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Una historia de invierno

Tomé un taxi desde el aeropuerto. Mi vida, que por ese entonces parecía marchar sobre un cauce seguro (yendo hacia esos lugares donde los padres te enseñan que estarás a salvo), se descomponía cada vez que pensaba en mi relación con ella.

Yo me imaginaba el mundo a su lado. Por eso había tomado un avión usando todo el efectivo de la primera tarjeta de crédito que conseguí en mi vida, sabiendo que el interés era excesivo. Ella lo valía.

Cuando el taxi cruzó frente a los edificios del centro y divisé el camino hacia su casa, le dije que parara, me bajé y empecé a caminar. Recuerdo que avanzaba entre los pequeños negocios de una calle principal sintiéndome como el héroe de una novela de aventuras. En ese tiempo yo creía que si necesitaba a una mujer tenía que endedudarme y tomar una avión.

Escuché de pronto que ella me llamaba. Sólo con una letra inicial, como lo había hecho desde aquella vez en que nos encontramos en un parque de nuestra ciudad–que ella había abandonado para irse con su novio. Corrió hacia mí. Me rodeó el cuello con sus brazos y se dejó caer. Sentí eso que yo creía entonces que era el amor: eterno e inquebrantable, de una pureza que superaba a todas las verdades del mundo.

Ella venía de la lavandería cargando una cesta de ropa limpia y yo llevaba sobre la espalda una maleta diminuta. El mío era un viaje de dos días. Sólo quería verla. Tal vez se lo dije. Ninguna promesa. Parecía feliz con mi visita. Ella ya no estaba con él pero seguían viviendo juntos. Ella se quería alejar de ese hombre pero nunca era capaz.

Creo que nos dedicamos a conversar de él los dos días en que anduvimos por la ciudad mirándolo de lejos: ese que se interponía entre ella y yo.

Algo me dijo ella de sus infidelidades, de sus delirios. De sus otras opciones: podría viajar hacia el norte con un grupo de mochileros canadienses. O eran tal vez israelíes que querían llegar a Canadá. No estoy seguro.

Yo sólo la escuchaba, tal vez pensando en lo poco que podía ofrecerle. Recuerdo el desasosiego. Entonces yo podía convertirme en una sombra que se desprendía de mi cuerpo, me observaba desde lo alto y predecía el futuro: ella y él no se iban a separar. Se amistarían, tendrían hijos y él se largaría alegando que no era la vida que esperaba. Ella se abrazaría a sueños distintos.

Sin embargo en ese momento, de alguna manera tal vez cruzada y perversa, yo fui feliz con ella. Como nunca lo había sido.

Pienso mucho en esas imágenes de mis veinte años, en esta mañana neoyorquina en que leo una novela que habla de jazz y bares oscuros. De la neblina de una ciudad frente al mar y de dos figuras con el futuro marcado por la soledad y la autodestrucción. Tal vez porque yo también viví, de algún modo, los días lluviosos del desengaño.

Reconociéndome como un personaje de aquella trama, me río de esta novela que cuenta la pesadumbre de una relación imposible: yo fui, durante algunos años, el personaje incómodo de una breve historia de amor. Si bien después de haber dejado a esa mujer debajo de los portales húmedos de una plaza, tomando un taxi de regreso al aeropuerto, mi personaje–creo yo, esa es tal vez la historia que me cuento– decidió que le tocaba empezar de nuevo.

Sacó conclusiones, creyó entender sus errores. Se enjuagó la boca. Saboreó ese aprendizaje entre los dientes. Y antes de subirse al avión de regreso a Lima, tal vez con un último temblor, con cierta fatiga, apuntando hacia un punto preciso de la pista de embarque, deseando nunca jamás arrepentirse, lo escupió.

 

 

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