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Mientras tantoUna guerra es todas las guerras

Una guerra es todas las guerras


 

Estos días, el Teatro Real tiene en cartel Idomeneo, rè di Creta, ópera seria en tres actos de Mozart con libreto de Varesco. Las óperas serias van de lo que parecen: dioses de cartón piedra con problemas alambicados, hechiceras tremendísimas, dragones, hidras, héroes y princesas gente similar. Formalmente, la ópera seria es la heredera directa de la ópera barroca (ya saben, mucha aria da capo, recitativos que mueven la acción, etc.), así que entre la estructura musical y el tema del libreto, digamos que, por lo general, no es una fiesta animadísima. También es cierto que estas óperas no se pensaron para ser escuchadas como lo hacemos hoy, con las luces apagadas y el personal sentado en silencio. Así que es conveniente que el director de escena encuentre algún enganche creíble con el auditorio, porque como empiecen a salir cantantes con armadura durante tres horas quizás no llegas vivo al final.

 

Idomeneo, volviendo de la guerra de Troya, se encuentra con un temporal, así que le ofrece a Neptuno un trato: si le permite sobrevivir le ofrecerá en sacrificio a la primera persona con la que se encuentre. Los dioses, como todo el mundo sabe, son tipos mezquinos: Idomeneo llega vivo a tierra pero se encuentra con su hijo. Entonces inicia toda una serie de maniobras evasivas para no cortarle el cuello al chaval. Idamante, que así se llama el hijo, está muy atribulado porque su papá está raro. Mientras se ponen de acuerdo en lo del filicidio, Neptuno envía a un monstruo a asolar Creta, porque el rey de los mares negocia fuerte. Idamante, por el camino, se ha enamorado de Ilia, la princesa de los troyanos (como ven, los griegos son magnánimos en la victoria), para gran desconsuelo de Elettra, que está enamorada de él. Iré al final: Idamante mata al monstruo, pero se termina enterando de que su padre le había prometido su cabeza a Neptuno. «¡Qué afortunado soy si el que me dio la vida ahora me la quita!», canta Idamante, porque el chiquillo no tiene un pero. En ese momento (recuerden: en las óperas barrocas y clásicas todo termina bien) aparece una voz (el recurso del sacrificio de Isaac) que le dice a Idomeneo que renuncie al trono, que corone a su hijo, que debe casarse con Ilia y deuda saldada. Elettra se coge un berrinche y se mata. Coro final de «al fin viviremos en paz» y cae el telón.

 

Robert Carsen, director de escena de esta nueva producción, ha jugado muy hábilmente con este argumento tostón y dibuja, con la guerra de Troya, una guerra que podría ser todas las guerras. Soldados de cualquier ejército y prisioneros de cualquier bando. Este ejercicio de extemporización es, a mi juicio, un acierto formidable, porque desempolva el libreto y lo hace interesante. Los elementos con los que se construye la puesta en escena son muy reducidos: soldados, material de campaña (mesas, tiendas, bancos) y prisioneros. De fondo, una gran pantalla donde el mar y el cielo aparecen a veces plácidos, a veces amenazantes. Carsen ha empleado una multitud de figurantes, entiendo que para reflejar el impacto humano de la guerra, que desbordan el inmenso escenario del Real.

 

En el foso está Ivor Bolton, un hombre al que da gusto verlo dirigir. Es la encarnación de la felicidad de hacer música. Bolton conoce el repertorio barroco y clásico con mucha profundidad (solo hay que recordar su última Rodelinda), y de nuevo nos ofrece un trabajo impecable. Como en anteriores ocasiones, introduce en la orquesta de instrumentos de época (flautas, trompas y trompetas naturales), que recrean el color del sonido de la época, y él mismo acompaña los recitativos con el clave. La orquesta responde admirablemente a sus indicaciones, haciendo música con un alarde de precisión y articulación.

 

Hablemos de voces. El reparto es, en líneas generales, excelente. Quisiera empezar por el destacable papel de Eleonora Buratto, que consigue hacer que nos interesemos por Elettra (que es dramáticamente nefasto) y hasta que sintamos su muerte (el cadáver permanece en escena hasta que cae el telón, como el del gigante Fasolt). Esto me parece muy elogiable. Anett Fritsch hace una Ilia delicada y creíble y Alexander Tsymbalyuk (que, como Carsen, se ha quedado después del Oro del Rin) nos ofrece un momento bello aunque breve como voz del oráculo de Neptuno. El Arbace de Benjamin Hulett es un personaje con compostura, tal como Oliver Johnston defiende al sacerdote de Neptuno. Eric Cutler hace un Idomeneo pacato y quejumbroso, en resumen, poco creíble, en la línea del afectado y timorato Idamante de David Portillo.

 

Un comentario final: en la última escena, como se ha decretado la paz, los soldados se quitan los uniformes y ¡oh sorpresa! ¡Llevaban camisas de cuadros debajo todo el rato! ¡Camisas de cuadros! Esto me parece intolerable.

 

UNA GUERRA ES TODAS LAS GUERRAS

 

Estos días, el Teatro Real tiene en cartel Idomeneo, rè di Creta, ópera seria en tres actos de Mozart con libreto de Varesco. Las óperas serias van de lo que parecen: dioses de cartón piedra con problemas alambicados, hechiceras tremendísimas, dragones, hidras, héroes y princesas gente similar. Formalmente, la ópera seria es la heredera directa de la ópera barroca (ya saben, mucha aria da capo, recitativos que mueven la acción, etc.), así que entre la estructura musical y el tema del libreto, digamos que, por lo general, no es una fiesta animadísima. También es cierto que estas óperas no se pensaron para ser escuchadas como lo hacemos hoy, con las luces apagadas y el personal sentado en silencio. Así que es conveniente que el director de escena encuentre algún enganche creíble con el auditorio, porque como empiecen a salir cantantes con armadura durante tres horas quizás no llegas vivo al final.

 

Idomeneo, volviendo de la guerra de Troya, se encuentra con un temporal, así que le ofrece a Neptuno un trato: si le permite sobrevivir le ofrecerá en sacrificio a la primera persona con la que se encuentre. Los dioses, como todo el mundo sabe, son tipos mezquinos: Idomeneo llega vivo a tierra pero se encuentra con su hijo. Entonces inicia toda una serie de maniobras evasivas para no cortarle el cuello al chaval. Idamante, que así se llama el hijo, está muy atribulado porque su papá está raro. Mientras se ponen de acuerdo en lo del filicidio, Neptuno envía a un monstruo a asolar Creta, porque el rey de los mares negocia fuerte. Idamante, por el camino, se ha enamorado de Ilia, la princesa de los troyanos (como ven, los griegos son magnánimos en la victoria), para gran desconsuelo de Elettra, que está enamorada de él. Iré al final: Idamante mata al monstruo, pero se termina enterando de que su padre le había prometido su cabeza a Neptuno. «¡Qué afortunado soy si el que me dio la vida ahora me la quita!», canta Idamante, porque el chiquillo no tiene un pero. En ese momento (recuerden: en las óperas barrocas y clásicas todo termina bien) aparece una voz (el recurso del sacrificio de Isaac) que le dice a Idomeneo que renuncie al trono, que corone a su hijo, que debe casarse con Ilia y deuda saldada. Elettra se coge un berrinche y se mata. Coro final de «al fin viviremos en paz» y cae el telón.

 

Robert Carsen, director de escena de esta nueva producción, ha jugado muy hábilmente con este argumento tostón y dibuja, con la guerra de Troya, una guerra que podría ser todas las guerras. Soldados de cualquier ejército y prisioneros de cualquier bando. Este ejercicio de extemporización es, a mi juicio, un acierto formidable, porque desempolva el libreto y lo hace interesante. Los elementos con los que se construye la puesta en escena son muy reducidos: soldados, material de campaña (mesas, tiendas, bancos) y prisioneros. De fondo, una gran pantalla donde el mar y el cielo aparecen a veces plácidos, a veces amenazantes. Carsen ha empleado una multitud de figurantes, entiendo que para reflejar el impacto humano de la guerra, que desbordan el inmenso escenario del Real.

 

En el foso está Ivor Bolton, un hombre al que da gusto verlo dirigir. Es la encarnación de la felicidad de hacer música. Bolton conoce el repertorio barroco y clásico con mucha profundidad (solo hay que recordar su última Rodelinda), y de nuevo nos ofrece un trabajo impecable. Como en anteriores ocasiones, introduce en la orquesta de instrumentos de época (flautas, trompas y trompetas naturales), que recrean el color del sonido de la época, y él mismo acompaña los recitativos con el clave. La orquesta responde admirablemente a sus indicaciones, haciendo música con un alarde de precisión y articulación.

 

Hablemos de voces. El reparto es, en líneas generales, excelente. Quisiera empezar por el destacable papel de Eleonora Buratto, que consigue hacer que nos interesemos por Elettra (que es dramáticamente nefasto) y hasta que sintamos su muerte (el cadáver permanece en escena hasta que cae el telón, como el del gigante Fasolt). Esto me parece muy elogiable. Anett Fritsch hace una Ilia delicada y creíble y Alexander Tsymbalyuk (que, como Carsen, se ha quedado después del Oro del Rin) nos ofrece un momento bello aunque breve como voz del oráculo de Neptuno. El Arbace de Benjamin Hulett es un personaje con compostura, tal como Oliver Johnston defiende al sacerdote de Neptuno. Eric Cutler hace un Idomeneo pacato y quejumbroso, en resumen, poco creíble, en la línea del afectado y timorato Idamante de David Portillo.

 

Un comentario final: en la última escena, como se ha decretado la paz, los soldados se quitan los uniformes y ¡oh sorpresa! ¡Llevaban camisas de cuadros debajo todo el rato! ¡Camisas de cuadros! Esto me parece intolerable.

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