1.
Le habla de la felicidad; sin aditivos. Una felicidad práctica, orgánica: biológica. Nada de abstracciones ni de ideas abstrusas. Una felicidad ordinaria y precisa.
Es un hombre que ha sido director de empresas, budista y ahora… es feliz.
Le escucha con atención.
Están en la Avenida Gaudí.
Corre un ligero viento.
Es media mañana y aun los turistas no arramblan con todo.
Se está bien.
2.
Piensa en algunos de los años de su vida, en cómo, a pesar de haber sido un infierno brutal (o tal vez no tanto), los recuerda felices. Muy felices, incluso.
El hombre le dice que hay una ley de tres a uno, que una mala noticia puede destruir tres malas. Y es verdad y es mentira. Porque, aun siendo él consciente de la lamentable situación en la que se encontraba (esto es, sin obviarla), piensa, todo lo que recuerda es bello, luminoso: necesario.
Así que aquellos malos recuerdos siquiera empañan los buenos.
[Aunque lo intentaron, lo intentan]
3.
La escritura tiene gran culpa de todo. De la buena onda de hoy.
Se da cuenta mientras piensa en alto, vociferando. Alegre.
Porque fijar las cosas obliga a nuestra mente a concentrarnos en lo importante. Y lo importante es la felicidad, de la que siempre hay que dejar constancia
[En su caso, dejar constancia significa haber llevado un diario, durante los últimos años. Apuntando ahí lo verdaderamente definitorio]
De ahí la razón para este texto, hoy.
Que se siente feliz, por el momento.