Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
AcordeónUna hoguera de ambivalencia: Thomas Merton y ‘Las cuatro paredes de la...

Una hoguera de ambivalencia: Thomas Merton y ‘Las cuatro paredes de la nueva libertad’

 

El 4 de julio de 1952, mientras rondaba por los alrededores de la tranquila Abadía de Gethsemani para ver los fuegos artificiales, Thomas Merton escribió en su diario, más tarde publicado como El signo de Jonás:

 

“Ahora todo mi ser respira el viento que sopla a través del campanario y mi mano se posa en la puerta mediante la cual veo los cielos. La puerta abre a un enorme mar de oscuridad y oración. ¿Vendrá de este modo el momento de mi muerte? ¿Abrirá el Ser Supremo una puerta del gran bosque, pondrá mis pies sobre una escalera bajo la luna y me llevará entre las estrellas?”.[1]

 

El 10 de diciembre de 1968, en Bangkok, Tailandia, Thomas Merton terminó su charla a los monjes cristianos y budistas diciendo:

 

“Creo que la apertura hacia el Budismo, el Hinduismo y a esas grandes tradiciones asiáticas, nos ofrece una oportunidad excelente de aprender más acerca de la potencialidad de nuestras propias tradiciones, porque ellos, desde un punto de vista natural, han profundizado mucho más en este asunto que nosotros. Si combináramos las técnicas naturales y la gracia, y las demás cosas manifestadas en Asia, con la libertad cristiana del evangelio, conseguiríamos al fin esa libertad trascendente y completa que va más allá de las meras diferencias culturales y de los meros elementos externos y del mero esto o aquello”.[2]

 

Más adelante, con palabras ue demostraron una de las muchas ironías presentes a lo largo de su existencia, Merton añadió:

 

“Concluiré con este apunte. La idea es dejar todas las preguntas de la charla de esta mañana para el panel de esta tarde. Por lo tanto, desapareceré”.[3]

 

Y eso hizo, desaparecer. Thomas Merton (el padre Luis para sus hermanos trapenses) halló la muerte, no en el gran bosque ni en la fortaleza rural de la Abadía de Gethsemaní sino entre la polución de las calles de la ciudad de Bangkok, de mayoría budista. Halló la muerte no con la dignidad de un monástico del Opus Dei, más bien en un accidente insólito, calcinando la vida de uno de los más  influyentes pensadores religiosos del siglo XX.

 

En 1942, Thomas Merton, profesor de la Universidad de Columbia y ciudadano del mundo, entró en el monasterio trapero de Gethsemaní en Bardstown, Kentucky, comunidad en la que permanecería hasta el día de su muerte el 10 de diciembre de 1968.  Aunque ya era un hombre de letras y un profesor de mucho talento, según su propia confesión se consideraba “un auténtico chaval del mundo moderno, totalmente enredado en consideraciones nimias e inútiles acerca de mi persona…”.[4]

 

Se marchó a Gethsemaní para escapar de ese mundo, momento que describe en el siguiente párrafo de su autobiografía, La montaña de los siete círculos, publicada en 1948:

 

“Cuando finalmente me apeé en Bardstown, me hallaba frente a una gasolinera. La calle parecía vacía, como si el pueblo estuviera dormido. Reconocí sin embargo a un hombre en la gasolinera, me acerqué y le pregunté dónde podría encontrar a alguien que me llevara en coche a Gethsemaní. Él se puso su sombrero, arrancó el coche y partimos en un camino recto a través del campo llano, repleto de terrenos baldíos. No era el tipo de paisaje que pertenecía a Gethsemaní y no conseguí orientarme hasta que frente a nosotros aparecieron, a la izquierda de la carretera, unas colinas boscosas e irregulares. El giro que tomamos nos condujo a un terreno boscoso y serpeante. Fue entonces cuando divisé el alto y familiar capitel.

 

Llamé al timbre de la puerta. En el patio vacío se escuchó un sonido sordo, apagado. Mi hombre se subió al coche y se marchó. Nadie vino a la puerta. Podía escuchar que alguien se movía dentro de la casa. No volví a llamar. Entonces se abrió una ventana y el hermano Mathew, de ojos claros y barba canosa, se asomó entre los barrotes.

 

‘Hola, hermano’, dije. Me reconoció, echó un vistazo a la maleta y me dijo:

‘¿Esta vez has venido para quedarte?’.

‘Sí hermano, si rezas por mí’, respondí.

 

El hermano asintió y alzó su mano para cerrar la ventana. ‘Eso es lo que he estado haciendo, hermano, rezar por ti’.

 

Después el hermano Matthew cerró la puerta tras de mí y ya estaba encerrado en las cuatro paredes de mi nueva libertad”.[5]

 

Los muros de la nueva libertad resultaron ser una extraña paradoja para Merton, y tal vez también para nosotros. Si reflexionamos sobre nuestra trayectoria colectiva, en este momento histórico tanto en Merton como en la historia americana, me pregunto si no deberíamos volver sobre su obra y su idea de la libertad. ¿Puede el trabajo de un monje trapero informar y formar el siglo XXI? La elección de Barak Obama significaría para Merton el cumplimiento de sus propios deseos respecto al movimiento de los Derechos civiles. ¿Pueden sus respuestas a las cuestiones de guerra y paz, provocadas por la intervención en Vietnam, ayudarnos a afrontar otra guerra no deseada, demasiado pronto olvidada? ¿Acaso su enfoque de lo que ahora llamamos espiritualidad tenga implicaciones en la crisis económica global que no se padecía desde los años 30? Son los muros de la nueva libertad en realidad muros o puertas que abren el mundo y el espíritu?

 

En el monasterio Merton descubrió una atmósfera –un muro– donde podía rezar, leer, reflexionar y sobre todo, escribir. Mi Dios, podría Thomas Merton escribir. Esta es una de las razones por las que sus libros se exhiben en los comercios y en amazon.com. Desde el primer párrafo, La montaña de los siete círculos nos abduce. Escuchen:

 

“Vine al mundo el último día de enero de 1915, bajo el signo de piscis, en el año de la Gran Guerra y bajo la sombra de unas montañas francesas en la frontera con España. A imagen de Dios libre por naturaleza, era sin embargo prisionero de mi propia violencia y de mi propio egoísmo, a imagen del mundo en el que nací. Ese mundo era el retrato del infierno, lleno de hombres como yo mismo, que aman a Dios y al mismo tiempo lo odian. Nacidos para amarle; viviendo sin embargo en el miedo y en anhelos inútiles y auto contradictorios… Mi padre y mi madre estaban presos en ese mundo, a sabiendas de que no pertenecían a él y sin embargo eran incapaces de salir de él. Estaban y no estaban en el mundo –y no porque fueran santos sino de un modo distinto: porque eran artistas–. La integridad de un artista eleva al hombre por encima del nivel del mundo sin sacarlo de él”.[6]

 

En un solo párrafo, Merton aúna su nacimiento con el horóscopo, la Primera Guerra Mundial, la geografía y el agustinismo. Nos presenta su vida mientras define al artista en el mundo. Y quedamos abducidos por su prosa. A veces, la obsesión de escribir de Merton se convertía en un terrible conflicto, consigo mismo y con sus superiores monásticos. Los traperos tenían que disolverse en la comunidad y la contemplación, no debían distinguirse en el mundo del monasterio. Merton sufría con las tensiones entre escribir, pensar, rezar y vivir en comunidad. ¿Era acaso su escritura una llamada o distracción de la verdadera llamada? Escribe constantemente sobre esa tensión, como en el siguiente comentario:

 

“¡En cuanto llego solo a mi celda me convierto en una persona diferente! El rezo se convierte en lo que debería ser. Todo está tranquilo, tengo todo el tiempo que necesito. Sin manuscritos, ni máquinas de escribir, sin correr a la iglesia, sin Scriptorium, sin romperse la cabeza para terminar de hacer las cosas antes de que ocurra la próxima cosa”.[7]

 

Sus compañeros abades, en concreto Dom James Fox, le presionaron respecto a la relación entre su trabajo literario, su obsesión creciente con la soledad y su compromiso con la comunidad monástica. Una lucha que le llevó a pasar de maestro novicio y litúrgico a eremita, a pesar de que su fama parecía reforzarse con cada nueva publicación.

 

Cuarenta años después de su muerte, los trabajos de Merton continúan guiando a otros escritores y otros artistas, espero, retándoles a reclamar y explorar la libertad del arte y de la vida. Merton escribió que los artistas auténticos no necesitaban un “ideal de libertad” sino libertad de las presiones emocionales internalizadas con las que la sociedad controla al artista. En esto consiste, dijo, en “la libertad de conciencia”[8]. Y concluye: “En última instancia, el único testigo válido de la libertad creativa del artista es su propio trabajo. Mediante el trabajo de sus manos el artista construye su propia libertad y crea su propia conciencia artística. Únicamente cuando el trabajo ha finalizado, el artista sabe si su trabajo fue o no libremente realizado”[9]. El primer muro de la nueva libertad monástica de Merton consiste en la libertad del arte, la libertad de reflexionar y escribir sobre ello en prosa y en poesía.

 

El segundo muro de la libertad es, cómo no, la comunidad. Merton se pregunta a sí mismo y a sus lectores: ¿Debemos o podemos cuidar de la comunidad y permitir que la comunidad cuide de nosotros? La mayor parte de los primeros escritos de Thomas Merton tienen que ver con la exaltación y con la lucha con la naturaleza de la comunidad en un ambiente monástico. De hecho él lo llama “Una hoguera de ambivalencia de la que nadie es absolutamente responsable y que está diseñada, creo, para servir como una señal o un augurio de la América moderna.”[10] Una hoguera de ambivalencia parece un término excelente para  una comunidad, ya se halle en un monasterio, la iglesia o en el seno de la familia (en particular la familia) o el mundo en general. Merton escribe con honestidad acerca de las inconveniencias sufridas durante los primeros tiempos de su vida  monástica:

 

“Hallas un libro en el cajón común del Scriptorium, que comienza a interesarte intensamente, pero alguien más se interesa por el mismo libro y cada vez que vas a buscarlo alguien lo ha cogido antes. Durante el trabajo de campo te pueden ordenar serrar un tronco con alguien que baja la cabeza y cierra los ojos para rezar y no se preocupa de sujetar correctamente el otro lado de la sierra. Como consecuencia de esto la sierra se engancha en el tronco, lo que provoca cinco veces más trabajo del necesario y no conduce a nada.

 

…Todo lo anterior llega a ser mucho más interesante cuando da la casualidad que es la misma persona la que en el coro te tose en la nuca, toma el libro que tú quieres y se olvida de ponerte tu ración de patatas en la mesa…”.[11]

 

Debido a la “hoguera de ambivalencia” teológica y eclesiástica, la comunidad cristiana, monástica o no, es confusa, torpe y a veces tiene muy mal genio. Desde el comienzo de su andadura monástica, Merton festejó y al tiempo opuso resistencia a las paredes de la vida monástica. Le preocupaban no tanto los choques de personalidad o la extravagancia de un puñado de hombres viviendo juntos prácticamente en silencio absoluto, sino las responsabilidades de la comunidad –oración y trabajo– que le apartaban de su necesidad imperiosa de soledad y contemplación. En La señal de Jonás  se queja de sus responsabilidades, deberes y tareas con la comunidad:

 

“Para pertenecer a Dios tengo antes que pertenecerme a mí mismo. Tengo que estar solo, al menos solo interiormente. Esto trae consigo la renovación constante de una decisión. No puedo pertenecer a la gente. Ninguna parte de mí pertenece a nadie más que a Dios. La soledad absoluta de la imaginación, la memoria, la voluntad”.[12]

 

Fue ese compromiso con “la soledad absoluta de la imaginación” el motivo que le llevó a vivir en una ermita contigua de hormigón, no a causa de un individualismo excesivo sino en busca de la soledad ansiada.

 

Aun así, nunca estaba geográfica o espiritualmente lejos de la comunidad. De hecho, Merton sintetiza esta idea para ellos y para nosotros cuando escribe:

 

“En realidad, en el ideal monástico de la comunidad se da tanta importancia al amor fraternal, que en la estructura de la teología mística cisterciense este asunto ocupa una posición primordial. El ascenso del alma individual hacia la unión mística personal con Dios se hace depender, en nuestra vida, de la capacidad de amarnos los unos a los otros”.[13]

 

En esta analogía de Merton existe una tercera pared de la libertad: La espiritualidad y la soledad. Para Merton, y tal vez también para nosotros, la espiritualidad del peregrinaje personal y comunal sigue siendo en verdad peligroso porque tanto él como nosotros estamos forzados a confrontar el significado de las ideas que hallamos en los textos bíblicos (¿Hacia dónde nos lleva el texto?), en la historia (¿Cuál es el contenido de nuestra fe?), en la teología (¿Qué conceptos te impiden conciliar el sueño?), y en la ética (¿Hacia dónde nos lleva la conciencia?). Y mediante todo ello nos podemos preguntar con Merton: ¿Dónde y qué es la presencia de Dios?

 

En nuestro peregrinaje espiritual ¿nos enfrentamos con la hierofanía, es decir, momentos en que lo sagrado se manifiesta en lo ordinario? Merton escribe y escribe acerca de estos momentos hierofánticos (adoro esta palabra) y su impacto en el ser humano solitario. Nunca estuvo más elocuente y provocador que en las siguientes palabras de La señal de Jonás:

 

“¡Oh Dios, mi Dios, Dios a quien conocí en la oscuridad, Contigo es siempre lo mismo! ¡Siempre la misma pregunta que nadie sabe cómo contestar! Durante el día te he rezado con la razón y el pensamiento y durante la noche Te has presentado ante mí dispersando la razón y el pensamiento. He venido a Ti por la mañana con luz y con deseo y Tú has descendido sobre mí, con enorme delicadeza, con un silencio enormemente tolerante, en esta noche inexplicable, dispersando la luz, derrotando todo deseo. Cientos de veces Te he explicado mis motivos para entrar en el monasterio y Tú has escuchado y no has dicho nada, y yo me he retirado y llorado con vergüenza. ¿Acaso mis motivos no han significado nada? ¿Acaso todos mis deseos eran una ilusión? Mientras me hago estas preguntas que Tú no contestas, Tú me preguntas algo tan sencillo que no puedo contestar. Ni siquiera entiendo la pregunta”.[14]

 

Merton nunca llega a decirnos cuál es la gran pregunta, su lectura nos lleva de lo racional a lo irracional, del cerebro izquierdo al derecho y vuelta a empezar, desde la objetividad a la vulnerabilidad. De hecho, en esta primera década del siglo XXI, la razón mas importante de la continua trascendencia de su obra se basa en la profundidad de sus consideraciones espirituales.

 

Su extenso corpus literario (parece como si Merton nunca hubiera tenido un pensamiento sin publicar) nos orienta respecto a la meditación, contemplación, autoexamen y disciplina espiritual para individuos dentro y fuera de la Iglesia, ya sean católicos o protestantes. Irónicamente, en la actualidad, Merton representa ciertos ideales monásticos clásicos en un momento en el que prácticamente nadie (al menos en Occidente) quiere ser monje.

 

Leer a Merton significa sentirse cautivado por su prosa, sus consideraciones espirituales y su búsqueda de respuestas a los misterios de la vida y de la muerte, la fe, la esperanza y el amor. Sus ensayos a veces son tan increíblemente profundos que hay que volver sobre ellos una y otra vez. A veces sus ideas son demasiado oscuras, enrevesadas o temibles, tanto que cuando uno vuelve a releer sus escritos lo hace por su propia cuenta y riesgo. En algunos trabajos parece demasiado católico; en otros sin embargo es claramente demasiado protestante o secular para muchos católicos contemporáneos. A veces le leo y no tengo la menor idea de lo que está diciendo –en particular su poesía me afecta de ese modo–. Sin embargo a menudo retorno a su lectura meses después, incluso años, y capto algo nuevo. Yo he cambiado, él no. Las paredes de la libertad han llevado a Thomas Merton y a sus lectores a una espiritualidad cada vez más amplia en medio de momentos de hierofanía insospechada.

 

La cuarta pared de la nueva libertad de Merton resulta relativamente fácil de articular, pero es a menudo costosa (incluso peligrosa) de conseguir. Se basa en lo que denominaría el mundo del Evangelio, la voluntad de llevar la espiritualidad al mundo y  actuar en consecuencia. Merton nos cuenta su paso por el mundo natural que le llevó rodando desde los clubs nocturnos de Nueva York a un monasterio en Kentucky y de ahí rodando a un mundo que miraba más allá de las paredes monásticas para llegar a preocuparse de las luchas de los seres humanos en todo el mundo. Descubrimos el mundo del Evangelio en su respuesta a los movimientos pacíficos y los derechos civiles, la guerra del Vietnam y la renovación eclesiástica a través del Vaticano II. Asimismo  su pasión por el diálogo entre fes le llevó a Bangkok en busca de una espiritualidad compartida con los budistas. En su obra Nuevas simientes de la contemplación, Merton escribió sobre el mundo de la oración:

 

“No pretendo dar a entender que la oración excluye el uso simultáneo de los medios humanos normales para conseguir un fin justificable y naturalmente bueno. De hecho, normalmente el creyente debe hacer ambas cosas. Y pareciera existir un equilibrio razonable en el uso de estos dos medios (rezar y hacer) para un mismo fin”.[15]

 

Después, en palabras que parecen alarmantemente contemporáneas, apuntó:

 

“Cuando rezo por la paz le pido a Dios que pacifique no sólo a los rusos y a los chinos, pero sobre todo a mi propia nación y a mí mismo. Cuando rezo por la paz, pido estar protegido no sólo de los rojos sino también de la ceguera y la banalidad de mi propio país. Cuando rezo por la paz, no pido sólo que los enemigos de mi país dejen de querer la guerra, sino sobre todo que mi propio país cese de hacer las cosas que hacen la guerra inevitable”.[16]

 

Merton clama por una acción social radical en contra del racismo, la guerra y la pobreza. Al mismo tiempo su mundo está siempre centrado en el Evangelio como la clave de la renovación personal y social. En su ensayo Misticismo en la era nuclear afirmó:

 

“Si la salvación de la sociedad a la larga depende de la salud moral y espiritual de los individuos, entonces el tema de la contemplación adquiere una enorme importancia, ya que la contemplación es una de las indicaciones de la madurez espiritual y está íntimamente ligada a la santidad. No se puede salvar al mundo simplemente con un sistema. No se puede alcanzar la paz sin la caridad. No se puede alcanzar el orden social sin santos, místicos y profetas”.[17]

 

Merton insiste en que el mundo está “embrujado por Cristo” que (para usar un término de Flannery O’Connor) como se deduce de las siguientes palabras que resumen el núcleo de su mundo del Evangelio:

 

“A este mundo, esta taberna enloquecida, donde no hay en absoluto lugar para Él, Cristo ha venido sin ser invitado. Pero como Él no puede sentirse en casa, está fuera de lugar y sin embargo debe estar en él, su lugar está con aquellos que no pertenecen, que han sido rechazados por el poder porque se les considera débiles… torturados, exterminados. Cristo está presente en este mundo junto a aquellos que no tienen sitio en él”.[18]

 

La vida de Merton se pone de manifiesto desde sus primeros trabajos. Desde su éxito autobiográfico La montaña de los siete círculos hasta sus últimos pensamientos en el Diario de Asia.

 

Una lucha constante con el pecado y la salvación, la duda y el regocijo. Cuarenta años después de su muerte, lo que nos lleva  de nuevo a Merton es su cautivadora habilidad para unir lo mundano y lo espiritual, la vida interior y la exterior en una prosa maravillosa (y, ocasionalmente, poesía). A través de todo ello está Cristo, embrujando a Merton hasta el final. Lo que nos lleva de nuevo a los fuegos artificiales del 4 de julio y la propia respuesta a su pregunta, “¿Vendrá así el momento de mi muerte?”, y su respuesta se ha mudado proféticamente desde Gethsemaní a Bangkok y al futuro de todos nosotros:

 

“Se halla más consuelo en la esencia del silencio que en la respuesta a una pregunta. La eternidad es el presente. La eternidad se encuentra en la palma de la mano. La eternidad es una semilla de fuego cuyas repentinas raíces rompen las barreras que guardan mi corazón de ser un abismo. Las realidades del tiempo están en connivencia con la eternidad”.[19]

 

Sus palabras todavía nos intoxican. ¿No es así? Y sus sucesores todavía leemos a Thomas Merton y esperamos que tenga razón. Todos estamos en “connivencia con la eternidad”. ¿No es verdad? Descansa en paz, Tom. Muy pronto te seguiremos.

 

 

 

 

Bill J. Leonard es profesor de Historia de la Iglesia y Estudios Baptistas en la Universidad de Wake Forest, en Carolina del Norte (Estados Unidos), responsable de la cátedra James and Marilyn Dunn de Estudios Baptistas de la School of Divinity. En FronteraD ha publicado Los sin culto en la campaña presidencial estadounidenseLa guerra justa.

 

 

 

 

Traducción: Victoria Fernández-Cuesta

 

 

 

 

Original version in English

 

 

 

 

Notas


 

[1]   Thomas Merton, ‘La señal de Jonás’, en A Thomas Merton Reader (Garden City Nueva York: Image books, ed. revisada 1974), pg 220.

 

[2]   Thomas Merton, Diario de Asia (Nueva York: New Directions,1975), pg 343.

 

[3]   Ibid.

 

[4]    Ibid, pg 64.

 

[5]    Thomas Merton: La montaña de los siete círculos, en A Thomas Merton Reader (Garden City, Nueva York: Image Books, ed. revisada 1974 pg 27.

 

[6]   Ibid, pg 27.

 

[7]    Thomas Merton, ‘La señal de Jonás’, en A Thomas Merton Reader, pg 187-188.

 

[8]    Thomas Merton: Incursiones en lo indecible: Tunbridge Wells, GB: Burns and Oates, reimpreso 1988) pgs 126-127.

 

[9]   Ibid, pg 135.

 

[10]   Thomas Merton: ‘La señal de Jonás’, en A Thomas Merton Reader, pg 138.

 

[11]   Thomas Merton. Sin publicar, del manuscrito original de La montaña de siete círculos, en A Thomas Merton Reader, pg 146.

 

[12]   Merton: ‘La señal de Jonás’, en A Thomas Merton Reader, pg 202.

 

[13]   Merton: Sin publicar, del manuscrito original de La montaña de los siete círculos, pg 145-146.

 

[14]   Thomas Merton, ‘La señal de Jonás’, en A Thomas Merton Readerpg 213.

 

[15]   Thomas Merton, ‘Las nuevas simientes de la contemplación’, en A Thomas Merton Reader, pg 280.

 

[16]   Ibid, pg 281.

 

[17]   Thomas Merton: ‘El ascenso a la verdad’, en A Thomas Merton Reader, pp 375.

 

[18]   Thomas Merton: Incursiones acerca de lo indecible (Tunbridge Wells, UK: Burns and Oates, 1988) pp 51-52.

 

[19]   Thomas Merton: ‘El signo de Jonás’, en A Thomas Merton Reader, pp 22.

Más del autor