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AcordeónUna charada en Irán. Reflexiones vividas en el bajo vientre de la...

Una charada en Irán. Reflexiones vividas en el bajo vientre de la Unión Soviética

 

Más de tres décadas después del triunfo de la revolución islámica en Irán, en 1979, el grado de comprensión occidental hacia el país de los persas sigue estancado en su mínimo nivel. La incertidumbre de Washington al respecto mostrada en la reciente película Argo así lo pone de manifiesto.

 

La película reproduce fielmente el ambiente del Teherán que asistió a la captura de los rehenes en la Embajada de Estados Unidos entre noviembre de 1979 y comienzos de 1981. A primera vista, lo más llamativo son las ajustadas descripciones del vestuario, los peinados y las atmósferas interiores a las condiciones reales de las gentes y escenarios de la ciudad teheraní y las presumibles situaciones vividas allí por los secuestrados, bien mostradas y narradas, así como el ritmo de la intriga por ellos sufrida, que se proyecta con gran eficacia narrativa hacia el ánimo del espectador. Desde el punto de vista de los contenidos, la cinta, en mi opinión, no supera el etnocentrismo que singulariza las producciones de Hollywood, con su aplastante y perpetua lógica invariante, sesgada por los valores y la idiosincrasia del país norteamericano. Desde el punto de vista político, no hay grandes revelaciones, salvo la que delata ya sin tapujo alguno la actividad en la liberación del primer grupo de rehenes por parte de la legación de Canadá, si bien sería Suiza el país que mantuvo en su embajada en Teherán la representación de los intereses estadounidenses durante la revolución y la guerra irano-iraquí, casi hasta nuestros días.

 

Tampoco se explican las razones profundas de aquel hecho, protagonizado por los denominados Estudiantes en la Línea del Imán, en el cual los asaltantes de la Embajada mantuvieron retenidos durante 444 días a 53 diplomáticos y miembros del personal norteamericano en un acto que supuso la mayor humillación diplomática sufrida por los Estados Unidos en tiempo de paz. No falta en la película el héroe, del cual apenas se destaca que es en verdad hispano, con nombre y apellidos españoles.

En el plano personal-profesional, he de decir que el líder de los asaltantes, hoyatoleslam Mussavi Joeniha, me concedió, creo, la única entrevista que concedió a la prensa occidental y que fue publicada en el diario El País. Era un hombre astuto y correoso, pero muy inteligente. Tuve ocasión de ver desde la calle numerosas veces a Bruce Laingen, diplomático de más rango de los retenidos en la Embajada, hacer footing por la azotea y la planta superior del Besharate Jareyí, las oficinas del Ministerio de Asuntos Exteriores donde él se hallaba recluido con algunos otros rehenes, todos ellos separados del grueso del contingente, disperso por distintos lugares de Irán. Supe entonces que a través del embajador español, Javier Oyarzun, durante una temporada decano del Cuerpo Diplomático acreditado en Teherán, se les hizo llegar a los rehenes estadounidenses algunas películas en las que actuaba el actor Ronald Reagan que, por cierto, se beneficiaría electoralmente del secuestro de sus compatriotas ya que la continuidad de la cautividad durante tantos meses destrozó la eventual reelección de Jimmy Carter. Los iraníes buscaron, precisamente, el ínterin en el relevo presidencial para liberar a los rehenes en enero de 1981 y evitar que Reagan, una vez liquidada la candidatura de Carter, capitalizara su liberación.

 

A propósito del intento de rescatar a los rehenes de Teherán en una operación de comando con helicópteros, asunto tratado en la película, lo cierto fue que aquella iniciativa, si fracasaba, perseguía, al parecer de muchos, bombardear un macroaeropuerto que los soviéticos, a la sazón ocupantes del país vecino de Irán, estaban construyendo secretamente en Afganistán.

 

El filme introduce algún elemento autocrítico sobre la política de Washington en la zona, pero no desarrolla apenas las injerencias políticas norteamericanas en la política iraní y los sufrimientos a los que las agencias de inteligencia estadounidenses, formadoras y asesoras de la temible policía política del Sha, Savak, sometieron a
los opositores del autócrata persa.

 

Lo cierto es que los treinta años transcurridos desde el triunfo de la revolución islámica sí darían margen, a toda persona inteligente o institución sensata, para modificar las percepciones que quepa tener sobre cualquier tipo de asunto, más aún si se trata de un asunto de la importancia que Irán encierra: con casi 70 millones de habitantes, una población mayoritariamente instruida por un buen bachillerato, aunada ideológicamente en torno a la principal minoría islámica del mundo, la chií, allí mayoritaria, el país flota sobre petróleo, controla en el Estrecho de Ormuz todo el flujo de hidrocarburos que bombean los emiratos al Este de Arabia Saudí, conoce las mieles de la riqueza, disfruta de un enclave único en el bajo vientre de la antigua Unión Soviética e impera en una zona de altísimo valor geoestratégico mundial, ni más ni menos que el Medio Oriente.

 

Aquello que Estados Unidos y la mayor parte de sus aliados europeos y de la zona no parecen haber comprendido todavía es que Irán, a diferencia de casi todos sus vecinos, se configura como una nación con cinco principales pueblos distintos en su interior: farsis, azeríes, baluchis, juzestaníes y jorassaníes, vertebrados en torno a una sociedad dividida en clases y provistos de un Estado que mayoritariamente consideran legítimo, dotado asimismo de una cultura estatal tan propia como milenaria, históricamente trabada en torno a la propiedad del agua, como teorizara el pensador alemán Karl August Wittfogel sobre las sociedades hidráulicas.

 

Si quienes mandan en Occidente se percataran de esta cuádruple realidad, en vez de ceñir el alcance de sus análisis al empleo del chador por parte de las sufridas mujeres iraníes, buena parte de sus dolores de cabeza –y de los que su incompetencia nos causa a los ciudadanos de a pie- desaparecería.

 

 

Imperio de los analfabetos

 

Pero no. De un tiempo acá, estamos condenados a ser gobernados por analfabetos políticos, analfabetos morales pues, o bien por gentes guiadas únicamente por la sed de embestir contra todo aquel individuo, colectivo o institución que no siga ciegamente sus designios, impuestos de cualquier forma menos democráticamente. Son casi los mismos que llevan ya demasiado tiempo jugando no sólo con la idea de convertir en un casino la economía planetaria, sin pensar en el bastidor humano y social que soporta toda decisión económica o financiera de alcance, sino también con el supuesto propósito de atajar la crisis encabritando a Irán, para así llevarle hacia una conflagración cuyos efectos ninguno de aquellos se atreve siquiera a sopesar, no por temor o por prudencia, sino más bien por la incontenible irresponsabilidad de su ignorancia.

 

En el islam chií, el pecado más grande es el de la arrogancia y como tal la población iraní –la que desde hace treinta años secunda a grandes rasgos las decisiones de sus líderes porque ganaron ante ella una aplastante legitimidad por haber derrocado al incompetente sha Mohamad Reza Pahlevi, títere de Occidente-, percibe como arrogante la actitud de políticos amorales, casi todos occidentales, que para ganar una elección en su propia parroquia son capaces de incitar a Irán a una guerra, actitud que no puede acarrear más que consecuencias funestas para todo el Medio Oriente y por ende, al mundo entero.

 

En el tablero geoestratégico, la importancia de Irán lleva siendo extraordinariamente crucial durante demasiado tiempo. Valga un ejemplo relativamente significativo, que me correspondió vivir siquiera tangencialmente, pero de cerca.

 

 

Mal rollo en el consulado

 

Un día del invierno de 1983, recibí en Teherán instrucciones de regreso desde mi periódico, El País, que me había destacado allí para cubrir informativamente la guerra irano-iraquí, primera de las del Golfo, así como el desarrollo de la situación política, enclavada aún en la estela de las consecuencias políticas y estratégicas del secuestro de los 53 rehenes norteamericanos en la embajada de Estados Unidos en Teherán, que sirve de inspiración a Argo.

 

Ante uno de los numerosos cierres del espacio aéreo, impuesto por las circunstancias bélicas a consecuencia de los reiterados ataques de la aviación iraquí sobre territorio de Irán, no resultaba posible salir del territorio persa más que por carretera en autocar hacia Turquía, sin seguridad alguna de poder sortear los escollos que sobre tales vías presentaban la resistencia kurda y azerí al régimen islámico, trabas que se imponían allí de forma implacable a los viajeros.

 

La mejor ruta posible, la más segura y eficaz, pasaba por el mar Caspio, fronterizo con la URSS, para proseguir hacia Madrid vía Moscú. Con el fin de dotarme de un visado para cruzar la Unión Soviética, acudí a la sección consular soviética de la Embajada en la capital teheraní. Era un edificio gigantón, desangelado, de enorme jardín, situado en un área céntrica de la ciudad. Mientras permanecí en el interior del recinto consular pude percibir una tensión fuera de lo normal entre los funcionarios que me atendieron. Mostraban una furia inusitada en su trato hacia el público, sobre todo el iraní, pero de una manera tan evidente que no pude dejar de pensar que algo había envenenado entonces, aquella mañana o días antes, las relaciones del personal del consulado con quienes acudían al establecimiento consular. Lo raro me pareció que los soviéticos, que habitualmente mimaban las relaciones con sus vecinos del sur, se comportaran allí de aquella forma, precisamente en sede diplomática.

 

 

Una deserción letal

 

Al poco, aquel episodio se me olvidó. El cese del black out sobre el espacio aéreo iraní me permitió eludir la ruta a través de la URSS y en unas semanas pude regresar a Madrid vía Francfort, según creo recordar. Tiempo después, un cable de la agencia France Presse que leí ya en Madrid anunciaba que tiempo atrás –coincidiendo con la fecha en la que yo había detectado tan mal ambiente en el consulado de la URSS en Teherán- se había producido una importante defección en la estación local del Komiteh Gosudarsvenoy Bezopasnosti (KGB): un alto cargo del espionaje soviético, concretamente el número dos de la estación, Vladimir Kuzichkin, en su día integrado en el Departamento S de ilegales, se había pasado a Occidente y tras ser alojado en una legación occidental de la capital teheraní –era improbable, mas no imposible, que fuera la de Suiza, que representaba allí los intereses norteamericanos- había sido conducido luego a Pakistán, desde donde presumiblemente quedó vinculado al contraespionaje de alguna potencia o superpotencia occidental. Inicialmente se dijo que estaba en manos británicas, pero no sería de extrañar que, dada la importancia de tal defección, el espía soviético hubiera sido prestado y pasado a manos estadounidenses.

 

Muy poco después de aquel episodio el ayatollah Jomeini, primero, y de consuno los principales portavoces del régimen islámico, después, comenzaron a equiparar en sus actos de masas, muy frecuentes en Irán, el odio político oficial iraní desplegado hacia los Estados Unidos de América desde la caída del sha en 1979, con un odio de nuevo tipo, muy virulento también, contra la Unión Soviética. Las masas comenzaron a atronar en las calles añadiendo a sus gritos de los lemas “Marg barg Ameriká” (¡Muerte a América!) y “Marg barg Israil” (¡Muerte a Israel!) la consigna “Marg barg Shorabí”, (¡Muerte a Rusia!).

 

 

Fuego y ceniza

 

¿Qué había sucedido? Todo permitía barruntar  que las causas de lo acaecido apuntaban, siquiera parcialmente, hacia aquella anterior defección, mas los efectos de lo ocurrido se manifestaron a partir de entonces mismo de forma evidente en una persecución implacable iniciada entonces contra la organización del Partido Tudeh de Irán, el más veterano, más numeroso y mejor organizado de los partidos comunistas del Medio Oriente. El Tudeh se veía dotado de una organización militar de primer rango y se hallaba involucrado entonces, con sus mejores cuadros, en la guerra irano-iraquí, en la cual formaban parte de su vanguardia tanto en el ejército de Tierra como en la Aviación y en la Marina, uno de cuyos jefes, Bahram Afzali, fue detenido y ejecutado junto a muchos de los principales cuadros que militaban en el partido. La persecución del régimen islámico contra los comunistas no amainó hasta mucho tiempo después y el Tudeh fue casi borrado de la escena política, de tal modo que entró en la clandestinidad, con su organización militar deshecha y muchos de sus principales dirigentes, de ambos sexos, fusilados o encarcelados de por vida.

 

Todo aquello creó una situación política interior de intensa zozobra, unida a la impugnación armada contra Jomeini seguida por la organización Mujaidin e Jalq, deparó un altísimo costo bélico para Irán, en su guerra contra Irak, por la ausencia de los fogueados combatientes comunistas, si bien fue asimismo el primer peldaño de la escalera que condujo al régimen de los ayatollahs, enemistados desde entonces a muerte con Moscú, a un realineamiento de su designio con los intereses de Estados Unidos en la zona; y ello no tanto por sintonías políticas entre Teherán y Washington, que no existieron nunca, sino más bien por la innovada hostilidad antisoviética mostrada a partir de entonces por Jomeini y su régimen que, hasta aquel momento, habían mantenido una actitud de silencio y de dejar hacer a los comunistas y a la diplomacia de la URSS, incluida la diplomacia secreta. No mucho después sobrevendría el Irangate, la venta de armas a Irán apadrinada por las autoridades estadounidenses, con apoyos de Argentina e Israel, comercio camuflado luego, mediante una presumible operación de intoxicación de largo alcance, que apuntaba a la desviación de fondos procedentes de tal venta hacia los contra-revolucionarios nicaragüenses.

 

Hasta entonces, el Partido Tudeh había sido, junto con el nacionalismo de Mehdi Bazargán,  la fuerza no estrictamente islámica de mayor peso en la formación, dirección y desarrollo de la revolución iraní, cuyo efecto geoestratégico más importante en el tablero mundial había sido, precisamente, su desalineamiento de Washington, con lo que ello implicaba para el juego de las superpotencias, claramente favorable a los intereses de Moscú hasta que sobrevino aquella defección del alto funcionario del espionaje soviético en Teherán.

 

Como más tarde se averiguó, el desertor soviético Vladimir Kuzichkin no solo delató a la cúpula tudehí, como se comprobó en las sucesivas caídas de cuadros visibles y no visibles del partido, sino que, presumiblemente, facilitó informaciones de gran alcance sobre las actividades del espionaje soviético en Kabul, capital del vecino Afganistán durante la ocupación por tropas soviéticas y, sobre todo, convenció a las autoridades islámicas de la preparación de un supuesto complot comunista para derrocar a Jomeini.

 

Tal eventualidad resultaba altamente improbable dada la tradicional cautela soviética respecto a los asuntos iraníes tras la crisis de las repúblicas populares del Azerbaiyán y del Kurdistán de 1946, en las cuales el presidente norteamericano Harry S. Truman, fortalecido por su criminal “alarde nuclear” contra las poblaciones indefensas de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki un año antes –decenas de miles de muertos- , amenazó a la URSS de Josif Stalin con soltar bombas atómicas sobre territorio soviético si Moscú no disolvía aquellas tentativas republicanas procomunistas en la frontera soviético-iraní.

 

Como los lectores percibirán, la importancia de la zona meso-oriental asiática y, más precisamente, la de Irán, son difíciles de exagerar, como asimismo mostró en 1953 el apoyo estadounidense al derrocamiento de Mohamed Mossadegh, primer líder nacionalista del mundo que se atrevió a nacionalizar el petróleo frente a los intereses de las grandes corporaciones supranacionales británicas y norteamericanas.

 

 

Deriva sorprendente

 

Pero aquella defección del espía soviético en 1983, como comprobé luego, mostraba  otro aspecto político y estratégico aún más sorprendente.   

 

Tuvieron que pasar muchos meses hasta que Mijail Sergyevich Gorbachov llegara a la secretaría general del PCUS, cúspide máxima del poder de la Unión Soviética. Había disputado la secretaría general con un tal Grigory Romanov, virrey soviético de Leningrado, muy vinculado al complejo-militar industrial de la URSS y con Gueidar Aliev, responsable político del PCUS en el Azerbaiyán soviético fronterizo con Irán.

 

Romanov fue apartado de la carrera hacia la cúspide al ser acusado de autorizar el empleo de una vajilla de metales preciosos, perteneciente a Catalina la Grande, en la supuestamente fastuosa boda de una hija suya. El otro rival de Gorbachov, Aliev, en posesión de dos medallas de la Orden de Lenin, mostraba como principal dote geopolítica la de haber contribuido a desalinear a Irán de la órbita de Washington, antes, durante y después del derrocamiento del sha Mohamed Reza Pahlevi, precisamente a través del espionaje soviético, en el lado oscuro y no visible de la acción política, y mediante el Partido Tudeh de Irán, en el lado visible del actuar político de Moscú.

 

Lo más sorprendente, para mí, del acceso de Gorbachov al liderazgo máximo de la URSS resultó ser el hecho de que uno de sus principales nombramientos en 1988 fue el del jefe del Primer Directorio, Espionaje Exterior, del poderoso KGB. Se trataba de Leonid Vladimorovich Shebarzin, quien fuera jefe de la estación del KGB en Teherán y por ello, responsable político, entre 1979 y 1983, cuando se produjo la defección de su número dos, Kuzichkin, y su paso a Occidente desde la estación teheraní.

 

La pregunta que todo observador como yo puede –o debe- hacerse es por qué razón el tan loado incluso adulado en Occidente, Mijail Sergyevich Gorbachov promovió al máximo rango del espionaje soviético, la Inteligencia Exterior, a quien fuera responsable de la deserción más letal –pérdida de la influencia soviética en Irán y Afganistán- para los intereses estatales soviéticos en una zona de la máxima prioridad para Moscú como era, es y será el Irán de los ayatollahs y el Afganistán de los talibanes. Moscú, como el París de Enrique IV, ¿bien vale una misa? ¿Qué fue de aquel Moscú de Gorbachov, dónde quedó su imperio? ¿Por qué otras causas, aún no conocidas, cayó aquel poderío? Continuará.

 

 

 

Rafael Fraguas (Madrid, 1949) es periodista, miembro fundador de la redacción de El País, experto en asuntos islámicos y en organizaciones de inteligencia. Autor de libros como Todo sobre el mundo árabeMadrid, los placeres gratuitos y Espías en la transición, en FronteraD ha publicado ‘Gritad concordia’. Combatiente en Rusia, Ridruejo se entrevista con Franco, un fragmento de Gritad concordia, su primera novela, que acaba de editar Plaza y Valdés editores

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