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ArpaUna historia de Sundance

Una historia de Sundance

 

Park City, Estados Unidos. Enero de 2011

Empezaré por el final. A la puerta de una casa de madera en la noche del Deer Valley, en el estado norteamericano de Utah, hay dos tipos fumando unos Marlboro. La llanura a sus pies está cubierta por un manto de nieve y las estrellas y la luna proyectan su luz helada sobre el sitio de montañas altísimas. El flaco y bajo que hace preguntas y ofrece sus cigarrillos comprados en el dutyfree del aeropuerto de Barcelona soy yo. El otro, más corpulento, más silencioso y con el pelo rapado, se llama Fredy Peccerelli y su trabajo es desenterrar esqueletos. Huesos de muertos torturados, asesinados y desaparecidos.

       Fredy es el jefe de los antropólogos forenses de Guatemala y uno de los protagonistas de Granito, un documental sobre el genocidio maya que se ha estrenado por la mañana en el festival de cine de Sundance y en el que he trabajado como asistente de montaje durante nueves meses. En el Temple Theatre, el público se ha puesto en pie para aplaudir a Pamela Yates, Peter Kinoy y Paco de Onís, el triunvirato creador, y el resto del equipo en las butacas ha sucumbido a una sobredosis de adrenalina. Ahora toca celebrarlo, pero antes le confieso a Fredy, en este momento de intimidad, ese síndrome tan extraño que se da en la sala de montaje: el de sentirse un espía que conoce al detalle a los protagonistas sin que éstos lo sepan, que convive con su voz y sus gestos, con sus vidas desplegadas en una pista de vídeo y dos de audio en un cuarto oscuro de Nueva York. Fredy asiente y sonríe y le da otra calada al cigarrillo.

       Le pregunto por Clyde Snow, el antropólogo forense norteamericano, el gran pionero que ayudó a formar los equipos nacionales de Argentina y Guatemala. “Clyde es una persona fascinante. Se podría hacer una película sobre él, no un documental, sino una película, una trilogía como la de Bourne”. Fredy me cuenta que ha estado una docena de veces con Clyde Snow y que cada una es como un regalo. “Recuerdo una noche en Antigua con él y el escritor Michael Ondaatje viendo los Oscar en un bar cuando El paciente inglés –la película inspirada en la novela de Ondaatje- se llevó casi todos los premios. Clyde nos había reunido porque Ondaatje se había refugiado en Antigua para escribir un libro sobre antropólogos forenses [El fantasma de Anil]. De hecho, creo que uno de los personajes está inspirado en mí”.

       Fredy me deja solo afuera en el frío, pensando, tocando las fascinantes estalactitas de hielo que cuelgan del porche, mientras los habitantes de Casa Granito se preparan para darle un repaso a la noche de Main Street, la calle principal de Park City, un pueblito lleno de esquiadores donde a Robert Redford se le ocurrió inaugurar el festival de Sundance en 1984. ¿Y qué es lo que pienso afuera? Le doy vueltas a cómo he llegado yo aquí.

 

Albarracín, España. Octubre de 2005

Creo que todo empezó en Albarracín, en el seminario de fotoperiodismo organizado por el fotógrafo Gervasio Sánchez. Hice el viaje solo desde Barcelona con la furgoneta Volkswagen de mis padres y de camino paré en Belchite. Guillermo del Toro estaba filmando El laberinto del fauno y el lugar tenía un aspecto más irreal -con los camiones y los figurantes marchando por entre las ruinas- de lo que ya de por sí es un pueblo arrasado por las bombas hace setenta años.

       En Albarracín, planté mi casa con ruedas en el camping y me fui a dormir con Homenaje a Cataluña de George Orwell y los mapas de la Batalla del Ebro, donde mi abuelo me dijo una vez que luchó, aunque a mí nunca me cuadraran las fechas. Durante aquellos días descubrí a la generación impresionante de jóvenes fotógrafos que se venía encima -todavía hoy clandestina, como es ley en España- y conocí a Luis de Vega, por entonces corresponsal del ABC en Marruecos, y a Miquel Dewever-Plana, un fotógrafo franco-español que había pasado mucho tiempo en Guatemala y que tiene un libro maravilloso y terrible llamado La verdad bajo tierra.

       No podía saberlo, pero Miquel y Luis iban a ser muy importantes para mí. Una tarde de primavera del año siguiente, Luis de Vega nos abrió de par en par las puertas de su casa en Rabat a Ángela y a mí y nos ayudó a encontrar a familiares de islamistas encarcelados en Marruecos para un reportaje que queríamos hacer. En enero de 2007, Miquel respondió a un e-mail que le envié desde San José de Costa Rica, donde yo estaba haciendo unas prácticas en el diario La Nación, y nos dio los contactos necesarios para irnos a Guatemala a hacer otro trabajo sobre el genocidio contra la población maya. Aunque ya había hecho algunos reportajes antes, tengo la sensación de que ellos me dieron la alternativa.

 

Panajachel, Guatemala. Febrero de 2007

La siguiente escena sucede en Panajachel, a orillas del lago Atitlán, Guatemala. Ángela y yo estamos en un locutorio, repartiéndonos las llamadas a los contactos que Mario Polanco, director del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), la organización de desaparecidos más importante de Guatemala, nos había dado de algunos supervivientes en el triángulo Ixil. En el área montañosa delimitada por los municipios de San Juan Cotzal, Chajul y Nebaj, el ejército guatemalteco practicó con más saña su política de tierra arrasada. Por la noche, Ángela regateó durante una media hora el alquiler de una furgoneta y un conductor que supiera llegar hasta allí. Lo único que recuerdo del precio es que pagamos más dinero del que teníamos.

 

 

       De madrugada, bordeando el Atitlán en una Nissan Vanette conducida por nuestro avaricioso guía, pusimos rumbo hacia las montañas del Quiché. Este es el párrafo de contexto sobre el conflicto que escribí en el reportaje publicado el 1 de abril de 2007 en el dominical Proa del diario costarricense La Nación:

 

“Tras casi dos décadas de guerra civil entre el Estado guatemalteco y las guerrillas, agrupadas en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), llegó lo peor. Con la intención de eliminar el apoyo popular que los insurgentes recibían en las zonas más pobres del país, los sucesivos dictadores Kjell Laugerud (1974-1978), Romeo Lucas García (1978- 1982), fallecido el año pasado en Venezuela; Efraín Ríos Montt (1982-1983) y Humberto Mejía Víctores (1983-1986) decidieron “barrer el mapa” desde la capital hasta la frontera norte con México. Solo en los dos años de poder de Ríos Montt, el más esmerado en esta política de “tierras arrasadas”, el resultado fue brutal: 448 aldeas fueron borradas de la faz de la tierra dejando decenas de miles de asesinados y desaparecidos, según un informe de Naciones Unidas.

Las casas, los animales de granja y los cultivos fueron destruidos, los sobrevivientes huyeron a zonas selváticas y muchos murieron en el éxodo interno. Las víctimas fueron, principalmente, los indígenas mayas, más del 40% del total de guatemaltecos en la actualidad.

La política del ejército era clara: había que “matar a los indios”, como dijo en su día un portavoz de Ríos Montt. Los intereses terratenientes en las áreas donde vivían también estuvieron detrás del genocidio, para el que el ejército se sirvió de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), grupos paramilitares formados por ciudadanos corrientes”.

 

       Pasado Huehuetenango -recuerdo un bonito arco de piedra cerca del mercado- y después de un buen rato entre la niebla, llegamos al pueblo de Chupol. Allí entrevistamos a Diego Ventura, un hombre de unos 45 años, con una gorra del Chelsea, que fue torturado durante quince días por negarse a matar a nadie en sus rondas obligadas con las PAC. En Uspantán, la región que vio nacer a la Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, conocimos a Dionisio Camajá, uno de los primeros en sacudir el tema de las matanzas y la impunidad, permanente amenazado de muerte y en guardia.

       Estábamos acercándonos al triángulo Ixil y los testimonios y hasta el paisaje mismo parecían crecer y envolvernos hasta reclamar toda nuestra atención y energía. Llegamos a Nebaj para pasar la noche, con su preciosa iglesia encalada y una tranquilidad maldita que sólo se encuentra en los lugares donde han pasado cosas innombrables. Bebimos cerveza en un hostal para mochileros con anuncios de excursiones a caballo y descensos en kayak por el río. A la mañana siguiente teníamos una entrevista con un grupo de supervivientes en Cotzal.

Así es como arranqué el reportaje de Proa:

 

“En algún punto, dentro de la niebla que se va tragando la sierra de los Cuchumatanes, en el departamento guatemalteco del Quiché, tres mujeres y un hombre esperan para contar su historia una vez más.

Sin su memoria, la de los que se quedaron acá, del lado de los vivos, sería imposible saber qué les sucedió a sus vecinos, amigos y familiares: los muertos del genocidio más grande que haya visto el continente americano en su historia reciente.

Tras un tímido intercambio de saludos, una pequeña sala al lado de la carretera, con apenas una mesa y cinco sillas sobre el piso de concreto, sirve de escenario para invocar el abismo que guardan en su recuerdo.

‘Tenía 11 años cuando se murió mi papá. Decían que era guerrillero, lo agarraron, le regaron encima un galón de gasolina y le metieron fuego. ¡Cómo brincaba del puro dolor!’, cuenta Antonieta López, de 27 años.

‘Es dura la vida de ser víctima. Siete años estuvimos en la montaña, sin ropa, sin nada. Igual que un animalito escondido, así estábamos nosotros’, añade esta joven que es la tesorera de la asociación de mujeres en el barrio Los Ángeles, del municipio de San Juan Cotzal”.

 

       Ahora, pasados cuatro años, sé que todo lo que escribí es cierto, pero que la verdad, de alguna forma, se quedó allí. Habría que apropiarse de la luz de la sala, del polvo en el suelo, de los silencios y las miradas y hasta de las montañas por donde un día se escaparon del ejército para acariciar la verdad de su historia. En aquel cuarto también estaban Feliciana de la Cruz, Juana Sánchez y Tomás Tomacruz, sentados en sillas de plástico, también con sus miradas y sus silencios y todo lo demás que es imposible expresar aunque escriba “tortura” o “tiro en la cabeza”.

       En Ciudad de Guatemala visitamos a Mario Polanco, director del Grupo de Apoyo Mutuo y casado con la congresista y fundadora del grupo Nineth Montenegro. Al primer marido de Nineth, Fernando García, lo detuvo la policía guatemalteca el 18 de febrero de 1984. Luego lo desapareció (como a otras 45.000 personas) y aunque hay documentos sobre su caso en el Archivo General de la Policía Nacional –encontrado por casualidad en 2005 en un almacén abandonado de la capital-, nada se sabe todavía de su paradero. El día del estreno de Granito, Alejandra García, la única hija de Nineth y Fernando y también protagonista del documental, estaba en la cocina de nuestra casa en Park City. Había llegado la noche anterior desde Guatemala y era la primera vez que la veía en persona. Me ahorré la explicación del síndrome del montador. Pensé en lo que Mario Polanco me dijo aquel día de 2007: “Es como una encuesta. Te sientan en una camilla y el torturador es el encuestador y te pregunta. Solo que el encuestado nunca jamás regresa”.

 

 

       En otra de las entrevistas en Ciudad de Guatemala conocimos a Feliciana Macario, de la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (Conavigua). No creo en las casualidades, pero en la mesa de montaje de Skylight Pictures en Nueva York me reencontré con ella. Feliciana fue una de las testigos de la querella por genocidio que Rigoberta Menchú presentó en 1999 en la Audiencia Nacional española y aparece en el documental en la parte en la que se cuenta ese proceso.

       La visita más impresionante fue a la sede de la Fundación de Antropólogos Forenses de Guatemala (FAFG), un chalé en la zona 3 de la capital. No conocimos a Fredy (¿quién me iba a decir que lo concería algún día?) y la entrevista fue con José Suasnavar, subdirector de la organización. En la pantalla de Nueva York vería muchas veces los laboratorios, la máquina de ADN, los esqueletos tendidos y ensamblados como piezas de un puzzle, pero en aquella mañana en Ciudad de Guatemala lo que se me quedó grabado fueron las cajas de cartón en los pasillos, los osarios en el jardín listos para guardar los huesos de alguien que, por fin, abandonaría el limbo de los desaparecidos.

 

Nueva York, Estados Unidos. Abril, 2010

Llovía. En el cruce de la calle 42 con la Novena Avenida, lo único que queda del Hell’s Kitchen de las películas es la suciedad, los borrachos a las puertas de la estación de autobuses y el desamparo. Fumé un cigarrillo para hacer tiempo, resguardado bajo el toldo de un pizzería de porciones a un dólar y luego subí al piso 24 del rascacielos. Peter Kinoy, el montador de Granito, me estaba esperando en la oficina de Skylight Pictures. Un profesor de la universidad me había puesto en contacto con él y Peter, con un gesto que sería familiar muy pronto, me recibió con la cabeza ladeada y una sonrisa de sabio. Me senté en un sofá detrás de su mesa de montaje y durante unos minutos hablamos sobre mi vida en Nueva York, los estudios, mis conocimientos de montaje. Le hablé de mis días en Guatemala, de las entrevistas con los supervivientes y la visita a los antropólogos forenses. Peter respondía con más sonrisas o con un “muy bien” o un “excelente”. Me explicó el proyecto, el momento de la producción en el que estaban y lo que quedaba por delante. Le dije que me encantaría trabajar con él y se quedó pensando un segundo. “¿Puedes estar aquí mañana a las 10?”.

       Al día siguiente conocí a Pamela Yates, la directora de Granito. Pamela había estado en Guatemala en 1982, siendo apenas una veinteañera, para filmar Cuando las montañas tiemblan, un documental sobre la guerra entre ejército y guerrillas y el genocidio encubierto contra la población maya. En el 2005, la abogada española Almudena Bernabéu, representante de las víctimas en el caso por genocidio en la Audiencia Nacional, contactó con Pamela después de ver Cuando las montañas tiemblan para saber si en el material descartado en el montaje de hacía más de veinte años pudiera haber pruebas útiles para el caso. Las había, entre ellas, Ríos Montt reconociendo en una entrevista su control absoluto sobre el ejército. En ese momento nació Granito, un viaje al pasado del primer documental, de su importancia en el presente y de los valientes, cada uno aportando su granito de arena, que siguen luchando por acabar con la impunidad en Guatemala. Pamela fue llamada a declarar como testigo por el juez Santiago Pedraz, pero esa historia está mejor explicada en Granito.

       En mis primeros días de trabajo con Peter me tocó transcribir entrevistas. A veces pasaba cuatro horas seguidas tecleando lo que oía en la pantalla, como hipnotizado. Él lo necesitaba para hacer una primera edición del material y para mí era la mejor manera de conocer todo lo que habían filmado en Guatemala y Madrid en los tres años anteriores. De vez en cuando paraba y me quedaba embobado con la vista desde la ventana de nuestro piso 24. A la izquierda el Empire State y el edificio del New York Times, a la derecha el Hudson con Nueva Jersey al fondo, en medio, la muralla de rascacielos del Midtown y, sólo intuida, la lengua de asfalto y cristal y más edificios del Lower Manhattan donde una vez estuvieron las Gemelas.

       A las seis de la tarde, cuando me metía en el metro para volver a casa, todas las palabras viajaban conmigo. Las declaraciones de los testigos en Madrid, los detalles de las matanzas, los gestos. No fue fácil, pero acabé acostumbrándome. Un difuso sentido de la responsabilidad me hacía encarar el trabajo de notario del horror con ánimo.

       cabo de un tiempo conocí a Paco de Onís, el tercer pilar de la productora, más encargado de la parte de financiación, excelente cocinero y siempre simpático con su español influido por mil lugares. Una mañana en la que acompañé a Pamela a hacer unos recados, me contó que el abuelo de Paco, Federico de Onís, fue el fundador del departamento de español de la universidad de Columbia y la persona que invitó a Federico García Lorca a venir Nueva York. El tatarabuelo, por su parte, había firmado en 1819 el acuerdo de venta de La Florida a Estados Unidos, conocido como Tratado Adams-Onís.

       Peter se convirtió en todo un maestro y un amigo (me llevó de vacaciones en verano con su familia) y yo me gané cierta fama a la hora de sincronizar el sonido y la imagen de los descartes de Cuando las montañas tiemblan. La oficina estaba inundada de cajas y cajas de cintas de audio y sobre mi mesa un reproductor Nagra de cuatro kilos de peso, toda una reliquia que me sirvió para encontrar verdaderas joyas que se colaron en el montaje final de Granito.

       En noviembre, cuando sólo faltaba un mes para acabar el documental, Peter me llamó para decirme que lo habían seleccionado en Sundance. Le dije que no faltaría por nada del mundo.

 

Park City, Estados Unidos. Enero, 2011

Son las 11 de la mañana y estoy en un cine a oscuras en Park City. El logotipo de Skylight Pictures ilumina la pantalla y una banda sonora de piano se avanza a las primeras imágenes de Granito.

       Pamela acciona un viejo proyector de cine y su voz dice “A veces, una historia contada hace mucho tiempo, vuelve de nuevo al presente”. En la fila de delante están sentados Fredy y Alejandra, a mi lado Peter y su mujer Mary. No puedo evitar la tentación de espiar las reacciones de Fredy y Alejandra durante la película. Para los que sabemos quienes son, su presencia carga la sala de una energía extraña.

       Se acaba el documental, la pantalla se funde a negro y el público se pone de pie para aplaudir. Algunos se secan las lágrimas. Alejandra y Fredy acompañan a Peter, Pamela y Paco en la sesión de preguntas. Yo salgo afuera a vender copias de Cuando las montañas tiemblan, “la precuela de Granito”, como se anuncia en la tapa. Por la noche, antes de irnos a celebrarlo por Main Street, antes de que le cuente a Alejandra que conocí a Mario Polanco en Guatemala, le preguntaré a Fredy si quiere un cigarrillo y saldremos a fumar al porche y entonces le diré que, antes de conocerle, ya le conocía.

 


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