Esta mañana uno se ha despertado con una voz. Ésta repetía a través de un megáfono: “Permanezcan en sus casas, no salgan a la calle”. Uno ha tomado conciencia y se ha incorporado para escuchar mejor. Era el chatarrero y no decía “permanezcan en sus casas…” sino “el chatarrero, el chatarrero…”. Pero la voz sonaba inquietante. A uno nunca le han dicho que permanezca en su casa. Quizá la memoria cinematográfica le ha puesto en situación. O quizá las noticias de los últimos días. Aunque sea a través del ensueño, uno ha podido sentir lo que significa que le digan de repente que no puede salir de casa ante, por ejemplo, la amenaza de las bombas. Lo normal sería marcharse a un refugio, pero parece ser que esto se lo impide Hamas a los gazatíes. Esto uno en realidad no lo sabe, y en cambio sí sabe de las centenas de muertos, o de los bombardeos de los colegios de la ONU. O eso cree. Eso dicen. Luego uno no deja de escuchar condenas siempre en el mismo sentido. Da la impresión de que los cohetes lanzados desde la franja son para una mayoría como los de las fiestas de su pueblo, mientras los israelíes de las zonas fronterizas hacen botellón en la plaza donde una orquesta toca Paquito el Chocolatero. No se debe de estar tan desencaminado después de ver una fotografía en la que una chica israelí posa en bikini en una playa mientras al fondo, en Gaza, se produce una explosión. Dos mundos en una franja. El terror y la destrucción por los que en principio, o al menos desde aquí, sería prudente, incluso justo, pensar que debieran de responder no sólo una sino ambas partes con toda su locura y su desgracia. Ser señaladas cada una en su herida. Todo resulta incomprensible en la distancia. Hay que ser mal nacido para lanzar cohetes sabiendo lo que vendrá después: la reacción implacable e insoportable (y conocida) del atacado, igual que hay que serlo para mostrarse orgulloso en tuiter de ser el responsable de la muerte de trece niños, aunque son dos cosas distintas. Después de tanto tiempo de conflicto no es tan difícil llegar a pensar que todos son culpables: las provocaciones y las respuestas, pero tampoco es tan difícil llegar a pensar que éstas no existirían de no mediar las primeras si es que realmente lo fueron. Uno no ha visto nunca aquello. Nunca ha ido más allá de ‘Oh, Jerusalén’. Ni siquiera conoce a ningún palestino ni a ningún judío. Sin embargo por aquí se toma partido con una rapidez y una seguridad pasmosas que no se tienen por otras cuestiones similares. El dolor cuantificado en imágenes. La publicidad de un sufrimiento. Uno no quiere, ni puede, tomar partido pero le duelen la ocultación de un lado y la desproporción del otro, sumidas las dos en una bruma de confusión, una línea, una franja muy fina, el salvajismo en cualquier caso. La fotografía de la muerte que revierte en el radicalismo ante la ceguera de una parte que no comprende a la otra y viceversa. Aquí la equidistancia es una trampa, como los anzuelos de quienes pescan en este mar de muertos. Uno no sabe bien qué decir, como si escribiera en alto si se va a suponer que esto se puede, y quizá por ello ya ha dicho demasiado, pero en todo caso menos que aquellos que creen saberlo todo y luego se rasgan las vestiduras demostrando lo contrario, mientras por la mañana les despierta el chatarrero y luego actúan como si hubieran estado rondando por el barrio los reservistas de Tel Aviv o las milicias de Gaza.