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Mientras tantoUna historia de primos

Una historia de primos


 

Atardecer en la playa (alrededor de 1993).

 

We don’t have a word for the opposite of loneliness, but if we did, I could say that’s what I want in life.

Marina Keegan. The Opposite of Loneliness

 

 

Ella y él se conocieron durante aquellos veranos en que los tíos los dejaban en la playa a cargo de los parientes y los dos se dedicaban a trepar las peñas y sumergirse en las pozas. Él la recuerda como una niña muy delgada, el cabello negro largo y rizado, echada en ropa de baño sobre una toalla encima de una roca, mirándolo cuando se metía a nadar con sus primos en el agua helada de la bahía.

Solían pasar las mañanas recogiendo pitajayas, o se iban con los primos siguiendo el borde del arroyo, sacando higos de las matas que nadie parecía cosechar. Sus días en la playa estaban marcados por la voz de las tías que los llamaban (¡Ya vengan a almorzar! ¡Ya entren a la casa que vamos a cenar!).

Ya de más grandes, ir a la playa se transformó en la costumbre de arrimarse con los otros, en un círculo, sentados sobre las piedras mirando el mar. Después de la siesta, los primos mayores solían sentarse con la espalda apoyada en las paredes de piedra de las casas de la plaza, sobre los colchones que cubrían los poyos de concreto. En las noches las tías les alcanzaban cubrecamas y frazadas, y ellos se quedaban ahí hasta tarde, con alguna botella de cerveza haciendo la ronda, tomando todos de un mismo vaso. A veces se echaban boca arriba y se contaban historias mirando las estrellas y los satélites que cruzaban la noche muy oscura.

Sus madres eran del pueblo de la playa pero los dos nacieron en Lima. La madre de él era prima en segundo grado de la madre de ella. No se habían encontrado jamás fuera de la playa hasta la tarde en que Lorena Garayar y Armando Carbajal, primos de ambos, mayores que ellos, se casaron en Lima. En esa fiesta en que las dos familias (ambas dueñas de varios centenares de hectáreas de olivos) se gastaron buena parte del dinero de la cosecha de aceitunas: con una colección de platos de lo más variado de la comida regional, cientos de cajas de cerveza y la música de la orquesta Los Chancalatas de Nazca –que tocaron hasta entrada la mañana, honrando su estribillo: “Que síguela, que síguela, que síguela”– los dos primos brindaron, bailaron y se pidieron el teléfono.

Unas semanas después, salieron. Fueron a Barranco un sábado, se terminaron varias jarras de cerveza alrededor de la mesa de madera de un bar antiguo sobre la calle Pedro de Osma y se besaron contra la pared de pintura descascarada de un callejón al lado del Boulevard. Caminando por la vereda de la plaza, él le preguntó si en verdad había sido enamorada de uno de sus primos. Ella especificó que esa había sido su primera relación “en serio” y al repetir el nombre del primo agregó: «Ese infeliz».

Mientras comían sobre el balcón de un huarique con vista a la Bajada de Baños, después de haber caminado agarrados de la mano bajo el Puente de los Suspiros, ella le dijo que lo había visto en la playa besándose con su prima hermana. Agregó detalles: los dos estaban escondidos detrás de unas rocas, al lado de la trocha que llevaba desde las casas hacia el Pozo de las Viejas, su prima se había sacado la ropa de baño y estaba sentada encima de él. Él le dijo que pensaba que eso era un secreto pero ella le dijo que todos en la playa lo sabían. 

Antes de despedirse esa noche en Barranco ella también le dijo que no se imaginaba explicándole a su madre por qué salía con su primo. Él sentía algo similar. Quizá por eso no se buscaron otra vez y nunca se volvieron a encontrar en Lima.

Y unos años después, entre dos veranos, él se fue de viaje a los Estados Unidos. Y ahí se quedó.

*

Ella estaba cansada de las rutinas de su vida, de Renato: el novio que se había conseguido. Su familia no lo quería pero el novio era persistente. La buscaba después de sus clases en el instituto, iba con ella hasta el banco donde trabajaba y la esperaba al final del día para acompañarla de regreso.

La familia de Renato era del centro del Perú y él no conocía la playa. Ella pensó que podría encariñarlo de a pocos con su familia y decidió llevarlo a una reunión en Lima. Lo presentó a sus parientes como un compañero del instituto, un estudiante de ingeniería de sistemas a punto de graduarse. 

A sus primos —que no estudiaban nada— no les importó. Después de unas cervezas, con más confianza, insinuaron riéndose que ella le sacaba los cuernos. Ellos –sobre todo el infeliz, el que una vez metió la mano debajo de la ropa de baño y creyó que se había ganado el derecho a acostarse con ella (y, tonta, ella lo dejó)–se burlaron del pelo chuto de Renato, del perfil de su nariz, de sus anteojos. 

Luego de aquella reunión, empezó a dormir mal. Un día en que Renato la recogía del trabajo, ella le dijo que deberían irse a vivir a otro país. Él respondió algo acerca de sus estudios y de su familia a la que no podía dejar en Lima. A ella le parecieron tan malas las respuestas que decidió no volver a tocar el tema.

Meses después, una mañana en la que no tenía mucho que hacer en la oficina, llamó a una agencia de viajes. Fue un impulso. Y sin embargo cuando Renato la fue a buscar al final de la tarde no pudo decírselo: se había comprado un pasaje a los Estados Unidos.

Una de sus amigas del instituto se había mudado a una ciudad en Nueva Jersey. Vivía con su novio peruano, uno que ella conocía de Lima y que tenía un negocio de limpieza de oficinas. «Te quedas en nuestro depa, cojuda», le dijo cuando ella le escribió un email para contarle lo que pensaba hacer. Su amiga dijo que su novio podría llevarla y traerla de las oficinas. Por lo menos hasta que ella juntara un dinero y pudiera valerse por sí misma. “Puedes encargarte de otros edificios y ganar más», le dijo. «Mi novio te puede ayudar a sacar un brevete en otro estado y a conseguir un carro. Puedes trabajar como independiente». Fue con ese plan que ella se fue.

«¿Y Renato?» preguntó la amiga en el camino de regreso a Nueva Jersey desde el JFK. Ella le contó que su novio había jurado renunciar a sus planes de buscar trabajo en Lima. «Ay amiga. Renato dice que tal vez viene. Yo no sé si quiero que venga, la verdad».

Ella llamaba a su novio todos los días y conversaban por horas. En una de esas llamadas Renato dijo que la iba a ayudar a montar un negocio, que apenas le faltaban un par de documentos para presentarse en la embajada a pedir la visa. Sin embargo cada vez que ella colgaba la empezaban a consumir las dudas y se incrementaba su angustia: por estar alejándose –quizá para siempre– de sus padres, de su familia, de su universo en Lima, de sus veranos en la playa. 

Un domingo después de una noche limpiando edificios, se levantó con ganas de mirar las fotos que había traído del Perú. Se fijó más que nunca en una con sus primos, en la playa. Él sonreía sentado sobre uno de los poyos, con una cerveza en la mano. Los dos se veían distendidos y bronceados, parecían felices. «Éramos felices» se dijo. La siguiente vez que habló con su madre le preguntó si sabía cómo comunicarse con su primo. Unos días después ella le había conseguido el número de teléfono de una casa en los suburbios de Nueva York.

*

«Infeliz» fue lo primero que ella le dijo, sonriendo, cuando él se apareció en la estación de tren a recibirla. Ella le reprochó que sabiendo que estaba al otro lado del río nunca hubiera intentado buscarla. Él tartamudeó, dijo alguna excusa absurda y puso cara de idiota. Ella pensó que el imbécil de su primo no había cambiado en nada.

Era una tarde espléndida en la estación de tren. Ella tuvo que cerrar los ojos para que el sol no la cegara cuando intentó mirar el cartel con el nombre del pueblo. Le dijo a su primo que estaba más gordo. Él le echó la culpa a la comida de los gringos.  A su lado estaba parado un muchacho vestido para el verano, con unos pantalones amarillos y una camisa desabotonada hasta el pecho con un diseño de palmeras verdes y puestas de sol anaranjadas que a ella le pareció el colmo del mal gusto. El chico era alto, muy subido de peso, con una doble papada excesiva para la edad que parecía tener.  Hablaba en castellano con un acento en el que ella creía reconocer, muy lejana, la tonada limeña. Ese muchacho era el dueño de un auto deportivo rojo con el que habían ido a recogerla. Su primo le dijo: «Te presento a mi primo Hernán».

Hernán y él también eran parientes, por el lado de su madre. Por lo tanto ella y Hernán también lo eran. Por algún costado: todas las familias del pueblo estaban emparentadas. Mientras manejaba, Hernán le contó que su familia había emigrado dos décadas atrás, durante el gobierno aprista. También le dijo recordar que había estado una vez en la playa: «Como de faif «, dijo. Mientras manejaba, Hernán le contó la historia de cuando se metió a bucear en las pozas y salió llorando porque lo picó un cangrejo. Desde el asiento de atrás, ella le preguntó cómo había sido su vida en Estados Unidos y Hernán respondió que había terminado la secundaria en ese pueblo. Dijo que al terminar el colegio estudió cocina y consiguió trabajo de chef. “Rait nau trabajo en un club de Connecticut” le dijo. Le dijo que vivía con sus padres y sus hermanos en una casa muy cerca de la estación.

«¿Te quedas todo el wikend?» le preguntó Hernán. Ella respondió que solo podía quedarse una noche porque tenía que trabajar en Nueva Jersey. Le contó del negocio de la limpieza de oficinas. 

Por otro lado, su primo ya le había contado por teléfono que trabajaba de lunes a viernes en la garita de estacionamiento de un consultorio médico. Le dijo que fue el papá de Hernán el que lo había recomendado. Dijo que una de las hermanas de la mamá de Hernán (su tía también) le estaba prestando su departamento. Esa tía vivía por el momento en otra casa, cuidando a una anciana con muchísimo dinero. Su primo le dijo que esa tía le cobraba una renta mínima mientras juntaba dinero para mudarse. Dijo que se había matriculado para empezar a estudiar inglés en un instituto de Manhattan, que deseaba mudarse a la ciudad, pero que todavía no podía. Que estaba bien ahí en los suburbios, cerca de sus familiares y de su trabajo.

Hernán dijo que los iba a llevar a su barra favorita. Era un bar de White Plains en el que trabajaba una hondureña, Verónica, con la que estaba saliendo. Se sentaron en una mesa y Hernán invitó una ronda de cervezas y unas hamburguesas. Su primo le había dicho que el plan era salir a dar una vuelta por la zona y más tarde a una discoteca. Sin embargo, cuando Verónica terminó su turno, se acercó a la mesa para decirles que estaba muy cansada para salir con ellos. Entonces Hernán les preguntó si podían ir al departamento en el que se quedaba su primo. “A seguirla pero tranqui” dijo Hernán, con un convincente acento limeño, pensó ella. Su primo dijo que no había problema. En el camino, Hernán se detuvo en un supermercado a comprar cuatro six pack de cerveza.

Su primo vivía en un edificio que se caía a pedazos. Ella pensó que se veía más decrépito y más feo que su edificio en Nueva Jersey. El departamento tenía un solo ambiente (sin mayores divisiones) donde estaban la cocina, la sala comedor y el dormitorio. Dentro del departamento la única puerta era la de un baño pequeño donde las paredes y las cortinas de la ducha eran de color rosado. En ese departamento todos los objetos eran floreados: las cortinas, el empapelado de las paredes, la alfombra de la sala, los cobertores de los sillones. Ella se sorprendió de que su primo pudiera vivir ahí. Pensó que ella no hubiera aguantado más de una noche.

Ella, su primo y Hernán conversaron por horas sentados a la mesa de la cocina mientras Verónica dormía echada en un sofá. Hernán empezó a hablarle de los músicos de salsa que le gustaban y a ella eso le gustó. Después se puso a detallar cómo preparaba los platos que servían en su trabajo, los ingredientes, los cuchillos y ella se aburrió. Se hizo de noche y Verónica se despertó. Se sentó con ellos. Hernán salió a recoger una pizza. Comieron y se confirmaron que no les interesaba salir. Cuando se terminó la cerveza Hernán dijo que estaba taired, que tenia que salir a trabajar de madrugada. Verónica se acomodó otra vez en el sofá y Hernán se echó a un lado, sobre la alfombra. 

Él y su prima —que desde que lo vio en la estación ya se había hecho a la idea de que dormirían juntos—se acostaron en la única cama. Él metió las manos debajo de su ropa y le acarició las tetas. «Acá no, acá no» dijo ella. Le disgustaba la idea de que Hernán y Verónica los vieran. «Sígueme» dijo y se fue para el baño. Él la siguió. Cerró la puerta y, a pesar de lo estrecho del cuarto, ella consiguió abrir las piernas apoyándose con un pie en el lavatorio y el otro en la taza del water. Él se juntó con ella y se movió en silencio. Así duraron un buen rato. Ella le acariciaba el cuello, pensando todo el tiempo en si estaba haciendo lo correcto.

*

Hablaban muy seguido por teléfono y ella siempre se quejaba de que él no la visitaba. Él se justificaba diciendo que era muy complicado ir a Nueva Jersey sin carro. Sin embargo una noche la llamó para decirle que iría. Después de sus clases de inglés en Manhattan. Ella le explicó que tenía que montarse en una de las combis que se detenían detrás del edificio de Port Authority, cerca de Times Square. Antes de partir él la llamó desde Manhattan dándole una hora de llegada aproximada. Su prima fue a buscarlo.

Caminaron uno al lado del otro, unas cuadras largas, por unas calles que a le hicieron recordar alguna zona pobre de Lima. Mientras caminaban, ella le dijo, quitándole importancia, que Renato vendría pronto a Nueva Jersey. Que traía dinero para rentar un departamento y vivir con ella.

Él no respondió. Ella le abrió la puerta de su edificio. Era menos viejo que el suyo y el departamento era un poco más grande que el suyo, pensó él. Los dos se sentaron en un sofá de la sala. Conversaron. Ella sugirió salir después a comer y tal vez a tomar unas cervezas. Dijo, sin dar detalles, que era un día especial. Él pensó que tal vez era su cumpleaños pero no quiso preguntar por temor a que su mala memoria quedara en evidencia. Ella le dijo–lo había pensando bastante antes de decirlo– que su amiga y el novio no regresarían al departamento hasta bastante tarde, que esa noche les tocaba limpiar muchos edificios. Ella también le explicó, mirándolo a los ojos, que ese día no iba a pasar nada entre ellos.

Tal vez se lo dijo solo para probarlo. Eso pensó él. Por eso insistió. Ella rechazó el primer avance de sus manos. Él dijo que si no quería, entonces tampoco él y fingió estar ofendido. Ella pareció cambiar de opinión y le dijo que tal vez, que lo iba a pensar. Él dijo que ya no. Que así era mejor. Entonces sonó un teléfono al lado del sofá.

Ella le pidió a su primo que guardara silencio mientras empezaba a contarle a Renato cómo había sido su día. Dijo algo acerca de una tarjeta de débito y otros muchos detalles sobre lo difícil que era abrir una cuenta bancaria en los Estados Unidos. Él la miró hablar por teléfono. Le vino a la memoria una imagen de la playa. Casi la había olvidado:  Era de noche, hacía fresco, tal vez era a fines del verano. Una de las tías había prendido una fogata en el centro de la plaza. Ella y él estaban sentados en la tierra alrededor del fuego. Tal vez tendrían 15 años. Estaban también otros primos y primas en los que no había pensado en bastante tiempo. Esa noche la tía les contó, una tras otra, varias historias de terror.  Sabía contarlas. Una era sobre una casa en la que una viuda y el fantasma de su esposo convivían hablándose noche y día. La radio y las hornillas de la cocina se prendían y apagaban cuando el fantasma quería. A veces él se molestaba y lanzaba objetos pesados a través de las habitaciones. La tía dijo que ella lo había visto con sus propios ojos. Otro historia era la de un perro con la cabeza de un niño que se les cruzaba a los camioneros en una curva con precipicio en la Panamericana, casi llegando a Chala. La tía dijo que le había pasado a uno de sus parientes, que resbaló al precipicio y no se mató porque llevaba colgada del cuello una cruz bendecida por Juan Pablo II. Cuando la tía dijo que ya era hora de irse a dormir, los primos apagaron la fogata pateando los restos de las brasas encendidas. Estas se dispersaron sobre la tierra de la plaza. Él recordó el rostro de su prima mirándolos emocionada mientras los carbones se desparramaban muy lejos de la fogata y esa plaza oscura parecía convertirse en un reflejo de la noche estrellada. 

Y ahora su prima estaba allí, en Nueva Jersey. Alguna especie de destino los había juntado en los Estados Unidos. La miró recostada sobre el sofá, con el teléfono apoyado sobre su oreja, estirando sus piernas sobre los cojines. Su cabello caía sobre la blusa en la que él podía identificar con bastante claridad el bulto de sus tetas. 

Y mientras ella hablaba con Renato, él se paró detrás del sofá. Se acercó lo más que pudo a su cara y se bajó el cierre. Estaba excitado. Primero con blanda lentitud y luego con perseverancia y solidez empezó a frotarse contra las mejillas tibias de su prima. Ella seguía hablando: del frío, del trabajo. Él tocó la punta de su nariz y rozó su boca, perfiló el círculo de su rostro. Ella continuó hablando, pretendiendo que su primo no existía.

Sin embargo en ese momento, ella también pensaba en la playa y tuvo un instante de claridad. Le pareció que una luz repentina le iluminabe el camino y le mostraba el futuro. Siguió hablándole a Renato. Siguió extendiendo la conversación. Y mientras escuchaba la voz de su novio en el oído, tomó una decisión: No le iba a decir lo que pensaba hacer. Tampoco le iba a explicar a su primo, que parecía estar esforzándose en perfeccionar sobre su rostro alguna especie de arte erótico antiguo, por qué ese era un día especial. No se lo merecía. Y tampoco es que a él le iba a interesar demasiado saber que esa medianoche vencía su estadía legal en los Estados Unidos. Que había decidido quedarse.

Así siguió la escena, durante un buen rato. Hasta que ella terminó de decirle a Renato lo que pensaba decirle, le colgó y le dijo a su primo:

«Ahora sí. Infeliz».

 

 

 

 

 

 

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