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Una francesita en Moscú

 

Se hacía tarde. Karine nunca debería haber salido de Francia mientras pensase que razonando se entendía la gente. El cartesianismo de los franceses era una verdadera maldición en Rusia. Después de una tarde bastante occidental regresaba con mi compañera de clase hacia el sur de Moscú. Ambas estábamos muy satisfechas con las compras realizadas; por un precio aceptable alguien había pegado una etiqueta europea a unos diseños atractivos y modernos, y ahora lo vendían como mercancía actual llegada directamente de los almacenes de Milán y París. Repentinamente, la francesa se dio cuenta de que le faltaba la cartera del bolso y su conclusión más lógica e inmediata fue la de que debíamos acercarnos a la oficina de policía más próxima a denunciarlo.

       Karine vivía en Moscú desde hacía 3 años así que era del todo inexplicable que pudiese creer que alguien iba a mover un dedo por su jodida cartera. ¿La policía buscando su carnet de la biblioteca de Burdeos a cambio de nada? Se había vuelto loca…¿Y quién  le había dicho a la francesa que la policía rusa era una compañía que había que frecuentar? Cualquier manual de instrucción advertía precisamente de lo contrario: en caso de tropiezo fortuito ignore a la milicia, traspásela como si un ente se hubiese cruzado en su camino. ¿Dónde se había metido la gabacha el primer día de clase, cuando la profesora dibujaba un cementerio lleno de cruces en la pizarra y gritaba poseída ”alejaos de los uniformes“?

       Por curiosidad malsana me fui con ella. Quería ver la cara que pondría un adolescente disfrazado de feroz garante del orden cuando le comentase que le habían robado su tarjeta de socia de las Galerías Lafayette. El chaval, efectivamente, pareció molesto por la interrupción de Karine en medio de sus divagaciones a través de la nada. Nos despachó en cuestión de segundos mandándonos a la entrada de Oktiabraskaya. Allí sus superiores iban  a atendernos como nos merecíamos…

       Un hombre cuarentón, gordo y enrojecido fingió prestar atención con su gorra bien encasquetada hasta las cejas. Karine, alumna de las clases superiores de ruso, era el perfecto ejemplo de cómo un occidental que pagaba podía llegar muy lejos en la enseñanza en Rusia. Con un acento similar al de un alemán entonando el italiano o un chino dando órdenes en alemán, la francesita comenzó la perorata ante el sorprendido policía, que observaba de vez en cuando a su alrededor esperando alguna trampa. Aquella jovencita gordita y con boina no tenía nada que ver con Brigitte Bardot o Vanessa Paradis, pero en cualquier caso, su preocupación por las tonterías se correspondía con la imagen que el gordo sudoroso se había formado de las francesas. Yo estaba por darle la razón….

       La oficina de la policía en la estación de Octubre era un pasillo estrecho con una mesa, tres sillas, una máquina de escribir y muchas latas de cerveza. Una mujer con cara de pocos amigos nos contempló con desprecio. Cuando los rusos ya juraban que los europeos no eran tan meapilas como para solicitar su ayuda, allí estábamos Karine y yo recurriendo a sus servicios. El gordo se puso serio y comunicó a la secretaria que había que tomar nota de una denuncia. La mujer lo miró como si fuera estúpido y con gesto seco respondió que no había papel. ¿Para que coño iban a necesitar papel si un ruso sabía que ante las desgracias solo era posible joderse? Apurado por la supuesta imagen que la burocracia rusa estaba causando ante el imperio francés, nos informó de que debíamos cruzar la calle y realizar la denuncia en la oficina de policía que se encontraba en la otra boca de metro.

       Por segunda vez, interrumpimos el momento de descanso nihilista de unos hombres que no podían entender por qué el gordo se personaba allí con dos impertinentes que no tenían mejor forma de perder el tiempo. Empezaba a avergonzarme de mí misma pero la pesada de Karine insistía en hacer una reclamación legal. Daban ganas de abofetearla, darle un par de tragos de vodka y obligarla a recapacitar pero seguía en sus trece. El más voluntarioso de los caballeros se levantó de un taburete cojo y amablemente explicó que existía déficit de bolígrafos y folios en la sala. No quedaba más remedio que acompañarlo hasta la central para efectuar los procedimientos oportunos. La gabacha dijo que sí.

 

 

       Salimos a la calle. Noche cerrada y viento frío cortante. El coche de la milicia resultó ser un Lada renqueante, sin matrícula trasera y una chapa sometida a los excesos del invierno. La broma había ido ya demasiado lejos. No tenía la menor intención de montarme en aquella máquina de la muerte y menos con unos tipos que no sabíamos realmente quienes eran. Imploré a Karine que dejara de comportarse como una retrasada víctima del espíritu de la Ilustración, y que regresáramos a casa, pero la francesa canturreó un “ah, nonononono….”. Cuando volví a considerar la idea de mi cuerpo descuartizado en una maleta, el Lada ya zumbaba por las oscuras avenidas de las afueras de Moscú. En medio de un silencio sepulcral, el último punto de referencia conocido fue el río Moscova. Si quisieran envenenarnos con algún matarratas o residuos radioactivos se habrían ahorrado el paseo en coche, directamente nos hubiesen mandado a que se nos cayese el pelo y las uñas en la residencia… Así me consolaba ante la amenaza de una muerte inminente pero las imágenes que rondaban mi cabeza iban a peor a medida que nos alejábamos de la civilización. Sopesé la posibilidad de arrojarme del Lada en marcha y arriesgarme a que un autobús sin frenos me arrollara. ¿No sería mejor que me amputasen las piernas a permitir que mi cuerpo pasara por los efectos de 50 quimioterapias agresivas?. ¿Irían a ahogarnos en el río? Pero, ¿desde cuando se tomaban los rusos tantas molestias cuando a uno lo podían tirar troceado por la ranura de una alcantarilla? La única opción que restaba era que iban a enterrarnos junto a la caseta del perro de una dacha del extrarradio de Moscú. Miré a la francesa. La muy cabrona parecía recitar mentalmente la lista de la compra para el día siguiente. Para mi propia satisfacción pensé: ”Karine, no vas a volver a comer foie en tu puta vida….“.

En la parte delantera del coche los dos hombres continuaban mudos.

-¿Falta mucho?- Pregunté con un hilito de voz.

-Estamos llegando.- El hombre eructó.

       Siempre había deseado que la muerte me cogiera de improviso y, sin embargo, allí estaba con el guión encima de las piernas, leyendo una y otra vez el final de la obra: el protagonista muere.

-¿Podría poner, por favor, la radio?

El conductor accedió con un gruñido. Ya de palmarla al menos escuchando música…

       Pero ni ese pequeño placer iban a concederme. En las noticias alguien hablaba del precio de las sandías. Estirar la pata con un mínimo de dignidad era harto complicado en aquel país.

       Por fin, el Lada se detuvo. Bajamos al exterior. Busqué con la mirada la dacha en la cual yacerían nuestros cuerpos pero estábamos en mitad de un descampado. Un sudor frío recorrió mi cuerpo. El conductor indicó con un gesto que lo siguiéramos. Bajo mis pies congelados se oía el crujido de la gravilla. Allí no había escapatoria, un tiro en la nuca y directa a las ofertas de la carnicería. Cuando ya estaba a punto de pedir clemencia para que acabasen con aquella tortura de una vez, divisé a lo lejos un cartel pobremente iluminado que anunciaba la presencia de un puesto de la milicia. En medio de la nada se levantaba un cubículo destartalado lleno de cables y antenas y en cuyo interior se percibía gran movimiento. Por primera vez, mis músculos perdían el agarrotamiento de las últimas horas. Me giré hacia Karine.

-Uh! C´est bon! Finalement la police!.

       Se ajustó su boina de lana a la cabeza y colocó elegantemente la bufanda sobre el abrigo. Tenía que reconocerle a la francesa cierta aura de santidad. Al fin y al cabo creía en Rusia más ciegamente que yo…

 


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