Alcázar de San Juan, 30 de enero de 2024
Algunos individuos que conozco viajan a Cuenca desde donde yo vivo, Alameda de Cervera, pedanía de Alcázar de San Juan, o incluso desde Alcázar, tirando para la carretera a Quintanar de la Orden y de allí a Villamayor de Santiago, siguiendo a Carrascosa del Campo para tomar la A-40, autovía que les conduce directamente a la capital conquense.
Pero yo voy siempre por la N-420, de la Red de Carreteras del Estado, que enlaza nada menos que Córdoba con Tarragona y en la que yo he circulado en todos sus tramos: Córdoba-Fuencaliente-Puertollano-Ciudad Real-Alcázar de San Juan-Cuenca-Teruel-Alcañiz-Calaceite-Gandesa-Tarragona. 808 ricos kilómetros, siguiendo el trazado de una antigua calzada romana que unía Corduba y Tarraco.
Se pasa, para ir de Alameda de Cervera a Cuenca, por dos poblaciones notables, muy cercana la una de la otra: Belmonte y Villaescusa de Haro. Cinco kilómetros las separan. Belmonte, más grande, es la cuna de Fray Luis de León. Posee una hermosa colegiata y un robusto castillo que se puede visitar. Villaescusa de Haro es llamada la «villa de los obispos», por haber engendrado una docena de ellos. Todos parientes. El más célebre fue Diego Ramírez de Villaescusa, obispo de varias ciudades, incluida la de Cuenca, que ocupó el tramo final de su vida. Estudió en la Universidad de Salamanca, donde fundó el Colegio Mayor de Cuenca; fue Capellán Mayor de Juana la Loca y presidente de la Real Chancillería de Valladolid. Ejerció el mecenazgo artístico, propiciando una valiosa capilla de La Asunción, en la parroquia de San Pedro de su pueblo. Está enterrado a los pies del altar mayor de la Catedral de Cuenca. Villaescusa posee agraciadas callejas y algunas buenas casas blasonadas.
Tras tomar un café en el pueblo natal de Diego Ramírez, habitualmente en el bar Saga, vuelvo a arrancar el motor del coche y continúo viaje. Aún en la Mancha, pero el paisaje va cambiando. Se va ondulando y tornándose monte bajo. Vamos camino de la serranía. Ya no faltando mucho para Cuenca, atravieso el pueblo San Lorenzo de la Parrilla, donde a veces me pone gasolina una simpática moza que al despedirnos siempre me dice «¡Adiós, corazón!». Ojo, sólo costumbre de muchas féminas conquenses. No puedo evitar recordar la jocosa copla: «San Lorenzo en la parrilla / decía a los filisteos: / Echad más leña, cabrones, / que tengo fríos los huevos».
Cuando se cruza el Júcar, atravesando un gran puente, que sustituye, soportando la carretera, al viejo Puente del Castellar, del siglo XVI, todo cambia: curvas que nos susurran que ya estamos sorteando sierra. Muy poco antes, pasando cuatro kilómetros desde Mota de Altarejos, y en la vera de los ríos Júcar y Altarejos (y, más aún, del arroyo de las Tejas), siempre me ha llamado la atención que a la izquierda se deja una que parece añosa explotación agrícola y que mantiene en un extremo una bonita pequeña iglesia. Esta vez decido parar. Giro hacia un camino donde un letrero anuncia Finca el Castellar. Cabe unas cochambrosas edificaciones se halla la iglesita. Me pregunto: ¿A cuento de qué surgió este cuco templecito en una simple explotación agrícola?
Averiguando, sólo he podido saber que en la zona había un molino muy grande y muy rentable, con siete piedras y dos pilas de batán, propiedad del Cabildo de la Catedral; la Catedral también fue propietaria del viejo puente para comunicar sus propiedades. Cuando se construyó en 1922 la central hidroeléctrica del Castellar, hoy en desuso, aunque al parecer se quiere rehabilitar, pudo ser la capilla destinada a los trabajadores de la empresa. Una linda capilla, perdida en un paraje recoleto de la que no se sabe, al menos yo no sé, el nombre.
Ahora que lo pienso: No se ve ninguna cruz sobre el tejado de esta ermita. Lo mismo no es un recinto sacro, sino que fue coqueto almacén estilo art déco.