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AcordeónUna guía sobre el arte de perderse: El azul de la distancia

Una guía sobre el arte de perderse: El azul de la distancia

El mundo es azul en sus extremos y en sus profundidades. Ese azul es la luz que se ha perdido. La luz del extremo azul del espectro no recorre toda la distancia entre el sol y nosotros. Se disipa entre las moléculas del aire, se dispersa en el agua. El agua es incolora, y cuando es poco profunda parece del color de aquello que tiene debajo. Cuando es profunda, en cambio, está llena de esa luz dispersa; cuanto más limpia está el agua, más intenso es el azul. El cielo es azul por la misma razón, pero el azul del horizonte, el azul del lugar donde la tierra parece fundirse con el cielo, es un azul más intenso, más etéreo, un azul melancólico, el azul del punto más lejano que alcanzas a ver en los lugares donde puedes abarcar grandes extensiones de terreno con la mirada, el azul de la distancia. Esa luz que no llega a tocarnos, que no recorre toda la distancia hasta nosotros, esa luz que se pierde, nos regala la belleza del mundo, gran parte de la cual está en el color azul.

Desde hace muchos años me ha conmovido el azul del extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía. El color de esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde el aquí, el color de donde no estás. Y el color de donde nunca estarás. Y es que el azul no está en ese punto del horizonte del que te separan los kilómetros que sean, sino en la atmósfera de la distancia que hay entre tú y las montañas. “Anhelo”, dice el poeta Robert Hass, “porque el deseo está lleno de distancias infinitas”[1].

El azul es el color del anhelo por esa lejanía a la que nunca llegas, por el mundo azul. Una mañana húmeda y templada de principios de primavera, al ir conduciendo por una serpenteante carretera del Tamalpais, el monte de ochocientos metros de altura que se alza justo al norte del puente Golden Gate, tomé una curva que de pronto reveló una vista de San Francisco en tonos azules, como una ciudad de un sueño, y me invadió un intenso deseo de vivir en aquel mundo de colinas azules y edificios azules, a pesar de que es donde vivo, acababa de salir de allí después de desayunar; el marrón del café, el amarillo de los huevos y el verde de los semáforos no me habían hecho sentir ese deseo, aparte de que tenía muchas ganas de ir a caminar por la ladera occidental de la montaña.

Tratamos el deseo como si fuera un problema que hay que resolver; nos centramos en aquello que deseamos y ponemos la atención en lo deseado y en cómo conseguirlo en lugar de en la naturaleza y la sensación del deseo, pero a menudo es la distancia que existe entre nosotros y el objeto del deseo lo que llena el espacio entre ambos con el azul del anhelo. A veces me pregunto si, con un ligero ajuste de la perspectiva, podríamos valorar el deseo como una sensación en sí misma, ya que es tan inherente a la condición humana como lo es el azul a la distancia; si podemos contemplar la distancia sin querer recortarla, abrazar el anhelo igual que abrazamos la belleza de ese azul que no se puede poseer. Y es que, como sucede con el azul de la distancia, la consecución y la llegada solo trasladan ese anhelo, no lo satisfacen, igual que cuando llegas a las montañas a las que te dirigías estas han dejado de ser azules y el azul ha pasado a teñir las que se encuentran detrás. Aquí se encuadra el misterio de por qué las tragedias son más hermosas que las comedias y por qué algunas canciones e historias tristes nos producen un inmenso placer. Siempre hay algo que está lejos.

En una carta a un amigo que se encontraba en otro continente, la mística Simone Weil escribió: “Amemos esta distancia, toda ella tejida de amistad, pues los que no se aman no pueden ser separados”. Para Weil, el amor es la atmósfera que llena y tiñe la distancia entre ella y su amigo. Incluso cuando tienes delante a esa persona, hay algo de ella que sigue estando increíblemente lejos: cuando te acercas a ella para abrazarla, tus brazos rodean el misterio, lo incognoscible, aquello que no puede poseerse. Lo lejano impregna incluso lo más cercano. Al fin y al cabo, apenas sabemos lo que tenemos en las profundidades de nuestro propio ser.

En el siglo XV, los artistas europeos empezaron a pintar el azul de la distancia. Los pintores anteriores no habían prestado mucha atención a lo remoto en sus obras. A veces aparecía un muro macizo de color dorado detrás de los santos; a veces el espacio a su alrededor era curvo, como si efectivamente la Tierra fuera una esfera pero nos encontráramos en su interior. Los pintores empezaron a interesarse más por la verosimilitud, por representar el mundo tal como lo veía el ojo humano, y en aquellos tiempos en que el arte de la perspectiva estaba empezando a desarrollarse adoptaron el azul de la distancia como una forma más de dar profundidad y volumen a sus obras. La franja azul que aparece en la zona del horizonte a menudo resulta exagerada: empieza demasiado cerca del primer plano, genera un cambio demasiado brusco de color, es demasiado azul, como si se regocijaran en aquel fenómeno excediéndose en su uso. Debajo del cielo y encima del supuesto tema principal del cuadro, en la zona que quedaba delante del horizonte, pintaban un pequeño mundo de color azul: unas ovejas azules, un pastor azul, unas casas azules, unas colinas azules, un camino azul y una carreta azul.

Aparece constantemente: la extensión de terreno azul que empieza a la altura del Cristo crucificado en el cuadro de Solario de 1503, o tras las ruinas delante de las cuales una hermosa Virgen contempla a su hijo, dormido sobre un manto de un azul más intenso, en una pintura del taller de Rafael. Se ve en el cuadro de 1571 de Niccolo Dell’Abate en el que aparecen una ciudad azul y un cielo azul detrás de un grupo de inspiración clásica integrado por lo que parecen ser unas Gracias. En la incongruente escena, estas están sacando tranquilamente a Moisés de entre los juncos de un impetuoso río que pareciera recibir su color del fondo del cuadro, como si algo destiñera. El fenómeno está presente tanto en la pintura italiana como en la del norte de Europa. En el tríptico de la Resurrección de Hans Memling, de alrededor de 1490, los dedos de los pies y el borde de la túnica de una figura que está levitando ascienden hacia el marco del cuadro, que deja la figura atrevidamente recortada como si se tratara de una fotografía, aunque no hay fotografías de los milagros. Debajo, un grupo de figuras de cabellos castaños miran hacia arriba, con las manos en alto en actitud de oración o de asombro. Justo encima de sus cabezas aparece la orilla de un lago. Es azul y tiene detrás unas colinas azules, como si hubiera tres reinos: el Cielo de los colores del atardecer en que se está introduciendo la figura que se eleva, la Tierra multicolor de debajo y el reino azul de la lejanía, que no es ni una cosa ni la otra, que no forma parte de esa dualidad cristiana. El efecto es aún más marcado en el famoso cuadro de San Jerónimo en un paisaje agreste de Joachim Patenier, que se pintó unos treinta años más tarde. Jerónimo aparece arrodillado en un cobertizo con un techo de tela hecha jirones delante de un conjunto de oscuras rocas grises, y gran parte del mundo que tiene detrás es azul: un río azul, rocas azules, colinas azules, como si estuviera desterrado no de la civilización, sino de ese color celestial en particular. Al igual que una de las figuras del cuadro de Memling, sin embargo, Jerónimo va vestido de color azul claro, igual que muchas Vírgenes Marías, como si los envolviera la lejanía, como si una parte de esa enigmática lejanía se hubiera desplazado hacia el primer plano.

En su retrato de Ginebra de Benci, de 1474, Leonardo pintó solamente una estrecha franja con unos árboles azules y un horizonte azul en el fondo, detrás de los árboles amarronados que enmarcan el pálido y adusto rostro de la mujer cuyo vestido va atado con un cordón del mismo azul, pero a él le encantaban los efectos atmosféricos. Escribió que, cuando se pintan edificios y se quiere “representarlos en una pintura con distancia de uno á otro [el] aire se debe fingir un poco grueso […]. Esto supuesto, se debe pintar el primer edificio con su tinta particular y propia […]; el que esté más remoto debe ir menos perfilado y algo azulado; el que haya de verse más allá se hará con más azul, y al que deba estar cinco veces más apartado, se le dará una tinta cinco veces más azul”[2]. Parece que los pintores estaban entusiasmados con el azul de la distancia, y que los pintores estaban entusiasmados con el azul de la distancia, y mirando estos cuadros uno puede imaginarse un mundo en el que podría ir caminando por un terreno cubierto de hierba verde, troncos de árbol marrones y casas blancas, y entonces, en algún momento, llegar al país azul: la hierba, los árboles y las casas se volverían azules, y quizá al mirar al propio cuerpo uno vería que también es azul, como el dios hindú Krishna.

Este mundo se hizo realidad en los cianotipos, o fotografías azules, del siglo XIX. Cian- significa “azul”, aunque yo siempre había pensado que el término hacía referencia al cianuro que se empleaba para producir las imágenes. Los cianotipos eran baratos y fáciles de hacer, así que algunos fotógrafos aficionados optaban por trabajar solo con cianotipia y algunos profesionales utilizaban este medio para hacer copias preliminares, tratadas de tal manera que al cabo de unas semanas se difuminaban y borraban; estas copias evanescentes servían de muestras a partir de las cuales se podían encargar imágenes permanentes en otros tonos. En los cianotipos uno entra en ese mundo en el que la oscuridad y la luz son de color azul y blanco, donde los puentes, las personas y las manzanas son azules como lagos, como si todo se viera a través de una atmósfera de melancolía que en este caso es el cianuro. El color siguió utilizándose en postales hasta más allá de mediados del siglo XX: yo conservo algunas de palacios azules y glaciares azules, monumentos azules y estaciones azules.

Hay un álbum de fotografías ovaladas tomadas a finales del siglo XIX por un hombre llamado Henry Bosse. Todas son del alto Misisipi y todas son del color azul de los cianotipos. Al principio da la impresión de que retratan un mundo encantado, un río de un tiempo remoto, pero Bosse trabajaba con los ingenieros encargados de estrechar y enderezar el Misisipi, de convertir un curso de agua salvaje y serpenteante, con sus islas, remolinos y orillas pantanosas, en algo más estrecho y más rápido, un río dragado y encauzado que pudiera acomodar el vertiginoso flujo del comercio. Construyeron espigones, acumulaciones de rocas que atrapaban los sedimentos y eliminaron las orillas naturales del río, lo dragaron e instalaron esclusas, pero las fotografías de Bosse tienen una belleza mayor que la que requieren la ingeniería y la documentación y cada una es un camafeo azul, desde el primer plano hasta el fondo, con sus patios de maniobras ferroviarias azules y sus puentes en construcción azules. En este mundo en el que vivimos, en cambio, la lejanía deja de ser la lejanía y pierde su color azul cuando llegamos a ella. Lo lejano se convierte en lo cercano y los dos no son el mismo lugar.

Un año de sequía, el nivel del Gran Lago Salado descendió tanto que gran parte de lo que normalmente era una masa de agua se convirtió en una extensión de tierra por la que salí a caminar en dirección a la isla Antílope, que flotaba encima de su reflejo en el agua, un sólido objeto simétrico similar a una piedra preciosa a flote sobre aquel azul. Kilómetros y kilómetros de lo que no hacía mucho había sido el lago habían quedado transformados en un puzle en el que se intercalaban los charcos y la arena seca y mojada, las lagunas de agua clara y poco profunda y las largas lenguas de arena que se extendían en dirección a la isla, reflejada a lo lejos en un agua más profunda y azul. A veces los bancos de arena acababan en el agua y tenía que buscar otro camino para poder seguir avanzando, pero más o menos pude seguir una ruta directa hacia la isla durante kilómetros en las horas que estuve allí. Caminé sobre tramos cubiertos de arena estriada y tramos de arena lisa, sobre terreno que a veces cedía bajo mis pies, como si hubiese bolsas de aire debajo, y sobre arena que a veces hacía un ruido como de succión y adquiría un tono más claro alrededor de mis huellas, allí donde el agua se había desplazado bajo el peso de mi cuerpo. Con el largo rastro de pisadas que dejé a mi paso, no podía perderme en el sentido literal, pero sí perdí la noción del tiempo y me perdí de esa otra forma que no tiene que ver con la desubicación sino con la inmersión en un plano en el que el resto del mundo desaparece.

A veces había ramitas de roble con hojas marrones en el suelo, aunque no se veía ni un solo árbol y la orilla quedaba lejos. Sobre la arena a veces yacían amasijos empapados de plumas y huesos que en algún momento habían sido aves. Cómo habían llegado hasta allí las hojas y cómo habían muerto los pájaros eran cuestiones insondables, esa palabra con la que se designa a las profundidades que no se pueden medir. Detrás de mí, pasada la orilla del Gran Lago Salado y a una altura considerable en las rocas y montañas, estaba grabada la marca del nivel del agua del lago Bonneville, que había sido muchísimo más extenso y muchísimo más profundo en una era remota en que la Tierra era un lugar más lluvioso que ahora, cuando las secuoyas crecían en Arizona y el valle de la Muerte también era un lago. Hace diez mil años o más que dejó de existir ese lago, pero el anillo que rodeaba todo aquel paisaje dejaba claro que había habido un tiempo en que el lugar por el que ahora iba caminando había estado sumergido a gran profundidad, igual que la arena blanda y los restos que me fui encontrando en el suelo me recordaban que no hacía mucho podría haber remado o nadado por donde ahora me desplazaba a pie. Aquello era tierra nueva, tierra provisional; en invierno quedaría sumergida y podrían pasar años, o siglos, hasta que se pudiera volver a caminar por ella. La isla Antílope, dorada bajo la intensa luz, se volvería más grande y nítida a medida que fuera caminando, pero en todo momento permanecería en el frente, como un sueño o una esperanza. El agua que quedaba tenía un color azul pálido, y en aquella abrasadora tarde de octubre se fundía con un cielo claro a lo lejos y costaba distinguir la frontera entre el agua y el aire.

Mientras iba absorta en aquel paseo que me liberó de las amarras del tiempo, estuve pensando en la charla que había dado en Salt Lake City. Para intentar describir la profundidad de los cambios que no percibimos, había contado una historia sobre otro lago, el lago Titicaca, en Bolivia. Cuando tenía dos años vivimos un año en Lima, y en una ocasión subimos todos –mi madre, mi padre, mis hermanos y yo– a los Andes y cruzamos de Perú a Bolivia a través del lago Titicaca, uno de esos lagos situados a gran altitud (Tahoe, Como, Constanza, Atitlán) que son como ojos azules que le devuelven la mirada al cielo azul.

Un día, hace unos años, mi madre sacó de su baúl de madera de cedro la blusa azul turquesa que me habían comprado en aquel viaje a Bolivia, una versión en miniatura de los trajes de las mujeres del país. Cuando desdobló la pequeña prenda y me la alcanzó, se produjo un impactante choque entre el recuerdo que conservaba de haber llevado puesta esa blusa y el hecho de que era diminuta, con unas mangas de menos de treinta centímetros, con una minúscula pechera en la que meter una caja torácica del tamaño de una caja de cerillas que ya no era la mía. Lo que me impactó fue que mi vivo recuerdo incluía la sensación que había experimentado al llevar puesta aquella blusa de brocado pero no el hecho de que al llevarla había sido tan diminuta, de que había sido algo completamente diferente del yo adulto que ahora recordaba. La continuidad de la memoria no salvaba el abismo entre el cuerpo de una niña pequeña y el de una mujer.

Cuando recuperé la blusa perdí el recuerdo, ya que las dos cosas eran incompatibles. Se desvaneció en un instante y lo vi desaparecer. A veces se oye hablar de murales o de cuerpos que han quedado milagrosamente conservados al estar enterrados, precintados, protegidos de la luz durante cientos o miles de años y que, cuando quedan expuestos por primera vez al aire puro y a la luz, empiezan a borrarse, a desintegrarse, a desaparecer. A veces el ganar y el perder están más íntimamente relacionados de lo que nos gusta creer. Y hay cosas que no se pueden trasladar ni poseer. Hay luz que no recorre toda la distancia a través de la atmósfera, sino que se dispersa.

Guardé la blusa en mi propio baúl y más adelante, cuando empecé a pensar en ella otra vez, la saqué y descubrí que mi memoria la había transformado en algo más familiar, en las camisas de terciopelo que llevan las mujeres y niñas navajas. La blusa boliviana estaba bordada y tenía un cuello en zigzag con un ribete azul claro y dos lazos azules que conservaban los pliegues hechos al plancharlos hacía mucho tiempo, pero el tejido era un brocado de rayas. Era de color azul turquesa, el azul de las piscinas y de las piedras semipreciosas, más brillante que el del cielo. “Boliviana”, le dije a una amiga, y ella creyó que había dicho “olvidada”.

Cuando empecé a escribir, había sido una niña la mayor parte de mi vida y mis recuerdos de infancia eran vivos y poderosos, las fuerzas que me habían convertido en la persona que era. La mayoría se han ido volviendo más borrosos con el tiempo, y cada vez que pongo uno por escrito renuncio a él: deja de tener la vida misteriosa que tenía en la memoria y queda fijado en palabras; deja de ser mío; pierde el carácter cambiante y errátil que tienen las cosas vivas, igual que, cuando me la entregaron, la blusa dejó de ser algo en cuyo interior recordaba haber estado y se convirtió en la prenda que había llevado puesta aquella niña irreconocible de la foto. Una persona de veintitantos años ha sido un niño durante la mayor parte de su vida, pero con el paso del tiempo la porción que representa la infancia se vuelve cada vez menor, cada vez más lejana, cada vez menos nítida, aunque dicen que al final de la vida el principio regresa con una viveza renovada, como si hubiéramos dado la vuelta al mundo y regresáramos a la oscuridad de la que vinimos. Para los ancianos, a menudo lo más cercano y reciente se vuelve borroso y solamente aquello que se encuentra alejado en el tiempo y el espacio aparece bien definido.

Para los niños, es la distancia lo que encierra poco interés. Gary Paul Nabhan escribe sobre la experiencia de llevar a sus hijos al Gran Cañón del Colorado, donde se dio cuenta de “la cantidad de tiempo que pasan los adultos escudriñando el paisaje en busca de vistas pintorescas y panoramas. Mientras los niños se echaban al suelo y se entretenían con lo que tenían justo delante, los adultos viajábamos mediante la abstracción”. Añade que, cada vez que se acercaba al borde de un promontorio con su hijo y su hija, “me soltaban las manos de repente para ponerse a examinar el suelo en busca de huesos, piñas, el centelleo de las areniscas, plumas o flores silvestres”. En la infancia no existe la distancia: para un bebé, una madre que se ha ido a otra habitación ha desaparecido para siempre; para un niño, el tiempo que falta para un cumpleaños es eterno. Lo que está ausente es imposible, irrecuperable, inalcanzable. Su paisaje mental es como el de los cuadros medievales: un primer plano lleno de imágenes vívidas y, detrás, un muro. El azul de la distancia llega con el tiempo, con el descubrimiento de la melancolía, la pérdida, la textura del anhelo, la complejidad del terreno que atravesamos, y con los años de viaje. Si el dolor y la belleza están conectados, quizá con la madurez llega no lo que Nabhan llama abstracción, sino un sentido estético que compensa parcialmente las pérdidas que sufrimos con el tiempo y que encuentra belleza en lo distante.

La isla Antílope fue estando cada vez más cerca y volviéndose cada vez más grande y nítida, pero al final llegó un punto en el que no se podía seguir avanzando. O quizá sí se podía, pero habría supuesto meterme en un agua que incluso en su estado habitual es mucho más salada que el mar y cuya concentración de sal con aquella sequía debía de ser altísima. Puedo imaginarme otra versión de aquella excursión en la que me desvestía y, quemándome la espalda y flotando como un corcho, iba nadando hasta la isla, aunque no sé lo que habría hecho al llegar. Tampoco estoy segura de que la isla fuera un lugar al que se debía llegar, pues de cerca su color dorado resplandeciente se habría desvanecido y se habría convertido en tierra y maleza.

Cuando llegué hasta donde se podía llegar caminando, miré al suelo, y los bordes ondulados de la tierra y el agua perdieron su escala y adquirieron el aspecto que tiene el mundo cuando se observa desde un avión. Los aviones suelen ir de una ciudad a otra, pero entre ellas se encuentran los terrenos vírgenes a los que solo se pueden poner etiquetas aproximadas: en algún punto de Terranova, en algún lugar de Nebraska o de las Dakotas. Desde una altura de kilómetros, el territorio parece un mapa de sí mismo, pero sin ninguna de las referencias que dan sentido a los mapas. Los lagos en herradura y las mesetas que uno ve por la ventanilla son anónimos, insondables, un mapa sin palabras. He descubierto que el deseo de que el avión haga un aterrizaje de emergencia en uno de esos lugares está muy extendido entre quienes siempre están viajando de una ciudad a otra por trabajo. Esos lugares sin nombre despiertan un deseo de perderse, de estar lejos, un deseo de esa maravilla envuelta en melancolía que es el azul de la distan- cia. Aquel día en el Gran Lago Salado me miré los pies e incluso estos parecían encontrarse a una enorme distancia, en aquel terreno sin escala en el que lo cercano y lo lejano se fundían, en el que los charcos eran océanos y los montículos de arena, cordilleras.

Con la isla a mi espalda y el ruinoso Saltair delante, donde me esperaba la camioneta, volví caminando al desorden cotidiano. Cerca de donde había empezado mi paseo, sin embargo, aquel paisaje guardaba una sorpresa más: una serie de pequeñas hendiduras en el terreno en las que el agua se había secado y se habían formado cristales de sal. Uno era un manto de rosas; otro, un montón de briznas de paja; otro, un campo de copos de nieve, todo hecho de sal manchada de barro. Cuando intenté cortar algunas de aquellas rosas de color ocre para llevármelas, sin embargo, inmediatamente perdieron parte de su belleza. Hay cosas que solo poseemos si están ausentes, hay cosas que no están ausentes si de ellas nos separa la distancia.

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Este texto pertenece a Una guía sobre el arte de perderse que, con traducción de Clara Ministral, acaba de publicar Capitán Swing.

[1] “Longing, we say, because desire is full of endless distances”. En inglés, la palabra long significa tanto “largo” como “anhelar”. (N. de la T.)

[2] Leonardo da Vinci, El tratado de la pintura, y los tres libros que sobre el mismo arte escribió León Bautista Alberti (Valladolid: Maxtor, 2011), traducción de Diego Antonio Rejón de Silva, pp. 76-77. (N. de la T.)

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