Creo que nunca le había hablado a nadie de Paco, aunque piense en él con frecuencia. La otra noche, sin ir más lejos. Estaba con Carmen, cenando. Y como sin ser llamado se nos aparece un recuerdo, su imagen se me vino de pronto a la cabeza.
Paco era mi mejor amigo de la infancia, aunque solo nos veíamos los veranos. Luego se fue todo el año, todos los años y los veranos empezaron a serlo mucho menos.
Me he contado a la largo de mi vida diferentes versiones de cómo conocí la noticia. Hasta hace relativamente poco estaba convencido de que me había llegado por carta. Incluso me representaba en la mente el sobre estrecho, la hoja de rayitas azules, la redonda, casi infantil caligrafía con que su madre me anunciaba la mala nueva. Visto en perspectiva parece un poco extraña, casi perversa esa comunicación entre quien debía rondar los cuarenta y quien no hacía mucho que había hecho la comunión. Tal vez por eso mi cerebro inventó una alternativa. Y así ahora me parece recordar que todo sucedió por teléfono. Su madre habría llamado a la mía. Mi madre habría salido del salón, donde estaba el teléfono y al que solo entrábamos por navidad o para hablar, casi siempre los sábados, con la familia de Murcia, y habría entrado en la salita, donde yo hacía los deberes, donde mi madre cosía a máquina, donde estaba la tele, donde pasaba todo, pese a ser un cuarto diminuto, especialmente si lo comparábamos con el ancho, desierto salón. “Tu amigo Paco”, habría empezado mi madre –cuya voz no recuerdo. Después me abrazaría. O así me gusta imaginármelo. Y así fue como supe del accidente de tráfico.
Nueve años tenía Paco. El más alegre, el más divertido, el más carismático de nosotros. Paco sin apellidos, al que le gustaba tanto jugar a superhéroes mientras improvisaba largos parlamentos épicos sacados de no se sabía dónde desde el balcón de la piscina. Paco, el que sonríe pícaramente en el centro del grupo desde una de las pocas fotos que conservo de mi infancia, una foto que ha sobrevivido a mis múltiples mudanzas pese a que ahora no sería capaz de decir dónde está, una foto con unos colores increíbles, contrastados, vibrantes, bajo un cielo azul descomunal en la que posamos recién salidos del agua, con nuestros bañadores diminutos; Paco, el único con posibilidades de conquistar a María, de la que todos los demás estábamos enamorados sin esperanza. O puede que aquello fuese más tarde. Que Paco no llegase a conocer a María, que ella llegase después a pesar de que habrían hecho la mejor pareja del mundo. Sí, puede que los restos de Paco –esa expresión– descansaran ya en su pueblo madrileño, cerca del pueblo madrileño en el que vivía María, sin que sus caminos llegasen a cruzarse, todo mientras mis restos se empeñaban en seguir moviéndose, por supuesto sin la gracia y ligereza que la fatalidad había imprimido en el para siempre bronceado cuerpo de mi amigo.
No recuerdo si lloré cuando supe que Paco había muerto, aunque ya por aquel entonces sabía que era lo que tocaba. Sí recuerdo que sentí rabia y tristeza y vergüenza. Y culpa. Tanta que durante los veranos siguientes era incapaz de mirar a los ojos a los padres de Paco cuando me los cruzaba y los evitaba en el portal, el ascensor, la tienda. Unos meses antes yo había sufrido un accidente. Sin consecuencias. El coche apenas me rozó y casi me dolió más la azotaina que preveía que me iba a dar mi madre por cruzar sin mirar –pobre, nunca la vi tan asustada, ni siquiera cuando pocos años más tarde supe que ella ya sabía–, que las magulladuras que me dejó el parachoques en la pierna. Fue en el verano en que estuve a punto de morir tres veces: atropellado, atragantado, ahogado. Pero yo viví. Paco, no. Y aprendí a mirar para abajo en silencio mientras la tasa bruta de alegría se volvía negativa en el mundo.
Dice Platón en el Fedón –esto lo descubriría mucho más tarde– que puesto que “nacen de sus contrarios todas aquellas cosas que tienen algo semejante”, por esta causa de los propios muertos nacen los vivos no menos que los vivos han nacido de los muertos “y siendo eso así parece haber un testimonio suficiente, sin duda, de que es necesario que las almas de los muertos existan en algún lugar, de donde luego nazcan de nuevo”. Esto explicaría por qué, a juicio de Platón, todo aprendizaje es una reminiscencia.
Si se piensa, es una idea consoladora. No tanto que las almas aguarden en el Hades, como que no se extingan. Aunque al mismo tiempo resulta un poco ridícula e inquietante. Todas esas almas en boxes esperando a que se gripe un motor para ocupar su puesto. No termino de verlo. Aunque también me parecía ridícula e inquietante al principio –y por eso no me decidí a verla hasta hace unos meses– esa ocurrencia de representar a unos fantasmas con sábanas, como en los cuentos infantiles o en un desfile de Carnaval –el zombie, hijo de la contemporaneidad, no pasa de ser su deformación grotesca–, que hizo suya la película A Ghost Story, y sin embargo terminó convirtiéndose en una de las películas que más me han conmovido de los últimos años y, desde luego, en la cinta de fantasmas más escalofriante de cuantas se han hecho. Fue ver aquellos recortes a la altura de los ojos y pensar que no había visto unos ojos más tristes que aquellos. Dolía mirar esos dos pozos negros mirando a sus muertos –los vivos– mientras estos abandonaban las desoladas casas que una vez habían compartido y a las que los idos permanecerían atados de por muerte.
¿Quién llora más a quién? ¿Los vivos a los muertos o los muertos a los vivos? ¿Qué ausencia es más pesada?
Dice Alberto Ruiz de Samaniego en Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral que lo opuesto a la existencia no es la no existencia, sino la “insistencia”. Aquello que habíamos considerado que había dejado de existir continúa en la dimensión espectral insistiendo obscenamente. Por eso el exceso fantasmal es “lo indestructible” y por eso también “recordar nuestra infancia es hacer revivir a los espectros”.
A medida que nuestra vida avanza vamos caminando cada vez más entre fantasmas. Lo súbito se hace estacional y lo estacional se vuelve ordinario. Los límites de difuminan hasta el punto de que llega un momento en que cuesta distinguir a cuál de las dos es apropiado llamar la clase muerta.
Emily Dickinson, que entraba y salía del espacio intersticial como de su cuarto a la cocina y viceversa había entendido todo esto antes. A falta de Dios –el Gran Fantasma–, quiso el Azar que me cruzase con este poema apenas un par días después de haber evocado –¿o será invocado?– a Paco mientras cenaba. A su lectura debo estos pensamientos no alegres, pero tampoco hirientes. Al final, casi cuarenta veranos después la conversación sigue inconclusa, y con la sábana remangada, para que no nos regañen nuestras madres, y una sonrisa pícara bajo los ojos de tela, seguimos jugando a ser inmortales.
Sin mundo de por medio. Con insistencia.
607
De cercanía a sus Cosas alejadas
El Alma tiene temporadas especiales–
En las que la Oscuridad–parece la Rareza–
La Claridad –fácil– resulta –
Las Formas que enterramos, habitan por doquier,
Familiares, en las Habitaciones–
Sin mancha del Sepulcro,
El Compañero de Juegos Consumido regresa–
Con la misma Chaqueta que llevaba–
Abotonada hace mucho en el Molde
Desde que los dos –mañanas viejas, de Niños–jugábamos–
Divididos–por un mundo–
La Tumba devuelve lo Hurtado–
Los Años, nuestras Cosas robadas–
Nudos de Apariciones resplandecen
Y nos saludan, con sus alas–
Como si–fuéramos nosotros–perecidos–
Y Ellos–los que aguardaban el reencuentro–
Y fueran ellos, y no nosotros,
Quienes vivieron el duelo.
[Traducción de Amalia Rodríguez Monroy].