
Así se ha encaramado España a lo más alto de la mitología futbolística. En soledad. A solas con su libro de estilo. Clamando en el desierto contra esas selecciones que han jugado a no dejar jugar al rival. Es decir, todas salvo Ghana, Argentina y Alemania. Hubo un momento en la final de ayer que no podía creer lo que estaba viendo. La Holanda de Cruyff, Neskeens y Van Basten, cosiendo a patadas a un rival con permiso de ese alguacil inglés al que, por esas cosas ignominiosas de la FIFA, le han concedido el favor de pitar una final. Todavía hoy rebobino en mi mente algunos lances y maldigo esa táctica karateka de sacar al rival del partido. Ello no empaña el mérito de La Roja. Más que nunca jugó España suspendida en el alambre y obtuvo el premio de una justicia poética que raramente cae en favor de los ingenuos, románticos y sentimentales de este deporte que vive una oleada de destripaterrones. Ganó España y el fútbol de la única manera posible: en la prórroga y con un gol de duende de Andrés Iniesta que volvió a ser aquel geniecillo que también en Stamford Bridge se congració con los milagros. El día después una oleada patriótica inunda calles y medios, pero esta selección es por fin un grupo que trasciende definitivamente los problemas de identidad y de caspa que han rodeado desde tiempo inmemorial al combinado. Quienes aman el fútbol están felices hoy más allá de su nacionalidad, raza o credo político. La gesta de Johannesburgo también acreciente el mito del Mundial. Es muy difícil alzar la Copa del Mundo, es imposible no tener un mal día, un mal árbitro, un rival pegajoso. Sin ir más lejos es la tercera final que pierde Holanda. Por todo eso deberíamos disfrutarlo y recordarlo como algo infinitamente valioso. Esa estrella solitaria luce como un triunfo de la virtud en medio de una constelación de chacales.