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Una cata de poder. Historia de una mujer negra

 

Introducción

 

 

Esta es la crónica de la vida de una muchacha negra en Estados Unidos. Mi vida.

 

Estas páginas reflejan mi vida como la viví, mis pensamientos y sentimientos como los recuerdo. También están aquí mis intercambios personales con otros. Al reconstruirlos, he confiado en mi conocimiento de las opiniones mantenidas, y en mi evocación de las ideas y palabras específicas que se articularon en cada contexto.

 

La memoria parece un espíritu frágil. Quizá es un río de realidad que reúne sueños y deseos, y cambia en su discurrir. En cualquier caso, he tratado de ser fiel a los hechos tanto como al sentimiento.

 

 

 

1. Asunción

 

—Dispongo de todas las armas y de todo el dinero. Puedo afrontar desafíos tanto externos como internos. ¿No es así, camarada?

 

Larry respondió con brusquedad a mi pregunta retórica:

 

—¡Así es!

 

Su cuerpo musculoso se inclinó levemente mientras se recolocaba la 45 automática por debajo de la cazadora.

 

Yo estaba sobre el escenario y tenía a Larry a mi lado. Muchos Hermanos clave de los equipos de seguridad nos cubrían las espaldas. A mi izquierda, podía sentir a Big Bob, el guardaespaldas personal de Huey Newton, con sus más de dos metros y sus ciento ochenta kilos. Frente a mí, extendiéndose hasta el fondo del auditorio, centenares de miembros del Partido Pantera Negra, un mar de rostros, sobre todo masculinos. Hombres y mujeres negros del Comité Central del Partido y de distintos cuadros locales del West Side de Chicago, Filadelfia Norte, Harlem, Nueva Orleans, Los Ángeles, Washington D. C. y otros lugares. Habían acudido aquel mes de agosto de 1974 a Oakland por orden mía.

 

Los observé con atención y comprobé que nadie se había movido en respuesta a mis primeros comentarios. Ahí estaba yo, una mujer, proclamando el poder supremo sobre la organización más militante de Estados Unidos. Me resultaba natural. Me había pasado los últimos siete años entregada en cuerpo y alma al Partido Pantera Negra, los últimos cuatro como mano derecha de Huey.

 

—No os he reunido hoy aquí para amenazaros, camaradas –continué–. He convocado este encuentro solo para que conozcáis la realidad de nuestra situación. El hecho es que el camarada Huey está en el exilio y que voy a ocupar su lugar hasta que sea posible su regreso.

 

Les concedí un momento para que comprendiesen lo que implicaban mis palabras.

 

—Os cuento esto porque es posible que algunos de vosotros os mostréis reacios a que una mujer dirija el Partido Pantera Negra.

 

Hice una pausa y respiré hondo.

 

—Si esa es vuestra actitud, lo mejor será que abandonéis el Partido Pantera Negra. Ahora mismo. También os cuento esto porque en nuestras filas puede haber algunos individuos ambiciosos capaces de organizar un golpe de Estado.

 

Hice de nuevo una pausa. Nadie abrió la boca.

 

Incliné la cabeza a un lado, y proseguí del modo que sabía necesario.

 

—Si eres uno de esos individuos, más te vale correr, ¡y lo más deprisa posible! Como coordinadora, seré yo quien mande en el partido desde este mismo instante. Mi jefatura no puede ser cuestionada. Dirigiré el partido tanto en lo público como en lo clandestino. Dirigiré el partido no solo para lograr nuestros objetivos, sino también para defenderlo por todos los medios posibles.

 

Lo entendieron. Dos meses antes me habían nombrado presidenta, y me convertí en el segundo miembro más importante del Comité Central. Nominalmente, solo era la segunda del ministro de Defensa, cargo que ocupaba Huey. En realidad, Huey Newton era el jefe absoluto del Partido Pantera Negra. Y ahora lo sustituía yo. Lo entendieron.

 

—Juntos vamos a hacer avanzar esta revolución a pasos agigantados, aunque, desde luego, siendo muy conscientes de que quizá tengamos que retroceder un paso para poder avanzar dos. Como habíamos empezado a hacer antes de que forzaran al camarada Huey a exiliarse, vamos a continuar con la consolidación de nuestras iniciativas en una ciudad, en esta ciudad. Oakland es la cuna del partido. Oakland será la cuna de la revolución en Estados Unidos. Y será así a pesar de los cerdos. Será así a pesar de los déspotas mezquinos que dicen ser nuestros camaradas. Será así a pesar de las críticas de esa izquierda infantil que no ha conseguido nada. Se llevará a cabo a pesar de los tambores vudú de los supuestos nacionalistas negros.

 

Vi que algunos Hermanos entrechocaban las palmas de las manos en gesto de reconocimiento. Una contenida risa de aprobación estremeció al auditorio. Caminé de un lado a otro del escenario enfatizando expresamente mis palabras con el sonido de los tacones de mis botas negras de cuero. Puntuaba cada frase con una señal dirigida a cualquiera de los soldados que estaban conmigo en el escenario, apoyándome en ellos.

 

—Se llevará a cabo, porque pueden exiliar a un dirigente revolucionario, pero no a la revolución. ¡Avanzaremos con la celeridad precisa! Repito, controlo todas las armas y todo el dinero del partido. No habrá oposición interna ni externa que no esté dispuesta a resistir y sofocar. Me enfrentaré con firmeza a todo aquel o aquello que se interponga en el camino. De modo que si no os gusta, si no os gusta el hecho de que yo sea una mujer, si no os gusta lo que queremos hacer, os brindo la oportunidad de marcharos. ¡Y lo mejor será que os marchéis, porque no habrá tolerancia!

 

Señalé a Larry.

 

—El camarada Larry Henson es nuestro nuevo Jefe de Estado Mayor. Es el sustituto de June Hilliard, quien ha sido expulsado. Siguió demasiado de cerca los pasos del anterior presidente de nuestro partido, Bobby Seale. No temáis estos cambios, camaradas. Al fin y al cabo, es el cambio lo que buscamos. Como dijo el presidente Mao: “¡Que broten mil revoluciones!”. El cambio es bueno. Tenemos que dar la bienvenida al cambio. ¡Los que se resistan al cambio serán barridos junto al polvo intrascendente de la historia!

 

Hubo un coro estruendoso de “¡Así es!”.

 

—Juntos vamos a tomar esta ciudad. Haremos de ella una base para la revolución. Los cerdos nos mirarán con asombro. Nos mirarán, pero serán incapaces de enfrentarse a nosotros. Vamos a establecer aquí un ejemplo revolucionario. Y el ejemplo que impongamos en Oakland será la chispa que incendie la pradera. Llevaremos nuestra antorcha a otra ciudad, y luego a otra. Y cada vez, en cada lugar, la gente tomará la iniciativa de nuestras manos, la vanguardia revolucionaria. Igual que la gente ha solicitado e institucionalizado nuestros programas de Desayuno Gratuito para Niños y para combatir la anemia falciforme, exigirá una sanidad socializada y viviendas decentes. Y no tardarán en tomar el control de su maquinaria política local. Entonces abordarán la estructura económica de cada ciudad. Poco a poco, ciudad a ciudad, irán cercenando las bases del capitalismo. Finalmente, llegará un día –no viviremos para verlo, camaradas–, pero llegará un día en el que la gente se dará cuenta de su poder, y la maquinaria de los cerdos resultará incapaz de satisfacer sus demandas.

 

¡Entonces será cuando la gente, los negros, los blancos pobres y los oprimidos de todos los Estados Unidos de América se alzarán como una poderosa marea, limpiarán esta primera línea de playa hasta no dejar ni rastro del capitalismo y del racismo, y harán la revolución!

 

Rompieron a aplaudir con fuerza, de un modo cada vez más estruendoso, hasta que, de pronto, se levantaron. Las Hermanas y los Hermanos se pusieron en pie. Cuando cesó la ovación y volvieron a tomar asiento, dejé de contener la respiración y continué:

 

—Pero ahora, camaradas, debemos dar el siguiente paso. Debemos establecer en Oakland un campamento base para la revolución. Por eso no podemos tener conflictos internos. Tenemos que movernos. Así pues, pongamos manos a la obra, camaradas. Volved a vuestras secciones y delegaciones con dedicación renovada. El Comité Central no tardará en emitir órdenes e informes referentes al nivel de cada delegación. Muchos de vosotros y de los vuestros tendréis que regresar a la base. Pongamos manos a la obra y preparemos el regreso del camarada Huey. ¡Pongamos manos a la obra y preparemos el arranque de la revolución!

 

Alcé el puño y grité:

 

—¡Todo el poder para el pueblo! ¡Poder Pantera a la vanguardia!

 

Se pusieron en pie con los puños alzados a modo de saludo:

 

—¡Poder para el pueblo! ¡Poder para el pueblo! ¡Poder para el pueblo!

 

Las sensaciones que me inundaron mientras hablaba fueron bautismales. Hubo algo en aquel momento que compensaba toda la rabia y el dolor de mi vida. Paradójicamente, se produjo tras la desesperanza abismal experimentada apenas dos semanas antes.

 

Charles Garry –el abogado de Huey– y yo estábamos esperando en la cárcel del condado de Alameda para llevarnos a Huey de vuelta a casa. Gwen, a quien Huey, para mi disgusto, había empezado a referirse como su esposa, también estaba allí. Observábamos a Huey. Iba y venía por la celda situada en uno de los rincones de la sala de procesamiento policial. Soportaba nerviosamente los trámites del proceso para ser puesto en libertad bajo fianza. Capté un aire de satisfacción arrogante en su rostro. “Que se joda Callins”, decía su leve sonrisa.

 

Callins era un sastre negro que intentó hacer negocios con Huey. Deseaba ocuparse de sus trajes y de los de algunos Hermanos del partido. Sin embargo, se negó a rebajar el precio, tal como le pidió Huey. No contento con eso, quiso discutir la cuestión con él, y no se le ocurrió otra cosa que presentarse en su apartamento. No tardó en estallar la violencia. Huey fue arrestado y acusado de golpear a Callins con una pistola. Todo eso había sucedido aquella misma noche. Estábamos allí para pagar su fianza.

 

Al percibir la irreverente actitud de Huey ante todo aquel asunto, me di cuenta de lo poco que también a mí me importaba Callins. No era ni hombre ni víctima. Yo había llegado a creer que todo se equilibraría gracias al fin revolucionario. Del mismo modo, era consciente de que preocuparse por Callins resultaba demasiado costoso, sobre todo en lo concerniente a mi posición en el partido. Sí, pensé, que se joda Callins.

 

Por otro lado, no sentía la menor urgencia de que Huey saliese de la cárcel. Necesitaba descansar de él.

 

No obstante, decir que amaba a Huey, incluso en aquel momento, sería quedarse corta. Amaba sentirme amada por él. Amaba la protección que ofrecían sus brazos poderosos y sus intrépidos sueños. Amaba su belleza, sensual y vigorosa al mismo tiempo. Amaba su genio y el modo resuelto en que se valía de él. Amaba que fuese el sueño de lo que debía ser un hombre para los propios blancos, sueño que lograban ocultarse a sí mismos, salvo cuando él les hacía frente, a ellos, a sus reglas y a su mundo. Amaba sus nalgas prietas, sus hombros anchos y su piel limpia. Amaba ser la reina de su mundo, porque él había forjado un mundo nuevo para los osados. Sin embargo, junto a él llegué también a odiar la vida. Su locura alcanzó la misma escala que su genio. Los numerosos “cretinos” jactanciosos que desafiaron al héroe para que demostrara su hombría, estaban sufriendo las consecuencias. Los aventajó a todos, a la vez que a sí mismo.

 

Completar el proceso de su liberación estaba llevando más tiempo de lo normal. Garry, Gwen y yo nos dedicamos a matar las horas con irrelevantes conversaciones y frecuentes miradas al reloj de pared, cuyas manillas se aproximaban ya a las dos de la madrugada. Era inusual por parte del Departamento de Policía de Oakland jugar con Huey Newton, aun cuando antaño se considerase la fuerza policial más brutal de California.

 

Claro que eso fue hace muchos años, antes de que juzgasen a Huey por el asesinato de uno de sus hermanos, el agente Frey. La campaña “Libertad para Huey”, que estalló a raíz de aquella acusación, llegó a dominar los titulares de toda la nación y devastó a la policía local. Mientras Huey se convertía en héroe nacional, el Departamento de Policía de Oakland pasó a ser un pequeño ejército vencido.

 

Cuando por fin lo dejaron salir de la celda, observé cómo cruzaba a zancadas la sala con toda su belleza en medio de la madrugada. Como de costumbre, fui consciente de por qué me rendí a él desde el primer momento. Me olvidé de la reciente locura al recordar otros tiempos. Me impresionó la dulzura de su rostro cuando me estrechó entre sus brazos con la fuerza de siempre. Abrazó a Garry, mientras Gwen le ponía una chaqueta sobre los hombros. Le indiqué a Gwen que saliera y se uniese a Larry y a Big Bob para que acercasen el coche de Huey a la puerta del edificio. Fue en ese momento cuando salió a la luz el motivo por el cual la policía de Oakland se había demorado tanto.

 

—Señor Newton, espere un momento, por favor –dijo el capitán No-sé-cuántos como materializándose de la nada. Iba acompañado de dos compinches. Todos en la comisaría se volvieron hacia él, incluidos los otros policías.

 

Huey miró al capitán con fuego en los ojos, tensando el cuerpo para entrar en combate.

 

Garry se adelantó unos pasos para protegerle.

 

—¿Qué quiere? El señor Newton está muy cansado y…

—Señor Newton, queda usted detenido por violación del Código Penal de California… por el intento de asesinato de… en la noche de… –declaró el capitán en su “poli-jerga”. Se intuía en su tono una nota que apuntaba que aquella acusación era lo que habían estado esperando desde que Huey logró escabullirse triunfalmente de sus garras. Los compinches del capitán esposaron al antihéroe.

 

La acusación se refería al asalto a una chica negra de 17 años que ejercía de prostituta en Oakland. La habían disparado varios días antes y ahora estaba en coma. Las palabras “tentativa de asesinato” borraron la presunción del rostro de Huey. Me pareció detectar un destello de genuino terror en sus ojos. En cuestión de segundos, pareció abrumado por la desesperanza. Fue justo antes de que volviesen a introducirlo en las profundidades de la comisaría. La atmósfera también se vio minada por la desesperanza. Ninguno de nosotros supo qué hacer a continuación.

 

Cuando por fin nos permitieron volver a verlo tras su nuevo arresto, el terror había desaparecido. Volvía a estar en una celda de detención, ensimismado. Resultaba obvio que sus cálculos inmediatos lo habían llevado a pensar que jamás lograría capear la tormenta que se desataría con aquella acusación de tentativa de asesinato. Presentí que había elaborado un plan para salir airoso.

 

—Reunid el dinero de la fianza para el amanecer –me ordenó Huey. Me había conducido a un lado y se dirigía a mí sin perder la calma, pero con intensidad.

 

Suspiré y le respondí cuidadosamente:

 

—Mañana por la mañana, no esta mañana. Me sería imposible…

—Pues mañana, entonces –sonrió, satisfecho–. Mañana podemos estar en el paraíso.

 

Garry, oliéndose una prolongada batalla legal, con su correspondiente profusión de titulares, se precipitó hacia el extremo de la celda donde estábamos Huey y yo. Comenzó a susurrar estrategias legales ante la mirada perdida de Huey. Gwen aguardó impasible en su sitio, con una tensa expresión de dolor.

 

Recordé que hacía tan solo una semana estuve planeando abandonar el partido para siempre. Fue justo después de que Huey me hiciera algo que había llegado a ser habitual dentro de nuestras peligrosas filas. Me pegó. Me cruzó la cara después de que se me ocurriese hacer un comentario inocuo. Hasta entonces, Huey no había hecho más que levantarme la voz enfurecido, ni siquiera durante aquel último mes, cuando los coletazos de su locura ya habían dejado varios lesionados.

 

Me acerqué a su ático para decirle una cosa que los teléfonos intervenidos por la policía no debían escuchar. Al llegar, un Hermano estaba siendo “disciplinado” por robar al partido.

 

Hice caso omiso del rostro ensangrentado del ladrón, tal y como había aprendido a hacer. Tuve que endurecerme para enfrentarme a ese tipo de cosas, como un Boina Verde* que aprende a no sentir nada cuando quita una vida: después de ver tantas películas de adiestramiento sobre matanzas brutales, deja de sentir repulsión ante la visión de la sangre y la brutalidad. Hice caso omiso de la sangre que chorreaba de la nariz y la boca del sospechoso, al que habían inmovilizado en una silla mientras el personal de seguridad de Huey se ensañaba con él. Lo único que noté fue el frío que hacía en el apartamento. El frío me hizo pensar en el motivo por el cual las ventanas y puertas correderas de cristal del ático de la vigésimo quinta planta estaban siempre abiertas de par en par. En ocasiones, tenía la escalofriante sensación de que esas ventanas y puertas abiertas significaban que cualquiera podía ser despachado en cualquier momento por uno de los muchos balcones del apartamento. Recientemente, y más de una vez, se me había pasado por la cabeza que el día menos pensado ese cualquiera podía ser yo.

 

Huey dejó de interrogar al ladrón para hablar conmigo. Como era habitual en él, no llevaba camisa, sino solo pantalones. Su cuerpo brillaba con el sudor de la cocaína. Lo más probable es que llevase despierto las últimas cuarenta y ocho horas. De todas maneras, aún dejaba traslucir su fuerza impresionante. Pensé que quizá lo amaba demasiado.

 

Antes de que pudiera decirle el motivo de mi visita, se dirigió a mí en una especie de aparte:

 

—Elaine, es importante que retomes tu música. Quiero que estudies música y que te lo tomes en serio. El partido correrá con los gastos.

 

Tenía los ojos vidriosos y se movía de un lado a otro de modo casi descontrolado. Lo que me dijo no tenía el menor sentido. Traté de ocultar mi desconcierto, mi miedo.

 

—Gracias, Huey –le dije con inquietud, deseando marcharme de allí.

 

De pronto, alzó el brazo y me cruzó la cara. Acto seguido, me agarró la mandíbula con una mano y me atrajo hacia él con la otra hasta que nuestras narices estuvieron a punto de rozarse.

 

En un cuidadoso staccato me dijo:

 

—Nunca me des las gracias. Si me das las gracias, significa que estás separada de mí, no conmigo.

 

En cuestión de segundos, mi mente pergeñó un mapa de carreteras para escapar lejos de él y del partido. Conocía las señales. Ya había tenido más que suficiente. Simplemente, recogería a mi hija, Ericka, y me iría a visitar a mi madre a Los Ángeles, como habíamos hecho en tantas ocasiones. Nos escabulliríamos. Pronto. Lo decidí.

 

Pocos días después, le dieron la paliza a Callins, y Huey fue arrestado. Eso me dio algo de tiempo para pensar. Nada de lo sucedido parecía tener importancia, porque todo parecía acabado.

 

Con una sensación de futilidad, reuní el dinero en efectivo y garantizado de las numerosas cuentas bancarias y propiedades del partido para pagar los 80.000 dólares de la segunda fianza de Huey. Cuando lo dejaron salir, me encontré con él en el despacho del avalista judicial, donde tenía que firmar varios formularios. Gwen iba cogida de su brazo. Él se adelantó a abrazarme cálidamente y me susurró al oído: “Adiós”.

 

Los ojos se me inundaron de lágrimas. Podía ser la última vez que lo viera. En su abrazo percibí la decisión de marcharse. No había sonido que Huey pudiera emitir, palabra que pudiera pronunciar o sentimiento que pudiera abrigar que mi alma no comprendiese al instante.

 

Guardaría silencio sobre los detalles de su partida a fin de protegernos a todos. Hallaría refugio fuera de Estados Unidos. Ya había Panteras que lo habían hecho: en Cuba y en Argelia. El Tercer Mundo revolucionario recibiría con los brazos abiertos a su famoso hermano procedente del vientre de la bestia. Lo más probable es que Gwen, a quien yo consideraba su fulana apolítica y leal servidora, lo acompañase. En un abrir y cerrar de ojos, me desembaracé de mi momentáneo resentimiento, consciente de que yo no podría durar mucho en el papel de mujer de Huey. Gwen me miró a los ojos, y nos sonreímos. Nadie volvió a pronunciarse.

 

Huey sabía lo que necesitaba para su supervivencia. Al infierno el partido, los políticos, la retórica y la pavorosa dependencia de todos, incluidas las “masas”. Estaba soltando lastre. Era el padre que huía del hijo. Si en algún momento decidía regresar, sería perdonado.

 

Las primeras noches, después de que Huey se largara de Oakland, Big Bob, Larry y yo estuvimos casi todo el tiempo tratando de resolver cómo gestionar su ausencia, tanto en el partido como ante la prensa. Estaba previsto que se presentase ante el tribunal en el plazo de dos semanas. Debatimos si seríamos capaces de sobrellevar una locura como la que desataron los seguidores de Father Divine**, que durante años convencieron a su grey, y a todos los demás, de que el “Padre” seguía vivo, cuando en realidad estaba bien muerto. Fue durante una de aquellas sesiones cuando todo se resolvió por sí solo. Larry, Bob y yo estábamos sentados en uno de los reservados del Lamp Post, un bar restaurante que administraba el partido. Me avisaron de que tenía una llamada telefónica. Me fui a la parte trasera del bar para atenderla. Era Huey.

 

—Salva mi partido –me ordenó. Su voz sonaba grave, pero apasionada–. No voy a regresar. Tú eres la única que puede hacerlo. Eres mía. No puedo confiar en nadie más del partido.

—No puedo hacerlo sin un apoyo importante –me oí decir con la lengua seca a causa del miedo y la excitación–. Lo sabes. Los Hermanos nunca lo aceptarán –continué, dando la espalda a los clientes del otro extremo de la barra.

—Déjame hablar con mi hombre –dijo Huey, refiriéndose a Big Bob.

—Eso no funcionará –dije tranquilamente, sorprendiéndome de la rapidez y rotundidad de mi respuesta.

—Entonces, tú decides.

—Larry –susurré.

—¿Está ahí?

—Sí –me volví y le indiqué a Larry que se acercase a la barra. Le pasé el teléfono diciéndole quién era. Lo cogió con reverencia.

—Sí, señor, Hermano –dijo al teléfono.

 

Y acto seguido:

 

—Te escucho, Hermano. Garantizado.

 

Y después:

 

—Con mi vida, camarada. Tienes mi palabra.

 

Me devolvió el teléfono.

 

—Y bien, ¿salvarás mi partido? –me susurró Huey.

—Sí.

 

Estaba hecho. Mientras Huey se recobraba, yo me ocuparía de insuflar vida a lo que parecía casi muerto.

 

Al considerar con seriedad lo que se me venía encima, me di cuenta de que había tomado sabiamente la decisión cardinal. Necesitaba a Larry. “En un Estado fascista la política y la guerra son inseparables”, había dicho el apuesto George Jackson. Y no podríamos aspirar a una revolución en el Estado fascista norteamericano sin un ejército. En la actualidad, nuestro ejército estaba desorganizado. Larry era un general.

 

Cierto que Big Bob había sido el guardaespaldas de Huey; y su lealtad a él era inquebrantable. Y no era menos cierto que había aceptado el mando de una mujer, Audrea Jones, cuando estuvo en la rama de Boston. Sin embargo, su envergadura –más de dos metros y ciento ochenta y dos kilos–, en combinación con la inseguridad emocional que ello le causaba y su total falta de autodisciplina, conformaban una mezcla sumamente inestable. No tenía pasta de general.

 

A lo largo de la siguiente semana, el acierto de mi decisión quedó totalmente confirmado. Durante todo ese tiempo, los tres estuvimos tratando de comprender juntos la naturaleza del Partido Pantera Negra que Huey había abandonado.

 

Decidimos posponer todo lo posible la inevitable asamblea general de dirigentes y representantes de todas las delegaciones. Primero teníamos que apuntalar las operaciones del partido en Oakland, nuestra sede nacional. Llegamos a la conclusión de que en primer lugar había que eliminar cualquier potencial reacción negativa que la desaparición de Huey pudiera generar en las calles. Huey Newton había sido una figura tremendamente inspiradora en aquellas calles. La noticia de su ausencia causaría estragos en nuestras filas.

 

Comenzamos por recorrer las avenidas de los barrios duros de Oakland al caer la noche, para dejar claro que un cambio en la dirección del partido no los liberaría. Tendrían que seguir rindiendo pleitesía. Los negros que operaban en Oakland –dentro o al margen de la ley– sabían que era imposible sortear al partido. En nuestra revolución, literalmente, tenías que ser parte de la solución o parte del problema. Nadie en las calles de Oakland podía soportar ser lo segundo, con o sin Huey. Aquel fue el mensaje que llevamos a las calles cada noche.

 

Una de aquellas noches visitamos un bar regentado por negros y nos sentamos junto a la mesa de un conocido alborotador. No tardó en enfrascarse con sus amigos en una conversación subida de tono, en la que se refirió a Big Bob como “el gordinflón”. Dos de las mujeres que estaban con él empezaron a reírse. Bob se levantó. Larry y yo también tuvimos que hacerlo. Bob se acercó al hombre y le dio un tortazo con el dorso de su gigantesca mano, lanzándolo hasta el otro extremo del local por encima de las mesas y los vasos de whisky y vodka con hielo. El séquito de bocazas se puso en pie de un salto, mientras Larry sacaba el 45 que llevaba bajo la chaqueta y yo buscaba en mi bolso el 38 de cañón corto. Nos vimos obligados a irnos del local como bandidos de una película de tercera. Fue entonces cuando comprendí que Bob era un monumental miasma al que nunca podría contener.

 

Mi decisión de colocar a Larry en el puesto de Jefe de Estado Mayor que acababa de quedar vacante, se vio refrendada al final por otros cauces. Me di cuenta, por ejemplo, de que Larry era más respetado por los Hermanos de los equipos de seguridad que cualquier otro hombre que hubiese ocupado un puesto de dirigente –incluyendo a Huey, a quien pocos de ellos conocían en persona–. Además, Larry mostraba iniciativa. Parecía desarrollar de un modo intuitivo planes inteligentes para la sistematización, el almacenamiento, el mantenimiento y la custodia de nuestro armamento, que había quedado totalmente desorganizado tras la expulsión de June, el hermano de David Hilliard, anterior Jefe de Estado Mayor. Y, aparte de eso, Larry parecía saber mejor que nadie, incluidos quienes habían combatido en Vietnam, qué uso dar al vasto armamento del que disponíamos.

 

En todas las propiedades de los Panteras se almacenaban armas. Era nuestro requisito fundamental. Algunas casas eran auténticos arsenales. Cuando comencé a evaluar con Larry y Bob las distintas operaciones del Área de la Bahía del Norte de California, me quedé impresionada con la magnitud armamentística del partido.

 

Tanto en Richmond, Berkeley, San Francisco y San José como en Oakland y otras ciudades de la zona, había enormes alijos. Teníamos, literalmente, miles de armas. Contábamos con una inmensa cantidad de rifles de asalto ar-18 y ar-18 automáticos de cañón corto, rifles de mira telescópica calibre 308, Winchesters 3030, Magnums 375 y otros rifles de caza mayor, Garands de calibre 30, m-15, m-16 y gran variedad de rifles automáticos y semiautomáticos, metralletas Thompson, m-59 Santa Fe Troopers, cañones antitanque Boys calibre 55, ametralladoras automáticas m-60, innumerables fusiles y lanzagranadas m-79. Había maletas, maleteros y armarios llenos de pistolas Astra, Browning 9mm, automáticas del 45, del 38, Magnums 357, 41 y 44. Cajas y cajas de munición e inagotables suministros de accesorios como miras telescópicas –incluyendo alguna de infrarrojos–, silenciadores, trípodes y cañones intercambiables. Multitud de escondrijos con ballestas, arcos, granadas y diversos dispositivos y materiales explosivos.

 

Al contemplar la destreza y la precisión con que Larry organizó a los Hermanos de los cuerpos de seguridad para inventariar, clasificar, limpiar y recolocar cada uno de los artículos, me quedé más convencida que nunca de que mi primera decisión, la más importante, había sido correcta.

 

No obstante, tuvimos que resolver otros problemas antes de anunciar en una asamblea general el exilio de Huey y mi jefatura. Casi todos partían del hecho de que, en realidad, el Partido Pantera Negra siempre había sido el partido de Huey. Yo había estado demasiado cerca de él para darme cuenta. Aunque Bobby Seale, June, David Hilliard o cualquier otro miembro del Comité Central despedido en el último mes de furia hubiese estado presente, habría resultado irrelevante. Huey era el único que conocía y controlaba hasta la última pieza. Había manipulado el partido de tal manera que nadie, salvo él, estaba al tanto de todo. De modo que, mientras Larry inventariaba las armas y todo lo demás, yo me afanaba por localizar y examinar las numerosas cuentas bancarias, bienes inmuebles y demás registros del partido, esparcidos por la oficina de nuestra sede nacional y por otros despachos e instalaciones del partido.

 

Al final, no me quedó otro remedio que enfrentarme al problema más grave, la probabilidad de conflicto interno a causa de mi jefatura. Presentía que Chicago podía ser un problema. Sabía que Los Ángeles lo sería.

 

El Sur de California, donde me uní al partido, ya no contaba con una delegación oficial del Partido Pantera Negra. En esa zona todo era clandestino. Es decir, los Panteras no estaban afiliados de manera manifiesta al partido. Vivían, a todos los efectos, como gente corriente. Sin embargo, almacenaban enormes arsenales, con los que fortalecían secretamente el cumplimiento de nuestro objetivo político. El jefe de aquel sector tan duro y leal del Sur de California era un energúmeno arrogante con quien ya había tenido tiempo atrás una grave confrontación. La semana siguiente, al olerse la ausencia de Huey, subió en automóvil a Oakland con tres de sus hombres armados hasta los dientes.

 

Steve entró pavoneándose como un zopilote en el Lamp Post sin previo aviso. Lo vi llegar de lejos. Contemplé el absurdo espectáculo que dieron sus hombres al quitarle el abrigo, pedir su coñac favorito e inspeccionar a la clientela para velar por su seguridad. Era mi pesadilla.

 

Sucedió de inmediato. Yo sabía que, en última instancia, sería ineludible, pero la prueba se presentó antes de lo esperado. Yo aún no tenía una idea muy clara de hasta dónde llegaría la lealtad de Larry a mi jefatura, sobre todo frente a un pretendiente tan formidable como Steve, un Hermano, otro hombre.

 

Al dirigirme a la mesa de Steve, respiré hondo y pedí a Larry que me siguiese. Confiaba en que me obedeciese hasta el final.

 

—Así que el Hermano se ha largado –dijo Steve con una sonrisa afectada. Alzó hacia mí su vaso de coñac en un brindis burlesco, y Larry y yo nos sentamos junto a él en el reservado.

—Queremos hablar contigo a solas, Steve –dije con firmeza, ocultando mi miedo lo mejor que pude.

 

Observé a los otros Panteras de Los Ángeles, que se habían levantado.

 

—Hacía tiempo que no te veía, Hermana –sonrió con sus perfectos y resplandecientes dientes blancos. Se reclinó en el lujoso cuero rojo del reservado, que hacía juego con la mullida moqueta del bar.

—¿Qué estás haciendo aquí? –le dije–. Se supone que no debes venir. Y lo sabes. Tienes que marcharte.

—Quiero enterarme de lo que está pasando, Hermana. He oído que nadie ha visto al Muchacho desde que lo pusieron en libertad bajo fianza –respondió refiriéndose a Huey.

—No se trata de eso, Hermano –dijo Larry–. Lo que te acaba de decir la camarada es que no debes estar aquí. Ya puedes ir largándote.

—Huey me hizo Don, Hermano –remarcó con un ademán, como si sostuviera un cetro–. Tengo mi propio funcionamiento. Nadie me dice lo que tengo que hacer.

 

Todo ocurrió a la velocidad del rayo. Larry se llevó la mano a la sobaquera y se dirigió al mismo tiempo a los demás Hermanos del Lamp Post con un movimiento de cabeza. Acudió Big Bob.

 

Apuntando a Steve con su 45 por debajo de la mesa, Larry dijo:

 

—Muy bien, negrata. Te vas a ir ahora mismo. Entierra tu culo en Los Ángeles. ¿Lo pillas?

—Y una mierda. ¡Quiero hablar directamente con el Muchacho! ¿Dónde está? ¿O es que de verdad se ha ido?

—Ahora mismo estás hablando con él, Hermano –dijo Larry–. Cuando hablas con esta Hermana estás hablando con Huey Newton.

 

La cosa se pudo haber puesto peor, pero Steve lo entendió. Su gente lo entendió. Larry se lo hizo entender. Steve salió aquella noche del Lamp Post con su pequeño séquito. Días después se fue de Oakland, de vuelta a su hogar clandestino en Los Ángeles.

 

Esa fue solo una porción de la locura que heredé. El Partido Pantera Negra estaba siendo objeto de la más violenta agresión por parte de las fuerzas policiales estadounidenses. Aunque vapuleado y titubeante, el partido seguía escupiendo fuego. Era al mismo tiempo un león al que había que domar y una terrible espada libertaria que debía afilarse. En agosto de 1974, cuando asumí el mando, el Partido Pantera Negra era la única organización revolucionaria armada que operaba dentro de Estados Unidos.

 

En Oakland, el resto de California y casi todos los Estados de la Unión, contábamos con varios miles de soldados intransigentes. Por supuesto, disponíamos de nuestro amplio arsenal y del movimiento clandestino que operaba fuera de cada delegación, Hermanos curtidos en Vietnam y en las calles miserables de Estados Unidos que podían hacer uso de la violencia y que no dudarían en hacerlo para alcanzar nuestros objetivos políticos.

 

En nuestras arcas había cerca de un millón de dólares. Poseíamos una cantidad abrumadora de bienes inmuebles a nombre del partido y un inmenso inventario de suministros y vehículos. Contábamos con los ingresos de las fiestas elegantes y de las calles de los guetos, así como con las nuevas contribuciones de la comunidad obrera negra que se había adherido con más fuerza que nunca a nuestros objetivos. Estaban las aportaciones financieras de los propios miembros del partido, tanto de sus sueldos como de otras fuentes, y los réditos de la venta de los diversos artículos que producíamos, incluyendo el periódico.

 

La historia de osadía y poder del partido había logrado ganarse el apoyo tanto nacional como internacional de millones de negros y no negros. Cientos de miles de personas, negras, latinas, asiáticas y blancas, participaban o se beneficiaban de nuestros programas de comida gratuita, clínicas gratuitas y ayuda legal, nuestros programas para prisiones, escolarización y educación, asistencia a la tercera edad, a los adolescentes, a los niños que habían sufrido abusos, a las mujeres maltratadas y a la gente sin hogar. Miles de personas participaban en nuestros proyectos de derechos para los trabajadores y los veteranos de Vietnam. A lo largo y ancho de Estados Unidos, miles de personas leían nuestro periódico semanal a través de suscripciones individuales, o bien en escuelas y bibliotecas; y otras tantas se suscribieron fuera de Estados Unidos, en China, Corea del Norte, Alemania Oriental, Cuba y otros lugares. Blancos estadounidenses y gente de Japón, Italia, Francia, Suecia, Dinamarca, incluso Israel, habían formado numerosos grupos de apoyo a los Panteras. Y se habían fraguado coaliciones con organizaciones progresistas de Estados Unidos y movimientos revolucionarios de todo el mundo, sobre todo de África, tanto al norte como al sur del Sáhara.

 

Aquella misma tarde, mientras preparaba la declaración que me establecería formalmente como dirigente absoluto del partido, me di cuenta de lo estimulante que resultaba la locura que había heredado. El Partido Pantera Negra que Huey dejó a mi cargo era todavía una fuerza considerable. Mi cabeza no albergaba la menor duda de que había que salvarlo.

 

Cuando me dirigí a mis camaradas, me comprometí de nuevo a impulsar nuestra lucha por la libertad total del pueblo negro estadounidense. Comprometí de nuevo mi vida con el partido para cumplir el propósito de introducir la revolución socialista en Estados Unidos, regresara o no Huey. Creía con todas mis fuerzas que podía lograrse. Creía con todas mis fuerzas que podía lograrlo.

 

 

 

 

Notas:

 

* Green Berets: unidad especial del ejército estadounidense creada en 1952 y especializada en la lucha contrainsurgente [n. e.].

 

** Father Divine (1876-1965). Célebre predicador, tachado de impostor y charlatán, pero que ayudó a muchos afroamericanos a sobrevivir durante la Gran Depresión. Organizaba grandes reuniones en las que predicaba y ofrecía comida gratis [n. e.].

 

 

 

 

Este texto corresponde al inicio del libro Una cata de poder. Historia de una mujer negra que, con traducción de Javier Lucini, acaba de publicar la colección Biblioteca Afroamericana Madrid (BAAM), que forma parte de Ediciones del Oriente y del Mediterráneo.

 

 

 

 

Elaine Brown (Filadelfia, 1943) nació y creció en un barrio negro, pero asistió a colegios mayoritariamente blancos. Alumna brillante, obtuvo becas para cursar estudios universitarios en Temple y UCLA. Mientras era camarera del club Pink Pussy Cat de Los Ángeles, conoció a un renombrado escritor y guionista que, además de introducirla en las altas esferas de Hollywood, la inició en el pensamiento radical de la época. En 1968, ingresó en las filas del Black Panther Party, cuyo periódico se encargó de dirigir. Autora de un par de álbumes musicales, una de sus composiciones se convirtió en el himno del Partido. Cuando Huey Newton, fundador y presidente de los Black Panthers, se exilió a Cuba en 1974 y puso el cargo en sus manos, Brown se centró en los servicios comunitarios –impulsó la Black Panther’s Liberation School, que el Estado de California acabó reconociendo como escuela modelo– y organizó la campaña electoral que en 1977 dio la victoria al primer alcalde afroamericano de Oakland. Tras abandonar un año más tarde el Partido, estudió Derecho, residió en Francia y militó en el Green Party. Desde entonces, centra su activismo en la reforma de las prisiones, la reinserción de exconvictos y la mejora de oportunidades de los jóvenes sin recursos. Prestigiosa conferenciante, publicó en 2002 The Condemnation of Little B: New Age Racism in America.

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