En la música occidental, la frase más sencilla que puede hacerse es, seguramente, una escala ascendente o descendente. Do Re Mi Fa Sol La Si Do. O la descentende: Do Si La Sol Fa Mi Re Do.
Quizá la música que más me ha obsesionado a lo largo de mi vida, junto con La canción de la tierra, Parsifal y Bach y Schubert y el tipo de Bonn, sea la Octava Sinfonía de Bruckner. Es quizá la más grande sinfonía de Bruckner, y una obra que en cierto modo le destruyó como compositor y como persona.
Se la dedicó al Emperador, que se lo agradeció dándole algún dinero pero no asistió al estreno, ya que se hallaba de cacería.
La falta de éxito de su Sinfonía, las críticas malignas de sus enemigos, sus supuestos defectos de construcción y orquestación hicieron que Bruckner detuviera prácticamente su carrera de compositor para rehacer la sinfonía y, de paso, para ponerse a rehacer las sinfonías anteriores, de modo que ya no tuvo tiempo de terminar ninguna obra importante. La Novena Sinfonía quedó inconclusa. Su última obra terminada, la cantata Helgoland, contiene citas directas de la Octava Sinfonía.
También a Bruckner le obsesionaba la Octava.
El centro espiritual de la Octava es su Adagio, que comienza con una cita casi textual del Tristan de Wagner. Hay varios temas importantes en este movimiento, el inicial, un motivo de cinco notas con sólo un movimiento de un semitono ascendente, un motivo romántico y muy cromático, un coral para metales, y un motivo que aparece en ciertos momentos de clímax, que tiene la forma de una escala descendente.
Estas escalas descententes siempre me han obsesionado. Varias veces en el movimiento se llega a estas escalas, y digo escalas en plural porque siempre hay dos, primero una, y luego otra un tono más arriba. De modo que las dos escalas crean una especie de difracción, una contradicción que queda sin resolver.
Al final, cuando ya todo ha terminado y parece que sólo falta el acorde final, cuando todo está inmóvil, de pronto, de la forma más inesperada, se oye de nuevo la escala. Pero esta vez es una escala, sólo una. Y se trata de una escala descendente, la frase más sencilla posible. Es como Do Si La Sol Fa Mi Re Do, con otro Do al final, pero en Re bemol mayor. Supongo que todo el mundo puede imaginar cómo suena Do Si La Sol Fa Mi Re Do Do. Si otorgamos al primer Do un valor de tres y al Re también un valor de tres y ponemos el acento en el La, tendremos la frase completa.
Do Si la Sol Fa Mi Re Do. O, en Re bemol: Re b Do Si b La b Sol b Fa Mi b Re b Reb. Pero ¿por qué esto conmueve tan profundamente al que escucha? ¿Por qué una frase tan simple, algo que no es nada, como decir un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, alcanza la esfera de lo sublime? Creo que esta tarde he comprendido por qué.
Esa frase dice: la música, y la vida, son así. Así de sencillas. Baja por la escalera, hasta llegar a tu lugar. Haz lo que debes hacer. Haz las cosas como deben ser hechas. No tienes que hacer más. Eso es todo.
La frase dice también que todas las cosas descienden, que la vida es algo que viene de lo alto, que venimos del cielo y terminamos en la tierra. Dice que la tierra y el cielo son en realidad lo mismo, la misma nota. Dice que llegar al lugar adecuado es llegar al lugar del que partimos, puesto que el principio y el final son la misma nota.
Supongo que sería útil, en cualquier situación de la vida, en los momentos de angustia o de incertidumbre, recordar la frase de Bruckner. Recordar que todo en la vida, y toda la vida, no es más que una escala en movimiento que no se detendrá hasta llegar al lugar correcto.