Para todos los que amamos el periodismo y lo consideramos una herramienta preciosa para conocer la realidad y por lo tanto para garantizar el funcionamiento de la democracia esta jornada se ha convertido en una cita irrenunciable desde 1995. Reporteros Sin Fronteras hace su balance anual sobre el número de periodistas asesinados, encarcelados, secuestrados o desaparecidos en el mundo. En el correspondiente a 2019, que hoy presentamos de forma simultánea en todas las oficinas de RSF, constatamos un hecho que en principio debería ser motivo de relativo alivio: este año han sido asesinados 49 periodistas, frente a 87 del año pasado. Ha sido el año menos letal desde 2003. Este descenso del 44 por ciento, sin embargo, exige algo de nosotros para entenderlo en toda su extensión.
Ha disminuido el número de periodistas asesinados en conflictos armados probablemente por dos razones: porque hay menos enviados especiales y menos corresponsales, es decir, se presta menos atención y menos recursos a la realidad internacional, y porque los periodistas han aprendido a ser más cautelosos a la hora de informar desde zona de guerra. Sin embargo, conviene recalcar que en 2019 se ha seguido asesinando igual que siempre a los periodistas locales. Un hecho que lleva años constatando RSF: que los verdaderos héroes del periodismo contemporáneo son los periodistas locales, los que se la juegan contando la realidad en la que viven inmersos, y que a menudo, sobre todo cuando informan de la corrupción, del narcotráfico, de los abusos de poder, son las primeras víctimas porque son los más vulnerables.
En esa línea, México vuelve a ser el principal país supuestamente en paz donde más informadores encuentran la muerte cuando se asoman, parafraseando a Octavio Paz, a su laberinto de soledad. Este año fueron asesinados allí 10 periodistas, los mismos que en Siria, donde continúa viva una guerra atroz. Aunque ha habido menos muertos en el cómputo general, el 59 por cierto de las víctimas han caído en países en paz. América Latina, en ese sentido, sigue siendo un territorio inestable y especialmente arriesgado para el ejercicio de contar la verdad. Aunque se cifra en 14 el número de informadores a los que se les ha cortado la lengua, RSF sigue investigando unos cuantos más, que pueden haber sido asesinatos deliberados de periodistas en Brasil, México, Honduras, Colombia, Chile y Haití. El deterioro de la prensa en toda América Latina es evidente, como se recoge en la última Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa, que elabora RSF. Sobre todo porque la impunidad es la ley. En México la tasa de crímenes contra periodistas que no acarrean consecuencias legales es del 90 por ciento. Para colmo, el llamado Mecanismo de Protección Federal sigue mostrando su incapacidad para proteger a los reporteros, como demuestra el asesinato de Norma Garabia Sarduza, que había reclamado ayuda tras haber sido amenazada por escribir acerca de la corrupción policial, o su colega Francisco Romero Díaz, que a pesar de contar con escolta y un “botón de pánico” fue silenciado para siempre.
En Yemen murieron el año pasado ocho periodistas. Este año, dos. Pero es necesario asomarse a un país del que se habla tan poco a pesar de las espantosas imágenes de los estragos causados por la hambruna (atizada por la guerra) que se han publicado en algunos medios occidentales para entender el porqué. Primero, menos presencia internacional. Segundo, ejercer el periodismo es tan peligroso que muchos informadores locales han colgado las herramientas y se dedican a oficios menos expuestos, como vendedor de hielo o camarero. En Afganistán, otro conflicto que suscita la fatiga de la compasión y por tanto de la cobertura, el número de corresponsales extranjeros en Kabul ha bajado a la mitad desde 2014. Los cinco muertos de este año, frente a los 16 del año pasado o los 15 de 2017, evidencia además que los periodistas afganos han aprendido a ser más cautos para no acabar perdiendo la vida mientras tratan de contar la guerra que sigue desgarrando su país. Los reporteros de guerra, tanto locales como foráneos, han aprendido a protegerse mejor. Queremos pensar que manuales como el que elaboró RSF han sido útiles. El premio Nobel de la Paz otorgado este año al primer ministro etíope, Abiy Ahmed Ali, que ha sacado de la cárcel a disidentes y periodistas, y reabierto decenas de medios clausurados, ha hecho que su país suba 40 puestos en la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa. Las buenas noticias también lo son.
Puede que haya menos muertos, pero sin embargo el número de periodistas encarcelados es cada vez mayor, y eso dice mucho de los instrumentos que emplea el poder (y de forma más obscena el poder absoluto) para acallar el periodismo incómodo. A finales de este año, 389 periodistas se encontraban entre rejas a causa de su labor informativa, un 12 por ciento más que el año pasado, que a su vez había aumentado un 7 por ciento respecto a 2017. A veces la cárcel (por no hablar de las terribles condiciones que padecen muchos de los detenidos, por ejemplo en China, Vietnam, Camerún o Irán) es casi más disuasoria que la muerte.
Y si hablamos de prisiones, China es de lejos la mayor cárcel de periodistas del mundo, con 120 detenidos, seguida de Egipto, con 34; Arabia Saudita, con 32; Siria con 26, y Turquía y Vietnam con 25 cada uno. Más del 40% de los encarcelados en China no son periodistas profesionales, sino ciudadanos que intentan, a pesar de la implacable censura de internet, sortear una prensa tradicional complaciente, sometida a permanente escrutinio y censura. La mayoría de las nuevas detenciones han tenido como objetivo a los periodistas uigures, la minoría étnica musulmana que habita principalmente en la región de Xinjiang, en el noroeste, donde el Partido Comunista Chino ha puesto en marcha una de las campañas de ingeniería social más perversas de nuestro tiempo sirviéndose de la tecnología más avanzada (como la inteligencia artificial y sus aplicaciones más lesivas) para borrar la cultura iugur. Antes de que se multiplicasen los campos de internamiento y reeducación para centenares de miles de iugures, Gulmira Imin, administradora de la web informativa Salkin, fue condenada a cadena perpetua por “separatismo” y “divulgación de secretos de Estado”. La misma sentencia que recibió el periodista ciudadano Ilham Tohti, fundador de Uyghurbiz, recientemente galardonado con el Premio Václav Havel del Consejo de Europa y el Premio Sájarov del Parlamento Europeo. Un gulag de nuevo cuño que se agranda sin parar en China, y que hace palidecer a distopías como 1984 o Un mundo feliz. No es de extrañar la resistencia de los jóvenes de Hong Kong ante lo que les ofrece la vía china que mezcla capitalismo y comunismo y un masivo control policial.
En su libro El asesinato en el consulado: investigando la vida y la muerte de Jamal Khashoggi, recién publicado en inglés, Jonathan Rugman recuerda que hacen falta dosis inauditas de credulidad para pensar que la muerte del periodista saudita Khashoggi en el consulado de su país en Estambul hace algo más de un año fue accidental, o que podía haber ocurrido al margen de la cadena de mando saudita a manos de un grupo de agentes de élite, entre los que figuraban varios miembros de la guardia personal del hombre fuerte y heredero del trono de Riad, Mohamed bin Salman. Ejecutores como Maher Abdulaziz Mutreb, brigadier general y jefe del comando que voló a Estambul, dotados de aviones privados, pasaportes diplomáticos y, por supuesto, acompañados de un forense armado de una sierra para cortar huesos. Fue el propio Mutreb el que dijo un minuto antes de penetrar en el consulado: “¿Ha llegado ya el cordero para el sacrificio?”.
China, Rusia, México, India, Arabia Saudita… Cinco países donde la libertad de prensa es inexistente o languidece en medio de crímenes aberrantes donde periodistas con admirable coraje se siguen empeñando en contar la verdad. No son los únicos que inquietan a Reporteros Sin Fronteras, como recalca este informe. Pero son espacios donde el periodismo, tan necesario como el oxígeno y el agua potable, agoniza. En la Rusia de Vladimir Putin acaba de entrar en vigor la Ley de internet soberana, que permite que el llamado Roskomnadzor, el organismo oficial que vigila el comportamiento de los medios de comunicación, pueda bloquear cualquier contenido en caso de “emergencia” y sin que medie una orden judicial. Será el Kremlin el que decida cuándo cerrar internet y desconectar a Rusia del resto del mundo.
“Nuestro trabajo [como periodistas] es disgustar. Requiere ser tan perseverantes como fastidiosos”, confesó recientemente al Financial Times el reportero estadounidense Ronan Farrow. El mal ya no se circunscribe a Estados que disimulan sus maneras totalitarias, en guerra, o fallidos. En la propia Unión Europea empiezan a ocurrir cosas a las que no estábamos acostumbrados. Los periodistas molestan y son atacados por quienes no quieren una mirada independiente sobre las cosas, desde las calles de Cataluña a las manifestaciones de los chalecos amarillos en Francia. Es posible que el periodismo esté muriendo en muchos lugares, sin embargo, en Malta, donde hace más de dos años fue asesinada la periodista Daphne Caruana Galizia por sacar a la luz las corruptelas del gobierno y empresarios afines, sus pesquisas no cayeron en saco roto. La reacción de su familia, de sus colegas, de parte de la población, indignada por el crimen, y de medios internacionales, ha hecho que el poder se desmigaje. Como contó Silvia Blanco en El País, “cuando les quemaron la puerta de la casa y les mataron al perro, recuerda Matthew Caruana [uno de los hijos de Daphne], ‘su actitud no fue volver a casa y llorar. Fue hacer más periodismo y alzar la voz”.
La expresión “enemigo del pueblo”, que Donald Trump y otros dirigentes endilgan a los periodistas que les incomodan, fue empleada por Adolf Hitler el 16 de octubre de 1919 en un salón cervecero de Múnich. Era su primer discurso ante el Partido de los Trabajadores de Alemania. Lo recordaba en octubre pasado el historiador Timothy Snyder en el New York Times: “En su intervención pidió una acción directa contra los judíos, a los que calificó de ‘enemigos del pueblo’”. El también historiador Jared Diamond, autor de libros como Colapso, teme que si Trump vuelve a ser elegido el año que viene para un nuevo mandato la democracia puede tener los días contados en Estados Unidos. ¿Está siendo demasiado alarmista? En su artículo ‘Algunos jinetes del apocalipsis’, publicado a comienzos de diciembre en El País, Daniel Gascón avisaba: “No creemos que las acciones que defendemos vayan a tener consecuencias que no nos gustan, pensamos que no cometeremos los errores que han cometido antes todos los demás y estamos seguros de que lo que valoramos del sistema sobrevivirá: sólo sufrirá lo que nos parece mejorable. Esa combinación de fracaso imaginativo y arrogancia conduce a menudo a la irresponsabilidad primero y al desastre después”.
El semanario británico The Economist, como siempre sin firma, se hacía eco recientemente de un nuevo fenómeno en el teatro político contemporáneo: el gran número de votantes que están dispuestos a respaldar a líderes que se jactan de su desparpajo a la hora de mentir. Tras recordar que desde que llegó a la Casa Blanca el presidente Trump ha difundido 13.435 mentiras o afirmaciones que no se sostienen, la revista asegura que la gente apoya a sus líderes por lo que son, no por lo que defienden. De ahí que las fake news ofrezcan a los electores un pantagruélico menú de hechos y mentiras de las que servirse a placer. “Si las decisiones o los votos están basados en emoción e intuición, los hechos y las pruebas jugarán un papel secundario”. La desinformación emborrona la realidad, enturbia la visión, deja a los ciudadanos inermes ante el poder.
A pesar de las dudas razonables sobre su metodología, el último informe PISA ofrece una conclusión que debería llamar a rebato: sólo uno de cada diez estudiantes sabe distinguir entre hechos y opiniones. Y no pocos medios y periodistas han contribuido a menoscabar el prestigio de la profesión mezclando deliberadamente ambos, cultivando el sectarismo y sembrando la especie de que es imposible llegar a un mínimo consenso sobre lo que pasa, sobre lo que ha ocurrido. De ahí al “todos mienten” solo hay un paso que lo único que hace es fomentar el cinismo y la desconfianza ante la democracia y la prensa. En su Viaje a Alemania la filósofa Hannah Arendt, que buscó en Estados Unidos cobijo frente al nazismo, cuenta cómo muchos alemanes le rebatían que Hitler hubiera invadido Checoslovaquia, y cuando ella trataba, recurriendo a los hechos, de rebatir esa fantasía muchos interlocutores ponían término a la polémica con un expeditivo: “Esa será su opinión”. Desde RSF creemos cada vez más urgente introducir desde la enseñanza primaria como asignatura esencial la información (la lectura del mundo) para que no cuaje esa tragedia en nuestra sociedad, que es precisamente la sociedad de la información.
Cuando el novelista Javier Cercas recibió el premio Francisco Cerecedo de periodismo, el 28 de noviembre pasado, pronunció un discurso en el que recalcó que “a menos que se resigne a convertirse en un esclavo, cualquier ciudadano está obligado a pelear contra la mentira; pero los periodistas auténticos son quienes pelean en primera línea del frente, y quienes más riesgos corren”. Dijo también algo que en RSF tenemos siempre muy presente: que “algunos periodistas se juegan la vida en esa batalla. Algunos la pierden. Ellos son los periodistas auténticos. Y lo son porque demuestran que la verdad sigue importando, sigue siendo relevante: por eso el poder y el dinero la temen”. Terminó asegurando que “la verdad es hoy, de hecho, más revolucionaria que nunca, precisamente porque por momentos nos abruma la impresión deprimente de que la mentira ha vencido”.
Hay menos muertos porque el periodismo está en extremo peligro de muerte, ya que muchos poderosos intentan asesinarlo cada día. Y sin embargo, como celebra el autor de El impostor, sigue habiendo periodistas que se la juegan para contar la verdad, como relatamos en el informe sobre el Sahara Occidental, un agujero negro para el periodismo. Allí también son encarcelados durante lustros o de por vida periodistas que se han atrevido a contar lo que hacen las tropas de ocupación marroquíes en un territorio pendiente de descolonizar en África, algo a lo que el gobierno español, la antigua potencia colonial, se comprometió y jamás se ha esforzado en cumplir.
En 2019 ha habido menos muertos, pero quienes no quieren que se sepa la verdad recurren a otras estrategias, como las amenazas, la represión, la cárcel. No se puede exigir a nadie que se convierta en un héroe. Los periodistas no somos ni queremos ser héroes ni enemigos del pueblo, sino amigos de la verdad, como lo fueron Francisco de Goya o Manuel Chaves Nogales.
En uno de los libros más conmovedores publicados en España este año que termina, Otra vida por vivir, dice su autor, el escritor griego Theodor Kallifatides: “Mi abuela no era periodista, ni filósofa, pero solía decir que ‘las palabras no tienen huesos, pero los rompen’. Sabía lo que casi todo el mundo sabe: que una palabra puede hacer más daño que el cuchillo más filoso. Decir algo es hacer algo”.
Tomemos nota de lo que nos revela el Informe de 2019. Ya sabemos lo que debemos hacer: Más y mejor periodismo.
Balance 2019 de periodistas asesinados, encarcelados y desaparecidos en el mundo