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Una cita en Lesbos con tu espejo

 

 

Tengo mala conciencia. No consigo urdir una historia consistente del tiempo. Plasmar de forma ritmada, con frecuencia previsible, la noche de los domingos, la mañana de los sábados, el mediodía del lunes, el atardecer del jueves… una teoría de los días, unas impresiones políticas, una reacción clara (o confusa) a lo que sucede, a lo que escucho, a lo que leo, a lo que pienso sobre lo que escucho, a lo que pienso sobre lo que leo, a lo que me gustaría leer, a lo que me gustaría pensar, entender, pensar…

 

Los caminos de los libros nos llevan a lugares insospechados. En La noche de Europa (en el fragmento titulado ‘Puerta de la muerte’, página 86) escribe Dionisio Cañas:

 

«Resucita quien resucita, y nadie más. Te puse el dedo en la boca para que no dijeras nada. Tú llorabas. No llores, madre, no llores. Estamos juntos. Entrelazados, rodeados de botellas de plástico, de condones, de bolsas de plástico, de cucharas y de tenedores de plástico. No llores. ¿Fuimos felices? Fuimos. Nadie sabe nada. Cuesta mucho abandonar los manteles de papel y los microplásticos de la pasta de dientes. Las servilletas de papel de cumpleaños. Pero no estamos solos, madre. ¡Alégrate! Hemos entrado en la Muerte para salir por el Cero».

 

Melinda McRostie, creadora de la Starfish Foundation, tenía un restaurante en Lesbos. El pasado sábado, Beatriz Navarro le preguntaba en la revista Mujer Hoy: «¿Recuerda cómo era su vida cuando era simplemente una mujer que tenía un restaurante». Esta fue su respuesta:

 

«Esa es una pregunta estupenda que nadie me ha hecho nunca. Sí, me acuerdo y a veces me gustaría recuperarla. Vivíamos el ajetreo constante de un restaurante muy concurrido, así que no era una vida tranquila, pero sí al menos un poco más organizada y previsible. Hasta que este drama llegó a nuestra puerta y la normalidad se desvaneció».

 

A partir de ahí subrayé prácticamente todas las repuestas de las dos páginas de que constaba la entrevista, y que es de lo mejor que he leído este fin de semana pasado en un confortable café de Madrid en el que me gusta meterme los sábados por la mañana cuando dispongo de cuatro o cinco horas con mis cinco periódicos:

 

«No tuve tiempo de pensarlo. Al principio de 2015 llegaba un barco a la semana, pero en octubre eran ya 70 barcos diarios. El peor día que tuvimos recibimos 10.000 personas…».

 

«un día había muchísimas personas que tenían que ir andando a Mitelene [la capital de la isla], eran 70 kilómetros bajo un sol abrasador. Así que los turistas me daban dinero y, cuando reunía 300 euros, alquilaba un autobús en ese mismo momento para llevarlos. Las grandes ONG no pueden hacer eso».

 

«Escuchándolos aprendes una lección importante: que son seres humanos, que sufren y aman, y ríen y lloran exactamente igual que tú y que yo. A veces, hay gente en la isla que te dice que ellos no tienen nada que ver con nosotros, a esos les digo: ‘Ve y habla con ellos'».

 

«Por nuestro pueblo, de unos mil habitantes, han pasado 200.000 refugiados. Nunca hubo ni una violación ni un robo, porque todos y cada uno de ellos fueron atendidos y recibieron ayuda. Este es el mayor movimiento de gente desde la Segunda Guerra Mundial y no es un problema de Grecia, ni de Europa, es un problema del mundo entero».

 

 

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