Ahora que vivo en Nueva York suelo decir que «yo vivía en Lima», sin pensar demasiado en el espacio que abarca lo que nombro. Esa metrópoli sofocada de humo, de más de 10 millones de personas, que sigue extendiéndose, como un insecto hambriento.
*
«Ir a Lima» siempre significa ir a un diminuto fragmento de la ciudad. Después de aterrizar en el Callao, el resto de mis viajes suele ser un paseo por unos pocos de sus 43 distritos. A ver: La Molina, Miraflores, Cercado, San Isidro, Surco, Barranco. Tal vez Chorrillos, Pueblo Libre, Lince, Magdalena. Quizás San Borja o San Miguel. Algunas veces Cieneguilla, Chaclacayo, Pucusana o Ate Vitarte. Jamás todos en un mismo viaje.
De esa lista de distritos, por razones que tienen (y no) que ver con su cercanía al mar, me interesa mucho más uno de ellos: Miraflores.
«¿Por qué?» me pregunté mientras caminaba por sus calles silenciosas, la mañana del último domingo del año 2022. Caminando, me asomé a la ventana de un restaurante de la calle Porta. La vieja casona se recuperaba solitaria de la jarana del sábado. Las mesas y las sillas en las sombras. Un escobillón inclinado sobre una pared descascarada. «Si tú nunca has vivido ahí», me dije.
*
Quizá, especulo, porque ir desde la casa (en La Molina) hasta la costa limeña era un viaje. Yo iba sentado con mi hermano en el asiento trasero de un escarabajo blanco. Mi madre manejaba. Los tres nos tendíamos sobre las toallas en la arena de la Costa Verde y escuchábamos que anunciaban, por los parlantes de la playa, «La hora Inca Kola»:
Venga, venga, venga el saboor de Inca Koola, que da la hora en todo el Perúu, la hora Inca Kooola
*
Tal vez porque ese distrito (que alguna vez se llamó balneario) es diferente.
Esa diferencia, durante mi niñez, era un dato preciso: Miraflores tenía edificios. La Lima de aquel entonces era bastante enana. El único edificio que yo conocía por dentro estaba ahí, sobre la Bajada Balta. Era el departamento de César Guerrero, amigo de mi padre.
A ese departamento se subía en un ascensor. A la aventura de atravesar la ciudad para llegar hasta Miraflores, se sumaba la de meterse en un ascensor.
*
De los viajes al edificio de la Bajada Balta me quedan tres recuerdos importantes:
1.En los baños del amigo de mi padre (a donde tengo que haber entrado sin permiso) encontré, rebuscando un cajón lleno de toallas, una revista Playboy.
2. En la sala de ese departamento (tal vez porque yo solía decir que me gustaba leer) César Guerrero me regaló un libro. Uno con el título muy grande en la portada: Atrápenme si pueden. Era la autobiografía de un criminal que empezó de muchacho, sobregirando la tarjeta de crédito de su padre. Un estafador que, como además de listo era guapo, se acostó con decenas de mujeres hermosas.
La vida de Frank Abegnale Jr. (DiCaprio lo representaría años después en Catch Me If you Can) constituyó mi primer aprendizaje de lo que era «una vida sexual activa».
Es cierto que, como contrapeso moral (tal vez), Abegnale también asustaba a sus lectores con episodios truculentos. Recuerdo uno: el personaje casi muere dentro de una hedionda cárcel francesa.
A pesar de su intensa vida sexual –con enfermeras que lo creían cirujano, secretarias que lo creían abogado, azafatas que lo creían piloto– Abegnale se enamoró sólo una vez. Aconsejado por el ángel del bien, le confesó su vida criminal a la mujer de sus sueños. Y ella, que le había entregado su virginidad, lo denunció con la policía. Así lo atraparon.
Moraleja: nunca te enamores.
3. Desde ese departamento en Miraflores vi (y escuché) cómo mataban a un hombre.
¿Tendría 11 años? ¿12 años? Los limeños ya veníamos acostumbrándonos al sonido de las bombas más allá de los cerros y a los asesinatos de Sendero Luminoso. Esa tarde (en mi recuerdo el cielo de Miraflores era de un color naranja intenso) un hombre corría por la vereda que bajaba hacia el mar, perseguido por la policía. Se escucharon disparos que rebotaban con eco en las paredes de los edificios altos.
Gritos. Más disparos. Allá, muy abajo, sobre la calle, un charco de sangre. Alguien dijo que habían matado a un terrorista.
Es posible que César Guerrero cerrara la ventana para que no viéramos más. Que esa noche mis padres evitaran darme más explicaciones. Que esa memoria esté contaminada por la narración de otros.
Y sí. Cuando yo vivía en Lima vi cómo asesinaban a un hombre. Es un recuerdo que aún me persigue. Es una imagen que se mezcla con otras imágenes –también muy intensas–del deseo.
Fue en un departamento de Miraflores con ascensor. Fue frente al mar.