Hemos dejado atrás hace ya tiempo 2018 y, con él, un cuádruple aniversario de la historia del cine que acaso haya pasado inadvertido y que supone, en cierto modo, la semilla de la que ha brotado buena parte de la producción cinematográfica más genuina de las últimas dos décadas.
Ocurrió en el transcurso exacto de 237 días del que ha resultado ser uno de los años clave y seguramente el más icónico de la segunda mitad del siglo XX: 1968. Entre el 8 de febrero y el 2 de octubre de hace ahora 50 años se estrenaron cuatro películas que cambiarían para siempre la historia del cine; pero no del que vendría en los años inmediatamente después sino del cine del nuevo siglo: El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner), 2001: una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, estrenada el 3 de abril), La semilla del diablo (Roman Polanski, 12 de junio) y La noche de los muertos vivientes (George A. Romero). Siete meses y 23 días en los que quedó plantada una semilla de la que brotará buena parte del cine contemporáneo, acaso su vertiente más genuina.
Esas cuatro películas son el precedente inmediato de la actual explosión y auge del cine y de las series distópicas, de zombis, de terror, de fenómenos paranormales, de ciencia ficción. Títulos como El show de Truman, El proyecto de la bruja de Blair, Matrix, 27 días después, Gravity o Interestelar, y series actuales como The Walking Dead, American Horror Story, Black Mirror, El cuento de la criada, Westworld e incluso Narcos, encuentran de un modo más o menos directo su antecedente originario en ese algo que ya anticiparon con una cualidad vidente sobrecogedora aquellas cuatro cintas estrenadas en 1968.
Pero, ¿qué puerta abrieron entonces autores tan dispares como Schaffner, Kubrick, Polanski y Romero? Medio siglo después hacemos el relato, unimos aquí y allá, fabricamos la red y descubrimos los cimientos en los que se asienta hoy esa cierta tendencia del cine del siglo XXI que llegó de sopetón con el atentado de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Es el cine del miedo y el cine sobre el miedo: los temores que inauguran el nuevo milenio y que retoman o reformulan los de los años 60.
Puede que no sea todo tan casual. El año 1968 y la etapa histórica que se abre en 2001 comparten un escenario histórico y cinematográfico similar, es decir, dos crisis que se entrecruzan, a saber: una, histórica y sistémica –política, social, económica, moral…–, y otra, la que afecta a la propia industria del cine manifestada sobre todo en el hecho de que hay una nueva generación que no se ve reflejada en las películas que se estrenan, la sensación de que la industria está perdida, de que hay algo que falla y de que, inmersos y consumidos por la inercia, nadie da con la tecla…
En su Moteros tranquilos, toros salvajes, el periodista y crítico de cine norteamericano Peter Biskind cuenta cómo Dennis Hopper recordaba aquellos años finales de los 60: “Nadie se había visto nunca retratado en una película. En todos los love-in del país, la gente fumaba marihuana y tomaba LSD, ¡pero el gran público seguía viendo las películas de Doris Day y Rock Hudson!”.
“Se hacen películas americanas, pero no películas sobre los americanos”, escribía a su vez el director Alexander Payne en 2004.
Así que mientras que el viejo y dorado Hollywood entraba en su fase final, llegó el año del mayo del 68 y la historia, es decir, el presente americano y los países occidentales, en general, entra en una fase de crisis vital y moral, una crisis generacional profunda que, como todas, viene acompañada por la sensación de desarraigo, vértigo, desorientación, inseguridad y, en conclusión, de miedo.
En 1968 el telón de fondo es la Guerra Fría, la amenaza nuclear y la guerra de Vietnam, un escenario general sobre el que acontecen hechos concretos que irán sucediendo en el transcurso de todo ese año: la Primavera de Praga, los asesinatos de Martin Luther King y de Robert F. Kennedy, el golpe de Estado de Sadam Hussein en Irak, la fundación de Intel, el auge de la carrera espacial con el lanzamiento de los Apolo 6, 7 y 8, las manifestaciones de la segunda ola feminista con Robin Morgan a la cabeza, el nacimiento de Led Zeppelin en Reino Unido y el Sympathy for the Devil –el demonio, de nuevo, tan oportuno…– de los Rolling Stones, la aparición por vez primera del hipertexto, del ratón y de la primera videoconferencia –todo ello bajo la firma de Douglas Engelbart–, o la encíclica de Pablo VI Humana Vitae en la que rechaza los métodos anticonceptivos.
En las décadas posteriores –en las que, tras Bonny & Clyde, Easy Rider y Cowboy de medianoche emerge esa nueva etapa del cine que representa la generación de los Coppola, Allen, Spielberg y compañía– todos esos miedos continuaron estando ahí, acaso más latentes sobre todo durante los 80 y los felices 90, pero vuelven a irrumpir súbitamente y como un mal despertar tras el 11-S.
Esta vez, eso sí, muchos de esos miedos, de esa angustia generacional y moral, resurgen con otro rostro, con un carácter acaso más apocalíptico: los riesgos de la superpoblación mundial, el terrorismo internacional, las consecuencias quién sabe si irreparables del cambio climático y de la contaminación imparable del planeta, la desigualdad social cada vez más profunda, el regreso de la amenaza nuclear –Irán, Corea del Norte–, la crisis económica simbolizada en la caída de Lehman Brothers de 2008, la Guerra de Irak y Afganistán, la sensación de estancamiento o descomposición del proyecto europeo con el auge en el seno de la Unión Europea de la extrema derecha y de los populismos nacionalistas, el desafío ético de los avances tecnológicos y científicos y, en especial, de la genética y la inteligencia artificial como superación o aniquilación de lo humano, la globalización digital y la sensación de Gran Hermano y sus implicaciones sobre la libertad y la privacidad individual…
Si en los años 60 el contexto del cine era el agotamiento de la época de los estudios y la despedida de los grandes directores del Hollywood clásico –la última cinta de Wellman es de 1958; la de Walsh, del 64; Ford acaba su carrera en 1966; en 1970, Hawks y Wyler…–, a finales de los 90 y principios de la nueva década, otra generación daba un puñetazo sobre la mesa para abrirse paso y completar el reparto de aquélla que Jarmusch y Soderbergh hubieron inauguraron en 1984 y 1989, respectivamente, con Extraños en el paraíso y Sexo, mentiras y cintas de vídeo.
Surgen así nombres como las hermanas Wachowski (que debutan con Lazos ardientes, 1996), Christopher Nolan (Following, 1998), Darren Aronofsky (Pi, 1998), Alexander Payne (Election, 1999), Spike Jonze (Cómo ser John Malkovich, 1999), Ryan Johnson (Brick, 2005), Jeff Nichols (Shortgun Stories, 2007), Duncan Jones (Moon, 2009), Neil Blomkamp (Distrito 9, 2009).
Todos ellos sin excepción han estrenado películas que exploran los viejos miedos del nuevo milenio a menudo bajo los esquemas de la ciencia ficción y la distopía, géneros que con la llegada del nuevo siglo están conociendo un auge sin precedentes hasta el punto de que pueden ya considerarse mainstream.
No todo sucede de un día para otro. Entre las películas que anticipan esto mucho antes podrían citarse dos: Terminator (Cameron, 1984) y Parque Jurásico (Spielberg, 1993; aunque ésta más con el esqueleto de cine de aventuras).
También en cierto sentido –en tanto que indagación en el concepto del mal absoluto– El silencio de los corderos (Demme, 1991) y Seven (Fincher, 1995), dos de las películas más icónicas, de hecho, de los años 90. No es extraño, además, en el caso de Fincher, que debutara en cine con la ciencia ficción de Alien (1992) y posteriormente firmara The Game y El club de la lucha (1997 y 1999; ambas con aires de distopía, la segunda, incluso, concluye con un atentado que prefigura el de las Torres Gemelas), Zodiac y Los hombres que no amaban a las mujeres (2007 y 2011, las dos un regreso de nuevo al mal absoluto) o La red social (2010); además, será el director que dirija la anunciada secuela de Guerra Mundial Z.
A pesar de todos los antecedentes, entre las cintas que inauguran esta nueva etapa que tratamos de describir, podemos mencionar: El quinto elemento (Besson, 1997), Funny Games (Haneke, 1997), El show de Truman (Weir, 1998), Matrix (hermanas Wachowski, 1999), El proyecto de la bruja de Blair (Sánchez, 1999), Inteligencia artificial (Spielberg, 2001) y 28 días después (Boyle, 2002). Cine del mal y sobre el mal, cine distópico, cine de ciencia-ficción y cine de zombis. En España, tenemos el antecedente preclaro de Acción mutante y El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1993 y 1995, respectivamente).
En cuanto a series, Expediente X haría de enlace entre esas dos etapas –la de los 60 y 70 y el nuevo milenio– mientras que las dos primeras que apuntan hacia la nueva tendencia actual serían Perdidos, como avance de la distopía, y Los Soprano, en cuanto a que explora el mal profundo, violento, corrupto y amoral que anida en el ser humano; es casi un retorno a la banalidad del mal –y del malvado– de Hannah Arendt en el Nueva York del siglo XXI, la ciudad de Wall Street y de las Torres Gemelas que, de hecho, aparecen en la presentación de la serie en las primeras temporadas.
Muchos de los directores que cambiaron la historia del cine en los 60 y 70 venían, expresémoslo así, de fuera; es decir, o del exterior de la industria o del exterior de Estados Unidos. Schaffner venía de la televisión y dirigió su primera película a los 43 años; Kubrick, que venía del cine autofinanciado y al margen del sistema (Miedo y deseo, El beso del asesino, allá por los años 50) ya había rodado Lolita y Teléfono rojo en Londres; Polanski es franco-polaco y La semilla del diablo era la primera película que dirigía en Estados Unidos; y George A. Romero, canadiense, debutó con La noche de los muertos vivientes, una película de bajísimo presupuesto y a rodada al margen de cualquier industria.
Del mismo modo, desde el año 2001 han ganado el Oscar 18 directores, de los cuales sólo siete son norteamericanos. El resto procede de México (Cuarón, González Iñárritu, Del Toro), Reino Unido (Boye, Hooper), Francia (Polanski, Hazanavicius), Taiwán (Ang Lee) y Nueva Zelanda (Peter Jackson).
Es más, de los ocho que han obtenido este galardón desde 2010 sólo uno es de Estados Unidos, Damien Chazelle, autor de 10 Cloverfiled Lane –que aúna cine de catástrofe, distopía e indagación de un personaje demoníaco, el de John Goodman, que ya interpretó a un trasunto del demonio en Barton Fink…–, guionista, entre otras, de El último exorcismo II y quien estrenó en 2018 First Man, sobre Neil Armstrong y el proyecto del Apolo 11, lanzado en 1969, lo que puede unir en una misma película, ciencia ficción retro al tiempo que aborda los miedos de aquellos años de finales de los 60 –la misión se lanzó en 1969– con la perspectiva de los temores de la actualidad.
De la nueva generación de cineastas quizás la obra más destacada sea Interestelar (2014), de Christopher Nolan, una superproducción de 180 millones de dólares que recibió el aplauso de la crítica y cosechó un excelente resultado de taquilla –fue la novena película más taquillera de su año, con más de 650 millones de dólares de recaudación–.
Nolan realiza una compleja película con aires de cine clásico de ciencia ficción, una muestra palmaria de esa cierta tendencia que tratamos de describir del cine de este nuevo siglo XXI y de su consolidación definitiva tras decenas y decenas de títulos de todo tipo de directores.
Interestelar responde a esta corriente en tanto que aborda la existencia de un universo oscuro, multidimensional, opresivo, inerte, infinito, donde el ser humano no tiene cabida al estar regido por unas leyes inhumanas cuya compresión escapa a la lógica racional cotidiana. Finalmente, se produce un cruce de dimensiones espacio temporales a través del único elemento inmaterial eterno: el amor, en este caso entre una hija y un padre –retoma aquí Nolan al Zemeckis de Contact (1997)–, un amor que lo traspasa todo, que es tan inmortal como el universo y que incluso lo une o permite la comunicación entre sus partes hasta el punto de que el final de la película muestra lo que podría describirse como una distopía, en este caso feliz: un mundo en el que se cruzan las dimensiones y se unen los tiempos y el amor –personal y, por lo tanto, universal– se consuma.
Acaso no ha sido una mera casualidad que fuera Nolan quien presentara en el Festival de Cannes del año pasado su reedición en 70 mm de 2001: una odisea en el espacio a partir de los negativos originales de la película.
De este modo se actualizaba para el espectador de 2018 el miedo que explora película de Kubrick: el de la aniquilación de lo humano víctima de las propias máquinas que él mismo ha creado después de que el procesador HAL adquiera súbitamente capacidades intelectuales –debido a una señal, según la metáfora kubrickiana, que viene del espacio exterior–, lo que acaba derivando en un ataque violento si bien subrepticio, astuto, incluso irónico, hacia el ser humano del mismo modo que el mono que aparece al principio de la película acaba empleando un hueso como arma para someter y asesinar a los de su misma especie.
Kubrick recurre, por lo tanto, al género de la ciencia ficción para explorar el miedo a la aniquilación de la especie humana, las amenazas que la humanidad puede sufrir debido a elementos que proceden del exterior –en el caso de 2001, del espacio lejano pero en otras obras podría ser el más allá; es decir, en cualquier caso, de ámbitos no humanos–, las consecuencias –para Kubrick, inevitables– del recurso a la violencia como un mecanismo casi evolutivo –de progreso, paradójicamente, perversamente–, el escaso espacio a lo humano en un escenario ultratecnologizado –lo que ahonda en la dialéctica tecnología versus naturaleza, o versus humanismo– y, en última instancia, la lucha inevitable a la que la especie humana está abocada en ese progreso, cuyo combate final será, como sucede también en Terminator, con las propias máquinas que ella misma ha creado –lo que sería una relectura del mito de Prometeo o de Frankenstein–.
En la herencia de 2001: una odisea en el espacio –hay también una herencia formal y otra casi ontológica del cine que dejaremos aparte–, pueden citarse, además de las citadas Inteligencia artificial e Interestelar, Minority Report (Spielberg, 2002), Solaris (Soderbergh, 2002), Yo, robot (Proyas, 2004), Sunshine (Boyle, 2007), Avatar (Cameron, 2009), Origen (Nolan, 2010), In Time (Niccol, 2011), Gravedad (Cuarón, 2013), Ex Machina (Garland, 2014) o La llegada y Blade Runner 2049 (Villeneuve, 2016 y 2017).
Las otras tres películas que se estrenaron junto a la cinta de Kubrick aquel 1968 comparten en esta base si bien –miedos morales más que físicos, concepto que casaría más con El exorcista (Friedkin, 1973)– abordan, cada una a su manera, temores, desasosiegos, diferentes.
En El planeta de los simios Schaffner presenta una impactante distopía para abordar el miedo al fin de lo humano, pero en este caso debido a la agresión de otra especie también dotada de inteligencia, lo que puede leerse como una película ecologista puesto que es una reacción de la naturaleza ante las acciones del hombre o a causa de su invasión depredadora del planeta.
En las revisiones que no por casualidad, según sostenemos, llegaron con el nuevo milenio –la primera, la de Burton, en 2001–, esta inteligencia le es dada a los simios tras un error en un experimento científico, lo que introduce la reflexión sobre los límites éticos de los avances en la ciencia y la tecnología y, en última instancia, un mensaje animalista de defensa de su bienestar.
En ese sentido han aparecido en las últimas dos décadas obras como Existenz (Cronenberg, 1999), El planeta de los simios (Burton, 2001), El bosque (Shymalan, 2004), Olvídate de mí (Gondry, 2004), La isla (Bay, 2005), Hijos de los hombres (Cuarón, 2006), V de Vendetta (McTeigue), Soy leyenda (Lawrence, 2007), La carretera (Hillcoat, 2009), Avatar (Cameron, 2009), Distrito 9 (Blomkamp, 2009), Contagio (Soderbergh, 2011), Looper (Johnson, 2012), Elysium (Blomkamp, 2013), Amanecer del planeta de los simios (Reeves, 2014), la recuperación de Mad Max (Miller, 2015), Midnight Special (Nichols, 2016) o Downsizing (Payne, 2017). Todo ello, por no citar series de enorme éxito e impacto como Westworld, Black Mirror o El cuento de la criada.
La semilla del diablo no es ciencia ficción ni una distopía. Es cine realista… salvo por el hecho de que aborda una cuestión casi eterna en la historia de la humanidad: el mal. A secas. En este caso, ejemplificado en la figura del diablo.
Se trata, por lo tanto, de un mal sádico, perverso, absoluto y banal, se diría que amoral, anida en el interior mismo del ser humano y tiene un carácter destructivo. La mera contemplación directa o cercanía a ese mal puede exponer a una persona al fin de su existencia tanto física como moral o espiritual. Es el mismo mal de los campos de exterminio nazis, de los gulags soviéticos, de las matanzas de Pol Pot, de los Auschwitz que suceden en África, según la expresión del Nobel húngaro Imre Kerstesz… y quienes han vivido eso están acabados como seres humanos.
Acaso no es casual que el propio Polanski acabara rodando, muchos años después, no sólo La novena puerta (1999) sino también El pianista (2002), sobre el terror nazi. Es más, esta indagación sobre el mal absoluto –como concepto, además, irrepresentable, lo que apela a ese valor como propio de la posmodernidad, como sostendría el propio autor de este concepto, Lyotard– explicaría el auge de las películas sobre el nazismo de los últimos años tras, justo es señalarlo, el título precursor de Spielberg, La lista de Schindler (1993): La zona gris (Blake Nelson, 2001), Amén (Costa-Gavras, 2002), El hundimiento (Hirschbiegel, 2004) o El hijo de Saúl (Nemes, 2015), entre otras muchas.
También en esta línea se encuentran, como decíamos, obras ya mencionadas como Seven y El silencio de los corderos, que prefiguran la línea cinematográfica que iniciarán definitivamente títulos como Funny Games (Haneke, 1997), American Psycho (2000), Elephant (Van Sant, 2003), No es país para viejos (hermanos Coen, 2007), Zodiac (Fincher, 2007), Promesas del Este (Cronenberg, 2007), La cinta blanca (Haneke, 2009) y series como True Detective, Hannibal y Mindhunter.
La obra de Polanski, por lo tanto, ha derivado en dos vertientes en el cine del nuevo milenio: por un lado, una indagación sobre en lo que eso que hemos denominado el mal absoluto; por otro, como concreción de lo anterior, las películas sobre el demonio o lo diabólico.
También este último tipo de género o subgénero ha vivido un auge extraordinario en las últimas dos décadas, incluso con directores consagrados que se han lazando a abordar el género: Jeespers Cleepers (Salva, 2001), Birth (Glazer, 2004), Anticristo (Von Trier, 2009), Cisne negro (Aronofsky, 2010), We need to talk about Kevin (Ramsay, 2011), por no mencionar la avalancha de películas sobre exorcismos comenzando por una precuela de la obra de Friedkin, El exorcista: el comienzo (Harlin, 2004) y siguiendo con El exorcismo de Emily Rose (Derrickson, 2005), El rito (Hafstrom, 2011), Exorcismo en el Vaticano (Neveldine, 2015) o La reencarnación (Peyton, 2016).
Finalmente, La noche de los muertos vivientes aborda de una manera u otra todos estos miedos, pero, sobre todo y de manera central, uno que no está incluido en las películas anteriores: los excesos del capitalismo digital globalizado, es decir, de un sistema económico, financiero y productivo desaforado que entra en colisión con los derechos básicos del ser humano y puede poner en jaque por vez primera en la historia de la humanidad la sostenibilidad futura del planeta.
Como recuerdan en un artículo reciente (2016) Santiago Fillol, Glòria Salvadó-Corretger y Núria Bou i Sala, de la Universidad Pompeu Fabra, los zombis son las “primeras criaturas sobrenaturales que no nacen de una tradición gótica europea sino que surgen directamente de las prácticas folklóricas de los esclavos africanos”.
Desde sus inicios, señalan estos autores, la figura del zombi siempre estuvo ligada a la esclavitud, a la explotación laboral; son criaturas destinadas a trabajar toda la eternidad.
White Zombie, de 1932, es la primera película donde aparece una de estas criaturas. Sólo once años más tarde, en 1943, se estrenó I Walked with a Zombie, de Jacques Tourneur, la primera cinta considerada una obra maestra del terror y un clásico del cine, con lo que el arquetipo del zombi queda consagrado dentro de la cultura oficial y no como un subproducto cultural.
En los años siguientes se suceden las películas sobre zombis hasta que en 1968 llega la película de Romero, que reelabora la figura de este personaje. Romero, dicen los autores de la Pompeu Fabra, “liberó al zombi de los grilletes de su amo y los dotó no con una función (un trabajo o tarea) sino con una pulsión (comer carne humana)”.
Romero introduce además en su cinta dos cambios esenciales que han marcado este subgénero desde entonces: los zombis son mayoritariamente blancos y sólo un golpe o un tiro en la cabeza puede destruirlos.
“El canibalismo es un reflejo crítico de la sociedad capitalista”, añaden. Se trata de un hambre que es mostrada como una condena, como una terrible metáfora de la pobreza, de hecho, “el zombi no silencia su condición infrahumana y parece, en primera instancia, que reclame ayuda cuando alarga sus extremidades”.
La película de Romero se leyó en su día como crítica a la Guerra de Vietnam y a los Estados Unidos tras la represión del Movimiento de los Derechos Civiles, incluso como una alegoría de la lucha contra la segregación racial. Medio siglo después, apuntan los citados autores, “el zombi representa a las víctimas del capitalismo a los inmigrantes sin identidad”.
Así es como es leído en la actualidad, a lo que se añaden como metáfora de la superpoblación o del cambio climático o, como ocurría en el remake de El planeta de los simios, como metáfora de Prometeo, que juega con el fuego de la ciencia y pone en riesgo debido a su ambición de ser Dios la existencia del ser humano, como sucede con The Walking Dead.
Además de la serie, podemos destacar, entre otros muchos títulos, 27 días después (Boyle, 2002; incluso, su La playa, de 2000, puede considerarse una especie de distopía) y su secuela 28 semanas después (Fresnadillo, 2007), Planet Terror (Rodríguez, 2007) o Guerra mundial Z (Foster, 2013).
Muchos de los títulos que se han citado podrían considerarse películas de catástrofes, que tanto auge conocieron en los 90, si bien, entonces no abordaban los miedos y angustias que detallamos en este artículo sino que eran a menudo el marco incomparable para el héroe –figura en alza en esos años y los siguientes, que explicaría el auge también del cine de superhéroes– y un vehículo ideal para explotar eso que el crítico Robert Stam llama cine de parque de atracciones: El día de la independencia (Emmerich, 1996), Deep Impact (Leder, 1998), Armageddon (Bay, 1998), El núcleo (Amiel, 2003) o El día de mañana (Emmerich, 2004), película que ya sí incorpora de manera explícita y consciente el miedo a las consecuencias que puede traer para la humanidad el cambio climático.
Para la taquilla, de hecho, una mezcla entre el cine de parque de atracciones y cine del miedo, de miedo al futuro –cine apocalíptico, si se quiere, lo que incide en la idea posmoderna de sensación de fracaso del proyecto ilustrado, humanista y emancipador–, está siendo enormemente rentable, a saber: la saga de películas de Transformers (Bay, la primera de 2007, a la que siguieron cuatro más entre 2009 y 2017).
Esta corriente cinematográfica que nace a finales del pasado siglo y que ha inundado las pantallas del nuevo, comparte espacio, además de con el cine de parque de atracciones, con otras dos que también caracterizan las últimas dos décadas: el cine de animación digital, iniciado con Toy Story (Lasseter, 1995) y el cine realista del llamado indiewood, según la expresión empleada en 2015 por el profesor de la Universidad Rey Juan Carlos Antonio Sánchez-Escalonilla.
Esta última corriente nace tras la Declaración de independientes publicada en 2004 por Payne en la revista Variety. En dicho texto, Payne se quejaba, como ya se ha descrito, de que, tras el 11-S se habían producido “películas americanas pero no películas sobre los americanos”, sin duda una afirmación que se debe a lo que decíamos al inicio del artículo: hay una nueva generación, llamémosla perdida, que no se ve reconocida en la pantalla en un momento histórico de crisis sistémica en el que la industria del cine acaba replicando modelos anteriores sin dar con la tecla, con la música, de lo nuevo, de lo actual.
¿Y qué hay más actual y más moderno que el miedo al futuro y más antiguo que la capacidad catártica del arte para purgar esos miedos? El vino nuevo, en los odres de siempre.