera un tono tan peculiar y prosaico, entre el atestado y la charla de café con amigos, pero que ofrece un friso tan auténtico de las primeras décadas del siglo XX. Detrás del Barea escritor hay una misteriosa mujer, Ilsa Kulcsar, traductora –y retraductora– de sus obras, que se publicaron en inglés antes que en español –excepto un libro de relatos durante la guerra–, y su compañera y acicate durante veinte años, hasta la muerte del autor en 1957.
Siempre me he preguntado por qué Barea, en noviembre de 1936, se empeñó en permanecer en la Telefónica, al frente de la censura para los corresponsales extranjeros, mientras el Estado se desmoronaba y el Gobierno huía a Valencia. En la tercera entrega de la trilogía, La llama, narra su entrevista con Luis Rubio Delgado, jefe de la censura, que le anuncia que se va con el Gobierno, le entrega la paga de dos meses y le conmina a clausurar las oficinas y a salvar el pellejo, no sin antes pedirle que le cubra la retirada manteniendo la noticia en secreto durante veinticuatro horas. Franco está entrando en Madrid, se lucha en algunas calles y Barea busca desesperadamente una autoridad que legitime su decisión entre el caos de una ciudad que se prepara para resistir. Dudo que fuera un acto de altruismo, cercado como estaba además por un matrimonio roto y una amante despechada, sino una huida hacia el interior.
En una guerra a la que acudieron los grandes periodistas e intelectuales de la época –“La edad de oro de los corresponsales en el extranjero”, la denominó Hugh Thomas–, contar con el testimonio del otro lado, permite imbuirse en el mundo de la Telefónica, conocer con detalle el funcionamiento de la censura y la vida cotidiana de los periodistas. Barea se instala en la Telefónica, duerme en un camastro y se alimenta de café y cigarrillos, hasta que cae enfermo. John Dos Passos le calificó de “cadavérico” y Sefton Delmer apuntó que tenía “surcos profundos de amargura alrededor de la boca”. Herbert Matthews le enseñó un grano de su nariz para que le permitiera mandar los gastos médicos de un tratamiento contra los sabañones a su redacción y no sospechara que era una treta para enviar información no autorizada. Mijaíl Koltsov le acusó de haber dejado pasar datos sensibles y le dijo que merecía ser fusilado. Su jefe, desde Valencia, jamás le perdonó la usurpación y finalmente Constancia de la Mora y los comunistas se hicieron con el control de la censura y le desplazaron.
Cuando Ilsa llegó a Madrid, a finales de noviembre, de la mano de Louis Delaprée, corresponsal de Paris Soir, Barea la describió como desastrada, demasiado ancha de hombros y carente de belleza, pero su determinación y su conocimiento de idiomas –sobre todo de inglés, que Barea entendía con dificultad– le decidieron a emplearla y poco después a refugiarse en sus brazos. Ilsa no era una burócrata sino una activista tenaz en sus principios y convenció a Barea de que sólo dando aire a los corresponsales y permitiéndoles mayor libertad en sus crónicas, aunque reflejasen las derrotas, sería posible ganar adeptos para la causa republicana. Es la época dorada de la edad de oro de los corresponsales.
En su libro Hotel Florida (Turner, 2014), Amanda Veil aporta nuevos y reveladores detalles –al menos yo no los conocía– de la trayectoria de Ilsa, que había huido con su marido, Leopold Kulcsar, de Austria a Checoslovaquia. Abandonados por los comunistas, se afiliaron al partido socialdemócrata de los trabajadores, más moderado. Leopold colaboró con las autoridades republicanas españolas e Ilsa se trasladó a Madrid para seguir la lucha. En una ocasión, mientras estaba con Barea, fue detenida porque alguien la acusó de trotskista, aunque enseguida fue liberada.
En diciembre de 1937, Leopold se encontró con Ilsa y con Barea en Barcelona: tenían que huir a toda prisa. Los integrantes de la célula que habían constituido en Viena hacía años estaban muriendo en extrañas circunstancias. Uno de ellos era un joven inglés de modales aristocráticos aspirante a periodista, Harold Kim Philby. Los comunistas estaban haciendo desaparecer a todos los miembros del grupo, que podían poner en peligro la misión del agente que llevaban preparando tanto tiempo. Philby era entonces un reportero que cubría la guerra con las tropas franquistas, complaciente con las autoridades sublevadas. Había logrado convertirse en corresponsal de The Times y estaba a punto de ingresar en los servicios secretos británicos. No podía quedar ningún testigo de aquellos años de militancia izquierdista de Philby, que minuciosamente había borrado su pasado siguiendo órdenes de Moscú. A comienzos de 1938, Leopold Kulcsar murió en Praga, posiblemente envenenado, según les escribe su madre, que insiste en que deben abandonar inmediatamente España.
Ya en el exilio de Inglaterra, muchos años después, cuando se desenmascaró al doble agente Philby y éste se pasó al otro lado del telón de acero, Ilsa descubrió a su antiguo compañero de viaje y fue consciente del peligro que corrieron. Arturo Barea había muerto unos años antes.
Ilsa Kulcsar y Arturo Barea en Inglaterra.