Hay un tópico que se hace presente en múltiples campos, pero de efectos letales cuando se aplica al de la política: Una cosa es la teoría y otra la práctica. Es un lugar común que, en el clima antiintelectualista de nuestros días, suele venir completado por ese otro que ordena dejarse de teorías para ir al grano o bien olvidarnos de lo abstracto para pasar a lo concreto. Semejantes frases hechas quieren decir varias cosas, a cual más nefasta.
1. Significan, por de pronto, algo parecido a lo que ya denunció Kant en su conocido opúsculo del mismo título: que determinada idea o cierto proyecto políticos están bien en principio, pero que son de imposible ejecución o cumplimiento porque la realidad -la naturaleza humana, el estado de las cosas- no lo permitiría. Dan, pues, a entender que la política tiene sus propias reglas que nada tienen que ver con lo que consagra su teoría o, más en particular, la moral pública. O sea, que una cosa es el deber ser y otra el ser, y que pasar por alto tal distinción es deslizarse hacia lo utópico. Hoy tildar a alguien de teórico no suele ser precisamente signo de alabanza o reconocimiento; más bien equivale a tacharle de iluso y dotado de una lamentable falta del necesario realismo. Resulta entonces que la actividad pública se reduce a pura correlación de fuerzas, a trasiego de intereses, a un juego de astucia e influencias inconfesables, pero en todo caso algo en lo que nada cuentan de hecho (ni deben contar de derecho) los principios éticos y, en último término, el ideal de la justicia. Tal sería la oscura naturaleza de la política y poco va a mejorarla el hecho de calificarla de democrática.
No parece éste el lugar para algo más que consignar la relación necesaria que vincula a la moral con la política. Dejemos sólo constancia de que la moral tiene como requisito necesario a la política, si es que las leyes de la polis contribuyen a las justas relaciones entre todos y a la vida buena del individuo. A la inversa, la política habrá de ser igualmente la culminación de la propia moral, que será su aliento y su límite: al fin y al cabo, si quiere hacer posible lo que postula, la moral ha de volverse política. Por eso siempre es ocasión de repetir la sentencia de Rousseau: “Quienes quieran tratar por separado la política y la moral nunca entenderán nada en ninguna de las dos”.
2. Aquellas gastadas monedas verbales apuntan también sin duda a una devaluación del pensamiento en esta materia. Viene a subrayarse que la teoría propia de la práctica (o sea, la que trata de la acción humana) no es tan “teórica” como la teoría propia de la ciencia; es decir, tan exacta, demostrativa y universal como esta última. Pero, aun siendo eso a fin de cuentas cierto, de ahí no se sigue la enseñanza que acostumbra a sacar el ciudadano medio. A saber, que las conductas privadas y públicas poco o nada se relacionan con la teoría, como si no fuera ésta la que en buena medida orienta a aquéllas, o como si tales conductas pudieran mantenerse idénticas en caso de que los agentes cambiasen las ideas que las inducen o las justifican. No hay absurdo mayor que suponer que las meras opiniones carecen de consecuencias civiles dignas de mención; que, siendo de hecho inocuas, lo mismo da mantener una que otra. Semejante necedad no repara en que, si las opiniones políticas y las morales son prácticas, es precisamente porque mueven el deseo y la voluntad del sujeto, porque se piensan con vistas a la acción.
Pero entonces se añadirá que tratar de la cosa pública equivale a adentrarse en el reino de la pura opinión, un lugar bastante alejado a la verdad. O, lo que es igual, allí donde casi todo puede ser dicho sin mayores miramientos, porque en esto cada quisque alberga un saber de valor parecido y nadie puede arrogarse la misión de enseñar a nadie. Vayamos, pues, a lo concreto (por ejemplo, al plan municipal de viviendas), se insiste, como si el tratamiento y la decisión sobre ello no exigiera disponer de conceptos abstractos y de categorías normativas de valor. De modo que, falto de análisis y evaluación apropiada, lo tenido por concreto será en realidad algo sumamente indeterminado y se habrá incurrido en dudosos juicios de valor, sólo que habrán pasado inadvertidos para sus propios sujetos. Al final el “experto” emitirá su dictamen como si fuera el único juez competente. Es lo que manda la mentalidad técnica: que no se discuta de los fines mismos y de su legitimidad, que se dan por supuestos, sino tan sólo de los medios adecuados a esos fines al parecer inapelables.
La torpe muletilla olvida que, sin ser en puridad verdaderas (como pueden serlo las teóricas), algunas ideas u opiniones son desde luego más verosímiles que otras; y el que no sean demostrables no les impide presentarse como más o menos razonables, mejor o peor argumentadas. Aviados estaríamos como fuéramos incapaces de fundar racionalmente la prevalencia de unos discursos, programas o proyectos políticos sobre otros. Pongamos por caso, si no pudiéramos sostener con suficiente apoyo teórico que la doctrina absolutista del derecho divino de los reyes, la teoría fascista del caudillaje, la creencia nacionalista en la predeterminación étnica del Estado… carecen de la menor legitimidad frente a la idea del fundamento democrático del poder público.
3. Pero no abandonemos aún este cliché sin sacar a la luz lo que, al manejarlo como cosa obvia, la mayoría suele desatender. Digámoslo de una vez, pese a la sorpresa que depare: que la teoría destinada a la acción, o el conocimiento práctico, ocupa en un sentido indiscutible el lugar más elevado de la escala del saber. Y es que mediante él “no investigamos para saber qué es la virtud, sino para ser buenos” (Aristóteles), como tampoco nos bastaría saber qué es la justicia si no fuera para edificar una ciudad más justa. Es un conocimiento cuyos objetos están a nuestra merced y pueden ser de una u otra manera según dicte el bien del individuo o de su comunidad; el que se dirige a delimitar opciones, nutrir la deliberación y, en resumidas cuentas, fundar una elección o justificar una decisión. Por medio del saber teórico, puesto que se refiere a lo necesario, cabe alcanzar certezas universalizables y descansar en algo seguro, pero trata de lo que nos es más ajeno. En el práctico, al abarcar sólo el espacio de lo contingente, nos movemos siempre entre opiniones más o menos particulares y provisionales…, pero se refiere a lo que es más nuestro. Así es como el conocimiento de lo libre o no necesario viene a ser el más imprescindible.
Notable paradoja la del conocimiento moral y político: siendo un saber inferior en su potencia epistémica al saber científico, resulta sin embargo exigible de todos los sujetos. Y ello se explica por el muy diverso modo como nos afectan las áreas de la realidad a las que corresponden ambos saberes. No puede suscitarnos tan apasionado interés lo que transcurre sin nuestra participación como lo que sucede gracias a ella, ni tampoco lo que en principio se halla más alejado de nuestras expectativas de felicidad y “vida buena” como eso que las altera radicalmente. Kant dejó escrito que, por contraste con la razón teórica, la razón práctica indaga los fines más esenciales de la naturaleza humana, o sea, lo “que interesa a todos los hombres por igual”. El compromiso del individuo con uno u otro género de saber habrá de ser por ello radicalmente distinto. Se diría que no parece tan estricto en el teórico, un conocimiento de índole más especializada. Pero ese compromiso se vuelve universalmente obligatorio en el saber práctico, una obligación que arraiga a un tiempo en su probada capacidad de transformar nuestra conducta y en nuestra interdependencia como sujetos morales y políticos. Una cosa es la teoría y otra la práctica, desde luego; pero el saber de la práctica nos incumbe aún más que el saber de la teoría.