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Una historia de contrabandistas

 

Cada vez que Honorio y Nicolás Ibarra cruzaban la frontera de los Pirineos con un paquete a las espaldas, sus jefes les pagaban 800 pesetas. Lo hacían tres veces a la semana. 82 kilómetros, 11 horas, 15 kilos cada vez. Porque Honorio y Nicolás eran contrabandistas.

       Cada vez que Honorio y Nicolás hacían contrabando, se calzaban sus botas de agua y caminaban toda la noche. Salían al atardecer de Mezkiritz, en el valle navarro de Erro, para llegar a Urepel, en Francia, ya de madrugada. Allí, y antes de emprender el camino de vuelta, aún conservaban energías para echar un partido de pelota en el frontón Gure Amentsa. Y en ocasiones, hasta para ir a misa. Recogían la mercancía en la casa Monaco, con acento en la penúltima sílaba, y la cargaban en la espalda con una tela que colgaba de su frente y caía por los hombros. A veces, llevaban ruedas de camiones; otras, ganado, pero, la mayor parte del tiempo, puntillas para las labores de costura. Aunque, a decir verdad, a veces Honorio y Nicolás ni siquiera sabían lo que transportaban. Ellos cargaban y caminaban. 82 kilómetros, 11 horas, con 15 kilos a las espaldas.

       Honorio había dejado la escuela a los 14 años. Su padre requería ayuda con la ganadería para mantener a la familia. Había que pastorear a las vacas y ovejas que daban de comer a los cinco hermanos que vivían en la casa Apesui, un gran caserío al lado de la iglesia de Mezkiritz.

       Hoy, con 83 años, Honorio sigue viviendo en Apesui. E igual que hizo su padre con él, requirió a su hijo para ayudar con la ganadería y mantener la tradición familiar. Aunque esta vez, solo da de comer a tres. Los demás se han ido. “Ahora el único que me sigue es Popi”, se queja Honorio señalando a su perro pastor. El pueblo ha pasado de tener más de 150 habitantes a cobijar a 80. De ser un pueblo joven a tener 15 solteros mayores de cuarenta años y a que en 2010 naciera el primer bebé de los últimos 22. Y a que, claro está, ya nadie practique el contrabando. No desde un Viernes Santo hace 52 años.

 

Leyenda del Pirineo

De la actividad quedan una docena de leyendas urbanas e historias reales que Honorio cuenta con humor. Lleva el mismo tipo de botas de agua que  calzaba al cruzar los Pirineos y un bastón de avellano con el que arrea a sus vacas. Pide su txapela para las fotos, y se lamenta por no llevar el traje que se había puesto por la mañana para misa. Porque Honorio, como su nombre indica, es un señor elegante. Camina con una rectitud sorprendente para su edad. Y mientras lo hace cuenta la anécdota del pastor de Valcarlos que todos los días cruzaba la frontera a lomos de su bicicleta. “¿A dónde irá este?”, debían de preguntarse los guardias civiles que lo veían. “Seguro que anda en algo de contrabando”. “Pero es que nunca lleva ningún paquete, así no hay quien le dé el alto”. Y la explicación popular, como no podía ser de otra manera, es que aquel pastor de Valcarlos hacía contrabando de bicicletas.

       Pero la historia favorita de Honorio es, con toda seguridad, la de un espabilado de Baztán que había amaestrado a su yegua para que se aprendiera el camino de vuelta a casa. El pastor cruzaba la frontera, ataba el ganado a la parte trasera de su caballo, y ahí que se volvía a casa sin tener que preocuparse por ocultar su mercancía o buscar pasos alejados de los guardias. Al día siguiente, al despertar, la yegua y todo el ganado de contrabando le estarían esperando en la puerta de su casa. “Cuántos problemas nos habría ahorrado este invento”, ríe Honorio.

       Porque la mercancía más difícil de transportar era precisamente el ganado. Honorio recuerda que, una vez, el grupo de machos (cruce entre yegua y burro) que traían de Urepel se hundió en un pozo del río por el que cruzaban. No podían salir de él y todo indicaba que se iban a ahogar. Pero Honorio y su hermano Nicolás se quitaron las ropas y con las telas apretaron los hocicos de los animales, de forma que al no poder respirar dieron un brinco, saliendo así del pozo y pudiendo seguir caminando por el río.

       La crisis de la Guerra Civil y la posguerra, “una de verdad y no como la de ahora”, según Honorio, llevó a decenas de jóvenes de los valles navarros a aventurarse en los Pirineos para dedicarse al contrabando. Las cartillas de racionamiento no daban más que “dos bolas de pan”, y de vez en cuando había que ir a por harina de maíz para tener de más. Honorio recuerda que en Mezkiritz había familias que tenían que poner cepos en los caminos del pueblo para así cazar las aves que luego comerían. “La mitad de los jóvenes se fueron de pastores a California, y aquí nos quedamos los más sufridores”, dice.

       El sobresueldo que se ganaban trasportando paquetes les ayudaba a hacer frente a esa escasez, pero ellos no dejaban de ser los eslabones de una cadena que hacía ricos a otros. Honorio y Nicolás no vendían lo que traían de Francia, ni siquiera se lo quedaban, sino que lo dejaban en San Pau, cerca de Lusarreta, para que otros porteadores lo llevaran a su destino final. Una vez, y solo una, Honorio se atrevió a quedarse con algo de lo que llevaba a hombros.

       Sabiendo que contrabandeaban puntillas, una de sus hermanas le había pedido que le dejara quedarse con un metro. Así que una vez, y solo una, Honorio se desvió de su camino y paró en Mezkiritz para reunirse con su hermana en el pajar y que esta cogiera parte de la tan deseada puntilla. Cuenta Honorio que cuando abrió el paquete, se quedó sorprendido de lo que era. “¿Por eso tanto revuelo?”.

 

 

       Esos pequeños riesgos hacían que el sobresueldo fuera tan necesario como peligroso. Honorio y Nicolás sabían que se la jugaban cada vez que salían de Urepel con las espaldas cargadas. Subían al alto de Aztakarri tanto en verano como en invierno, entrando a la península por el camino de Sorogain y temiendo el momento de cruzarse con un guardia civil. Los tricornios y las capas asustaban. Qué decir de los fusiles. En cambio, la montaña y sus trampas eran familiares. Se sabían el camino como cualquiera sabe volver a casa del trabajo. “Este en el monte no se pierde, en cambio lo sueltas en el asfalto de Pamplona, y eso es otra cosa…”, ríe su yerno Jaime.

       Dice la familia que para Nicolás el contrabando tenía algo de aventura. Se había sacado el carné para conducir camiones, y su sueño era salir del valle para vivir la vida. Pero también cuentan que solía decir que haría contrabando, “aunque sea de gratis”. Quizá le gustara eso de jugar a engañar a la autoridad. Y quizá por eso, y por su valentía, se citó con sus jefazos en fiestas de Orbaiceta para pedir un aumento de sueldo. Les hablaría de los riesgos y de sus necesidades. Y al parecer lo hizo de forma convincente. Porque le ofrecieron una subida de sueldo: 3.000 pesetas por paquete. Eso sí, con condiciones. Si perdían la mercancía al tirarla huyendo de la Guardia Civil tendrían que hacer dos viajes más sin cobrar. 82 kilómetros, 11 horas, con 15 kilos a las espaldas. Gratis.

       Pronto se despertaron los celos de los demás contrabandistas, que seguían cobrando las antiguas 800 pesetas. Ante las quejas, Honorio prometió a sus compañeros hablar con los jefes, dueños de un banco de la provincia, y consiguió que el salario fuera el mismo para todos. Eso sí, con las mismas condiciones. Si perdían la mercancía, hacían dos viajes gratis.

       En el siguiente viaje, los que tenían envidia sufrieron las consecuencias. Como era habitual, al subir hacia Sorogain se pusieron de dos en dos con pastores franceses. Primero pasaba una pareja, y si los carabineros no daban el alto, cruzaba el resto. Claro que a veces los guardias dejaban libres a los primeros solo como cebo para pillar al resto. Aquella vez, Honorio fue el primero en cruzar con su pastor francés. Se comunicaban en euskera, y cuando a los minutos escucharon los tiros de la Guardia Civil, no dijeron ni rápido, ni vite (en francés), ni azkar (en euskera batua), sino “¡fite, fite!” en el euskera de la zona. Oyeron los fusiles y echaron a correr. Más tarde supieron que no le había pasado nada a nadie, pero que todos habían tirado sus paquetes por el camino. Así, la primera vez en la que iban a cobrar 3.000 pesetas se convirtió en la primera de las tres en la que no cobraron ni una.

 

Sospechas en el pueblo

Ganar dinero merecía la pena, pero también tenía riesgos. Además de para un banco navarro, Honorio y Nicolás hicieron encargos para un empresario de San Sebastián, que con mala fortuna murió antes de pagarles lo que les debía. Cuando fueron a reclamarle a su mujer, esta les dijo que no tenía dinero para ofrecerles, pero que se podían quedar con uno de los coches de su marido. Nada menos que un Mercedes. Y esa es la historia de cómo dos jóvenes de pueblo renunciaron a un coche de lujo. “Si ya había sospechas en Mezkiritz, con un Mercedes íbamos a llamar demasiado la atención”, cuenta Honorio.

       Según él, todos en el valle sabían quiénes andaban en el contrabando. Pero nadie lo decía. Y nadie preguntaba. Así que Honorio y Nicolás se veían obligados a guardar las apariencias. Cuando volvían al pueblo antes de salir el sol, los dos se iban a dormir. Hasta que su madre empezaba a quejarse. “Ayyyy, ¡qué vergüenza!, la hierba sin dar la vuelta”. Honorio tenía que renunciar al sueño, pasando así días enteros sin dormir, e ir a darle la vuelta a la hierba para que se secara por ambos lados. Aunque, según su mujer Aurelia, “Nicolás solía quedarse dormido”.

       Cuando empezaron a ganar 3.000 por paquete, fue más difícil guardar el secreto. Honorio pudo pagar su boda y viaje de novios con Aurelia, y lo más sorprendente, se compró una moto de la marca Ossa. El rumor, “¡que Honorio se ha comprado una osa!”, recorrió el pueblo haciendo creer a los menos modernos que tendrían a un animal grande y peludo por vecino.

       Las sospechas de que Honorio y Nicolás eran contrabandistas se confirmaron con la visita de unos vecinos a Urepel. Honorio acababa de llegar al pueblo de la montaña, y estaba dando una vuelta en bici cuando de una casa vio que lo señalaban. “¿Es Honorio?”. “No, no puede ser”. Él intentó pasar inadvertido, pero años más tarde, en el bar Herriko Txokoa del pueblo, aquel vecino indiscreto le preguntó por el misterioso encuentro. “Oye Honorio, me vas a hacer ganar una merienda. Aquel que andaba en bici en Urepel… Eras tú, ¿verdad?”. Y efectivamente, aquel vecino venció la apuesta que dudaba si el joven en bicicleta de Urepel era Honorio Ibarra.

       Todas estas idas y venidas de rumores afectaban a la madre de Nicolás y Honorio y a la mujer de este último, a la que no le gustaba eso del contrabando. Pero nada era más complicado que las relaciones con la Guardia Civil. Desde que empezaron sus viajes a la frontera, Nicolás y Honorio sobornaban a los carabineros. Cuando lo cuenta, pregunta riendo: “¿No me irán a meter a la cárcel por esto?”, como si los miedos de otra época no se fueran ni con 83 años. Explica que en los pueblos contaban que los guardias andaban tan necesitados como los habitantes. Y que de hecho, en Viscarret solían robar las gallinas de los vecinos. Estando así las cosas, fue fácil hacer un trato con ellos. Los hermanos les pagarían cada vez que iban a viajar a Urepel, y ellos les dirían por dónde patrullarían cada noche.

 

 

Un desenlace inesperado

El problema llegó cuando, al empezar a cobrar 3.000 pesetas, Honorio y Nicolás cambiaron su ruta desde Viscarret a Espinal y comenzaron a sobornar a los guardias de este otro pueblo. La decisión enfadó a la benemérita del primero. En Viscarret querían seguir cobrando las pagas de los contrabandistas, y aunque hicieron lo posible para mantenerlas, se quedaron sin ellas. No tardaron en planear una emboscada. Fue el Viernes Santo de hace 52 años. El día en que acabó el contrabando en la familia Ibarra.

       Nicolás había salido a caminar por el monte. No era una de esas caminatas de 82 kilómetros, 11 horas y con 15 kilos a las espaldas, sino un paseo normal. Caminaba por la carretera vieja hacia Lusarreta cuando un guardia civil le disparó tres tiros. Uno, dos y tres. Nicolás murió en el acto. Tenía 28 años. El rumor de que habían matado a alguien llegó a Mezkiritz. Y preocupó a la familia Ibarra. Honorio no habla de ello, pero Aurelia cuenta que su marido cogió la Ossa y fue a buscar al carabinero de Viscarret al que solían sobornar. Cuando lo encontró, lo debió de agarrar por las solapas y le preguntó: “¿Quién es?”. “Es tu hermano. Y está muerto”.

       Hubo un juicio. Pero nadie fue declarado culpable. Honorio tuvo que participar como testigo, y cuando entró en la sala le tocó ver al asesino de su hermano. Estaba sentado en el resquicio de la ventana, y Honorio sintió la tentación de abalanzarse y empujarlo. Pero lo agarraron y detuvieron. Y nadie pagó por aquello.

       Ese Viernes Santo de 1959 acabó el contrabando en la familia Ibarra, y por contagio, en gran parte del valle de Erro. Se acabaron los 82 kilómetros, las 11 horas, los 15 kilos a las espaldas. Del negocio quedó la venta de café de contrabando en  casa de Pedro, la frase recurrente de “¡Eso son los pecados de juventud!” cada vez que Honorio se queja de los dolores de espalda y una cruz en memoria de Nicolás en el punto donde lo mataron. Sobre todo, su recuerdo.

 

 

* Leire Ariz Sarasketa es periodista. En Twitter: @leireariz

 

 


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