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Una herencia explosiva

Eran más o menos las seis de la tarde cuando el tráfico se paralizó en el este de Berlín. La doctora Katerine Neuber, que volvía a casa desde un hospital en el distrito de Köpenick, se quedó atascada en la avenida que sube hasta Ostkreuz, la vieja estación de trenes construida en el siglo XIX en la época del emperador prusiano Guillermo I. La vía estaba atiborrada de vehículos. Más o menos a la misma hora, Anna Renner oyó que alguien llamaba a su puerta. Era la policía. “¿Qué hice?”, se preguntó la lingüista de 29 años antes de abrir. Su apartamento estaba a pocos metros de Ostkreuz. Anne Klingbeil, licenciada en Literatura, recibió en cambio una llamada telefónica un par de kilómetros más allá, en el centro de Berlín. “¡Están bloqueando las calles y pronto van a cerrar el puente!”, le dijo su tía, con la que debía encontrarse poco después en su casa cerca de Ostkreuz. La tía se marchaba antes de que ya no pudiera salir de la zona, porque tenía que tomar un vuelo. La doctora Neuber, en tanto, oyó en la radio de su coche por fin lo que ocurría, después de la primera noticia sobre los problemas de tráfico: era una bomba.

 

Ese 30 de septiembre de 2010 se había vuelto a encontrar un explosivo de la Segunda Guerra Mundial en Berlín. Una bomba aérea de 500 kilos de peso, presuntamente de procedencia estadounidense. En alemán se les llama Blindgänger, algo así como “bomba ciega”, un explosivo “durmiente” que no estalló tras su lanzamiento décadas atrás y que yace por lo general a varios metros de profundidad.

 

El hallazgo se había producido a eso de la 1:30 de la tarde, durante trabajos de perforación al pie de la torre de agua aledaña a Ostkreuz. La antigua estación llevaba más de un año en obras de modernización y los obreros cavaban la zanja para un muro de contención de las vías del tren cuando descubrieron el proyectil oculto en el lecho de la tierra. Dos horas y media después, a las cuatro de la tarde, la policía decidió cerrar la estación y despejar el área por completo para los expertos. El radio de evacuación era de 500 metros. Al igual que el 6 de abril, cuando ya se había descubierto una bomba de 250 kilos en la misma zona, los especialistas consideraron que no era posible transportar el explosivo y que tendrían que intentar desactivarlo en el mismo lugar. A las 9:30 de la noche, señalaba pocos minutos después el diario BZ en internet, los policías Thomas Grabow y Thomas Mehlhorn consiguieron neutralizar el detonador. Unas 10.000 personas habían sido evacuadas antes de sus viviendas.

 

Cuando abrió la puerta, los policías le dijeron que se tenía que marchar, cuenta Anna Renner. “Me fui a casa de una amiga. Pero también había colegios y gimnasios donde uno podía buscar refugio”. Anne Klingbeil intentó llegar a su casa después de hablar con su tía, pero tuvo que bajarse una estación antes por el cierre de Ostkreuz e hizo a pie el último tramo. “Las calles estaban cerradas para los coches”, recuerda. “Fui al café internet de la esquina. Primero estaba todo cerrado sólo hasta un calle más allá, pero cuando estaba en el café oí pasar a un coche con altavoces que decía que la zona iba ser evacuada, que debíamos ir a una escuela en la calle Frankfurter Allee”. “Hay té y mantas”, decía el altavoz, mientras avanzaba lentamente entre los bloques de pisos. “En el café internet, claro, hubo revuelo entre la gente”, dice Anne Klingbeil.

 

Al salir intentó llegar a su apartamento. “Delante de mi casa había una cinta de color blanco y rojo. Y un policía apoyado en la pared, hablando por teléfono”. No parecía alarmado. Le preguntó si podía acceder al edificio. “Me preguntó dónde vivía, pidió que le mostrara mi documento de identidad y me dijo que podía entrar”. Estaba tranquila, solo un poco triste porque no había podido ver a su tía, que vivía en Londres. Tenía cosas que hacer en casa. “Me puse a preparar un pastel, porque tenía un cumpleaños ese día”.

 

 

A ciegas

 

No se registraron víctimas esa noche en Berlín. Sí los hubo en cambio cuatro meses atrás, en el estado federado de Baja Sajonia, donde tres expertos murieron mientras intentaban desactivar por la noche un explosivo en la ciudad de Gotinga. Aunque los accidentes no son habituales cuando se encuentra un Blindgänger de la Segunda Guerra Mundial, a veces ocurre alguno. Güteschutz Kampfmittelräumung, una asociación de compañías privadas dedicadas a la desactivación de explosivos, enumera otros casos: un hombre de 40 años que murió en marzo de 2009 tras manipular una granada rusa que había encontrado en su parcela en las afueras de Potsdam, al sur de Berlín. Su acompañante resultó herido de gravedad; 17 heridos en septiembre de 2008 después de que una excavadora se topara con una bomba estadounidense de cinco quintales de peso en Hattingen, en la cuenca del Ruhr. La explosión esparció las esquirlas en hasta 500 metros a la redonda; o la muerte de un obrero que trabajaba en una carretera en octubre de 2006 en Aschaffenburg, Baviera. El tractor con el que aparejaba el suelo para la expansión de la vía se partió en dos debido a la detonación de la bomba oculta en el terreno, recogía la prensa local. La conductora de un automóvil que pasaba por la zona quedó en estado de shock.

 

“En realidad no hay muchos accidentes”, dice Jürgen Plum, gerente de P-H-Röhll, una empresa privada dedicada a la desactivación de explosivos en la Cuenca del Ruhr, en el oeste de Alemania, una de las zonas más afectadas por los Blindgänger. En la región estaban las “fábricas de armamento de los alemanes”, explica Plum los duros bombardeos aliados durante la guerra. En los años que lleva trabajando en la desactivación de explosivos, desde 1967, no recuerda haber vivido de cerca muchos accidentes. Se le ocurre uno en el que estuvo implicada indirectamente su propia empresa, en los años 80. “El servicio de desactivación estatal tenía que recoger una granada inglesa de una de nuestras centrales. Estaban examinando y limpiando la granada cuando explotó. Hubo un muerto y tres heridos de gravedad”, dice. “Me puedo acordar porque conocía a la gente. Eran todos trabajadores del servicio estatal”.

 

Además del área de la cuenca del Ruhr, también las grandes ciudades alemanas de la época fueron ferozmente bombardeadas por la aviación aliada durante la Segunda Guerra Mundial. Berlín, Hamburgo, Dresde. También Colonia o Aquisgrán, dice Plum. El escritor W. G. Sebald, gran impulsor del debate de la memoria en las letras germanas, da algunas cifras en las primeras páginas de su ensayo Guerra aérea y literatura, de 1999: 131 ciudades bombardeadas, algunas una única vez, otras en varias ocasiones. Solo la Royal Air Force británica, apunta, lanzó un millón de toneladas de explosivos en 400.000 vuelos sobre la Alemania nazi. Aunque es difícil estimar el número exacto de bombas que no detonaron, “se puede partir de que la tasa de Blindgänger fue de entre 10 y 15 por ciento”, dice Plum.

 

Otra de las localidades especialmente afectadas por los bombardeos fue Oranienburg, en el estado federado de Brandemburgo, al norte de Berlín. “Tiene que ver con que es la zona por la que avanzó el Ejército Rojo”, explica Plum. La pequeña localidad prusiana de Oranienburg se convirtió además en el siglo XX en un importante centro industrial de la Alemania imperial y después del Tercer Reich. A partir de 1935, las plantas Henkel empezaron a construir aviones ahí. Durante la guerra se sumaron además varias fábricas de armamento, según los archivos de la emisora regional RBB.

 

Antes del avance de las fuerzas soviéticas, los bombarderos británicos y estadounidenses se encargaron de bombardear en 1944 y 1945 las plantas en Oranienburg de Henkel y Auer, ésta última uno de los lugares donde se llevaban a cabo los proyectos con uranio de los nazis para la fabricación de bombas de nuevo generación.

 

Se estima que unos 16.000 explosivos cayeron del cielo en Oranienburg en esos años. En las calles de la localidad del extrarradio berlinés, una zona residencial con casas de dos plantas y numerosos parques en la actualidad, aparecen a menudo Blindgänger. “Aquí se encuentran bombas a cada palmo”, asegura Sebastian Krause, que fue maestro en una escuela de Oranienburg hasta 2011. En el colegio siempre se puede encontrar a alguien que cuente anécdotas al respecto, dice.

 

Wolfgang Spyra, experto de la Universidad Técnica de Cottbus, cifró en un estudio de 2008 en más de 300 el número de Blindgänger aún ocultos en los suelos de Oranienburg. Muchos de ellos tenían temporizadores con sistemas químicos que podrían causar la detonación en cualquier momento, según Spyra. Peligros susceptibles a incidentes fortuitos o al paso del tiempo, en cierta forma, trampas tendidas a ciegas en el lecho terrestre de toda Alemania.

 

Cerca a la Allianz Arena, el estadio de fútbol del Bayern de Múnich, se encontró en enero de 2011 un Blindgänger que tuvo que ser desactivado con una detonación controlada debido al peligro que implicaba el intentar transportarla. Y en Berlín se estima entre 3.000 y 4.000 el número de bombas no detonadas. También el fondo del Mar Báltico, escenario de combates de guerra y dominio de las fuerzas de Hitler en los años 40, está regado de minas marinas y munición que no estalló nunca.

 

“El problema en el agua es que en algún momento las coberturas de la munición estarán oxidadas por completo y las sustancias explosivas emitidas, altamente tóxicas, llegarán al medio ambiente”, dice Plum. “Puede tardar 10 o 50 años, pero en algún momento estarán a punto. Entonces se verterán las sustancias explosivas.”

 

Además del servicio estatal de cada Land o estado federado, en Alemania hay unas 40 firmas privadas dedicadas a la desactivación de explosivos, estima Plum. Algunas son compañías grandes, otras pequeñas empresas que operan con dos o tres especialistas artificieros. “En principio, la desactivación de explosivos es en Alemania cosa de los Länder, cada uno procede de forma distinta”, explica el jefe de P-H-Röhll. El de Renania del Norte-Westfalia, el estado donde opera su firma, es considerado un “modelo ejemplar”, señala. El Land de la cuenca del Ruhr y la antigua zona metalúrgica germana cuenta con un servicio estatal que asume todos los costes de un proceso de desactivación. Las oficinas de otros Länder tienen en cambio solo “la tarea de llevarse o desactivar la munición, el resto del trabajo tiene que ser asumido por empresas privadas”. La extracción y todas las posibles labores adicionales. Y el propietario del terreno donde se encontró el Blindgänger tiene que asumir los gastos, que pueden variar de acuerdo al tipo de munición.

 

Las bombas, por lo general, son siempre desactivadas en el mismo lugar. “Excepto que no se pueda”, dice Plum, o que el proceso implique un alto riesgo para los artificieros. Entonces se las transporta o se realiza una detonación controlada en el sitio del hallazgo. En otros casos depende del tamaño. A las granadas, en principio, se las puede manipular con seguridad. “Se las transporta y se las guarda en recintos especiales y cuando los depósitos están llenos se las lleva a las plantas de desarme. Ahí se las fracciona y se las quema en grandes hornos”, explica el experto.

 

Las críticas a las autoridades son habituales en un país con entramados burocráticos tan complejos y enrevesados como Alemania. Spyra, por ejemplo, reclama búsquedas sistemáticas para limpiar determinados terrenos de Blindgänger y no solo reacciones a hallazgos concretos, como en Ostkreuz. Una opción sería revisar y comparar detalladamente viejos documentos de los bombardeos y mapas antiguos de las ciudades. Algo, sin embargo, que cuesta dinero. “Me parece que es parte de la calidad de vida de esta ciudad que se preste importancia a esas informaciones y que se incluyan en medidas estratégicas” de urbanismo, dijo Spyra públicamente hace unos meses sobre la situación en Berlín. Otro factor son las distintas competencias de las autoridades y las disputas sobre quién debe financiar en muchos casos las labores de desactivación, el gobierno central o el respectivo Land. La diferenciación está planteada en las leyes alemanas, recuerda Spyra, según las cuales el gobierno federal asume solo los costes por la retirada de “medios de combate” del antiguo Reich germano, mientras los Länder son responsables de los restos dejados por los aliados.

 

Técnicos como Plum también critican que los bajos presupuestos condicionen las labores de desactivación. El experto se queja de los trabajos se paguen a menudo por tarifas estándares por cada metro cuadrado, una compensación que a su juicio no se corresponde con el valor real del trabajo. La duración de un proceso de desactivación puede variar mucho. “En Renania del Norte-Westfalia se pagan los trabajos por hora”, dice, pero en los estados del este de Alemania las tarifas son por metro cuadrado, independientemente del despliegue y las dificultades de cada labor. “Lamentablemente eso no ha cambiado”, agrega Plum, que se queja desde hace años de las bajas tarifas.

 

 

Un legado alemán

 

También en otros países se registran de vez en cuando hallazgos. En marzo de 2011, las autoridades polacas encontraron unas 400 bombas de la Segunda Guerra Mundial en el balneario de Kolobrzeg, otro de los escenarios del frente del este en la costa de la antigua Pomerania alemana a mitad del siglo XX. La mayoría de explosivos estaba a una profundidad de 1,5 metros en las playas frecuentadas por turistas, alguno incluso apenas a 30 centímetros bajo la arena. La firma P-H-Röhll ha asumido también alguna vez trabajos de desactivación en Bélgica y Austria. Y la munición que dificulta los trabajos para los gasoductos Nord Stream, que bombearán gas desde la localidad rusa de Vyborg hasta la germana Lubmin y de ahí al resto de la Unión Europea a partir de 2011/2012, está regada casi por todo el lecho del Mar Báltico. Pero los Blindgänger son en esencia un problema alemán.

 

Como los japoneses con los movimientos sísmicos, se podría decir, los alemanes están habituados a convivir con los hallazgos de bombas. Estos pueden ser vistos también como parte de un complejo más grande, el marco histórico de la convulsa primera mitad del siglo XX germano. No en vano los masivos bombardeos de área de los aliados en los años finales de la Segunda Guerra Mundial, recordaba W. G. Sebald, causaron una destrucción sin precedentes y fenómenos como las “tormentas de fuego” que arrasaron las ciudades alemanas. Sobre todo a la táctica del llamado area bombing de los británicos se le atribuye gran parte de los estragos. La destrucción de Dresde en febrero de 1945, por ejemplo, ejecutada por la Royal Air Force en cuatro incursiones aéreas con más de 3.500 aviones. Las cifras oficiales actuales parten de unas 25.000 víctimas mortales tras la operación.

 

Vistos como una inevitable escalada tras la vesánica “guerra total” anunciada por los nazis, los bombardeos de la metrópoli del barroco alemán han sido criticados sin embargo también a menudo como un exceso, como un castigo innecesario contra la población civil de un país al borde de la derrota. El propio Winston Churchill se distanció tras la destrucción de Dresde de los area bombings, considerados todavía en 1941, en pleno apogeo nazi, como la única vía posible para derrotar a Hitler. Para frenar el avasallador avance alemán, esbozaba entonces Churchill en una misiva a su ministro de Producción de Aviones durante la guerra, Lord Beaverbrook, es necesario “un ataque absolutamente devastador y exterminador con bombarderos pesados… contra la patria de los nazis”. En su ensayo, Sebald especifica también una amenaza concreta a la que respondía la directriz: la destrucción de Londres con la que fantaseaba el dictador alemán en 1940. “¿Ha visto alguna vez un mapa de Londres?”, reconstruye el escritor una charla en la cancillería del Tercer Reich, en la que Hitler aleccionaba a Albert Speer sobre la vulnerabilidad de la capital británica a un ataque con bombas incendiarias. “¿Y qué podrán hacer con sus bomberos una vez que haya empezado (el fuego)?”.

 

Las consecuencias de los bombardeos plantean en Alemania, en particular, un difícil ejercicio de memoria. Se trata de un recuerdo envenenado, enfrascado en el dilema de si es correcto o no tratar ciertos aspectos de lo ocurrido. No es sencillo hablar de las represalias sufridas por la población alemana a manos de las fuerzas aliadas. En un país que ha sabido asumir quizá mejor que ningún otro las culpas de su pasado, los mayores tabúes se suelen erigir en torno a la otra cara de la tragedia: el sufrimiento propio. Como una analogía al problema de los Blindgänger ocultos bajo la tierra, se trata más bien de un recuerdo que aflora esporádicamente a la superficie desde las profundidades del alma germana. De un “legado alemán”, según la formulación usada a menudo por historiadores, investigadores y periodistas para comentar los hallazgos de bombas. Aunque no tocan directamente el tema de los Blindgänger, los debates históricos de las últimas décadas son una buena muestra de esas dificultades.

 

Sebald fue uno de los primeros en abordar abiertamente el sufrimiento de la población alemana tras los bombardeos aéreos, no tanto para criticar al otro bando por la brutalidad de la guerra, sino para apuntar al trauma impronunciable de las bombas. Unas conferencias dictadas en la universidad de Zúrich en 1997, de las que surgiría después el ensayo Guerra área y literatura, dieron pie a un acalorado debate sobre si el “pueblo de los verdugos” tenía siquiera el derecho moral a hablar de su propio dolor. El texto de Sebald se centra en lo que el escritor consideraba el fracaso de las letras germanas en reflejar las terribles experiencias de los bombardeos. El recuerdo de “la destrucción de las ciudades alemanas –señalaba– no encontró lugar en el subconsciente de la nueva nación que se estaba formando”.

 

El debate se encendió poco después de las conferencias. ¿Había fracasado de verdad la literatura alemana al callar sobre las consecuencias de los bombardeos? Aunque empezó como ponencia universitaria, el asunto se convirtió pronto en objeto de una amplia discusión en diarios y revistas a nivel nacional. En el epílogo escrito para el libro, Sebald recuerda las numerosas cartas que recibió en los meses posteriores a la conferencia. Muchas de ellas eran de ciudadanos anónimos que rememoraban sus pavorosas vivencias en los sótanos y búnkeres donde se refugiaban durante los bombardeos, rodeados de mujeres musitando frases sin sentido o de algún anciano aferrado “inexplicablemente” a una lámpara de mesa de noche que llevaba consigo. Otros remitentes preferían en cambio explayar sus propias hipótesis sobre el silencio colectivo respecto a los bombardeos. Algunos le enviaron sus propios trabajos literarios sobre lo vivido, que mantenían guardados en un cajón, o detalles de sus planes para escribir al respecto, y otros lo criticaban duramente por difundir tesis que consideraban erróneas.

 

El periodista Volker Hage publicó pocos meses después de la conferencia un artículo en la revista Der Spiegel en el que citaba a autores que sí habían escrito sobre los bombardeos; a Alexander Kluge, por ejemplo, que publicó en 1977 el relato Ataque aéreo contra Halberstadt el 8 de abril de 1945, o a Gert Ledig, cuya novela sobre el bombardeo de una ciudad alemana anónima, Represalia, ignorada tras su aparición en 1956, volvió a ser editada e incluso traducida a idiomas como el inglés, el francés y el español tras el debate iniciado por Sebald. La discusión matizó finalmente algunos de los aspectos de Guerra aérea y literatura, pero incluso críticos como Hage reconocieron que Sebald tenía parte de razón. Se habían escrito cosas, sí, pero el tema había pasado casi inadvertido en comparación con la dimensión de la tragedia. Para Hage, los problemas estaban sin embargo más en la recepción de las obras, ignoradas por el público y la crítica, que en la producción.

 

El historiador Jörg Friedrich publicó además en 2002 el ensayo El incendio. Alemania en la guerra de bombas 1940-1945, especialmente crítico con el Reino Unido por los area bombings. Su tesis respecto a que los británicos causaron más estragos en Alemania durante la guerra que viceversa fue comentada con dureza por la prensa germana, que protestó por formulaciones como la de “crematorios”, fácilmente asociable al Holocausto, para referirse a las víctimas de los bombardeos calcinadas en los búnkeres. Era otra vez la conciencia de la culpa histórica alemana, aunque potenciada quizá también por el malestar de tener que hablar de las penurias sufridas en carne propia.

 

Toda la historia de la República Federal, fundada sobre las ruinas del Tercer Reich en 1949, ha estado marcada por esos remordimientos. Y es difícil que todo debate serio no caiga pronto bajo sospecha de adolecer de la visión sesgada y el revisionismo de la extrema derecha. Un peligro real, por otra parte. De una de las cartas recibidas en 1998, Sebald recordaba por ejemplo una que le parecía especialmente absurda por hablar de un complot para privar a Alemania de su herencia cultural con los bombardeos. El remitente creía en una conspiración internacional orquestada por judíos con el objetivo de preparar la americanización de la sociedad germana en la posguerra, apuntaba el escritor, fallecido en un accidente automovilístico en 2001. “Parece estar pese a todo en su sano juicio y vive aparentemente en buenas condiciones sociales”, reflexionaba también sobre autor de la misiva.

 

El fenómeno se extiende hasta la política. “Los alemanes sabemos muy bien quién empezó la guerra y quiénes fueron sus primeras víctimas”, recordaba en 2004 el ex canciller Gerhard Schröder para rechazar las exigencias de restitución de desplazados germanos que perdieron las tierras que Polonia recibió en compensación por las atrocidades sufridas a manos del Tercer Reich. Y el veterano político socialdemócrata Cornelius Weiss formuló en 2005 una frase que bien podría explicar el estoicismo con el que se afronta a menudo el problema de los Blindgänger. Weiss, entonces padre de la Cámara como político de más edad en el parlamento regional de Sajonia, no dudó en subrayar la incontestabilidad de la culpa histórica de su país en una réplica a la pequeña formación filonazi del NPD: “Al final, el fuego volvió al país de los incendiarios”, describió la destrucción de Dresde en 1945. El NPD había calificado antes los feroces bombardeos de área en la metrópoli sajona como un “holocausto de bombas”.

 

Hoy, más de 60 años después de la guerra, se estima que la desactivación final de todos los Blindgänger tardará aún mucho tiempo. “En tanto se han erradicado las grandes superficies con explosivos en Alemania, pero en las ciudades, donde fueron los bombardeos, pasarán también todavía décadas antes de que se puedan encontrar todos”, estima Jürgen Plum. Para los optimistas, hacía también cuentas para la televisión RBB el historiador Laurenz Demps en junio de 2011, podría tratarse de unos 50 años. “Y hay pesimistas que dicen que pasarán todavía al menos cien años hasta que se haya encontrado la última”, agrega. Hasta entonces, las bombas seguirán apareciendo a menudo donde menos se las sospecha, como en el lago que recuerda Anne Klingbeil de su infancia.

 

Era antes de la caída del Muro, y sus padres llevaron a un grupo de niños a celebrar el cumpleaños de su hermano y de ella con un picnic en el campo. “Yo soy de Mecklemburgo, de Güstrow, y por ahí hay muchos lagos”, cuenta. Cerca está también el Primerburg, un antiguo destacamento militar bombardeado por la aviación estadounidense en 1945. “Estuvimos toda la tarde solos en el lago. Al frente estaba un pescador en un pequeño muelle, seguro que era también de un pueblo cercano”, recuerda. Cuando volvían más tarde a casa vieron un fuerte despliegue de policías y bomberos. “Al día siguiente oímos que justo ese pescador había descubierto una bomba, justo en ese lago. Mis padres estaban aterrados, porque tenían en ese momento la responsabilidad de muchos niños”, señala. También la doctora Katerine Neuber tiene en tanto su propia anécdota sobre ese particular legado alemán. “Para el trayecto que dura normalmente 25 minutos necesité varias horas”, cuenta sobre el revuelo en Ostkreuz por el Blindgänger. “Aunque he oído a menudo noticias sobre hallazgos de bombas en la radio, desde entonces puedo imaginarme muy bien lo que eso significa todavía hoy en día”.

 

 

Isaac Risco es periodista y escritor. En FronteraD ha publicado, entre otros, Perú, la democracia que le teme a su pueblo y Forget Vargas Llosa

 

 


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