Los tiempos que corren hacen urgente una izquierda, incluso sólo una fuerza progresista, que no recoja las inquietudes más cercanas, las que tenemos a diario, para convertirlas en votos y frenar el hundimiento que está experimentando en todas las geografías, de norte a sur, de este a oeste. Lo que necesitamos no es eso, sino que sea vanguardia. Porque la tentación en la que está cayendo la izquierda es en eso de parecerse a las derechas que están triunfando, y sobre todo en lo más peligroso: el nacionalismo, la xenofobia y el racismo. Jeremy Corbyn es un ejemplo reciente en el Reino Unido, al mostrarse comprensivo con el sentimiento anti-inmigración de la clase trabajadora que ha movido el voto al ‘Brexit’. Pero hace no mucho más tiempo Manuel Valls dio ejemplos similares con el tratamiento dispensado a las minorías étnicas en Francia.
Vanguardia no de nada novedoso y rompedor. Vanguardia sólo de lo obvio. Y bajo ningún concepto queremos decir con “obvio” “desideologizado”. Todo lo contrario. A la izquierda se le debe exigir ser obviamente vanguardia de los valores de progreso que la hicieron nacer. Y el internacionalismo es un principio irrenunciable. ¿Qué ha sido del mensaje tradicional de la izquierda de que no hay que permitir que nadie divida a la clase trabajadora mundial, que es irracional un enfrentamiento entre pobres y empobrecidos?, ¿alguien lo ha escuchado en estos tiempos de creciente odio racial en Estados Unidos y en Europa?, ¿algún líder político ha levantado la voz por los refugiados que se agolpan en las fronteras de este club del que aún hay alguien que se siente orgulloso? No ha habido ninguna iniciativa seria para acogerlos de manera digna. Los más solidarios se sienten presos de las normas y ninguno se atreve a romperlas.
Nadie da respuestas a quien se siente inseguro, bien por su precaria situación económica, bien porque siente que la tierra se mueve bajo sus pies, porque este mundo nada tiene que ver con el que creía suyo, porque todas sus convicciones, su identidad, se vuelve quebradizos y siente amenazados por lo diferente en un planeta cada vez más abierto. La solución no es cerrarlo, como muchos proponen, con muros físicos o legales, sino abrirlo, y dotarnos de herramientas para la convivencia y la seguridad económica.
La izquierda ha estado tan despistada que le han robado hasta la “antiglobalización” o, mejor, el “altermundialismo” solidario y ecologista que era suyo hace sólo dos décadas. Y ello hace que parezca bueno Donald Trump cuando repatría puestos de trabajo, cuando en realidad sólo busca reposicionar a Estados Unidos en el mundo, renegociar su papel a nivel global para volver a ocupar una posición hegemónica. Y para eso utiliza un discurso xenófobo y racista, con esa retórica conectó con la clase obrera blanca, que no tenía otros referentes porque hacía mucho que nadie se ocupaba de ella. Para entender eso, ¿quién nos presta las herramientas necesarias?
La izquierda tendría que ser la encargada de diseñar todo ese arsenal y en él debe tener un papel importantísimo la redistribución de la renta y de la riqueza. Con las medidas de siempre, de ingresos y gastos, pero sobre todo sin miedo. Porque la izquierda se muestra demasiado temerosa siempre que habla de impuestos. O al menos la que está en nuestra memoria más reciente.
La audacia de la izquierda en estos días tiene que ser mayor que nunca porque los retos actuales para construir una sociedad justa son mayores que nunca. La tecnología está creando un mundo completamente diferente al que hemos conocido, lo que complica la financiación del actual Estado del Bienestar y aún más su ampliación y profundización porque, no nos engañemos, tal cual está creado, beneficia sobre todo a las clases medias, y no a las bajas, que son las que realmente necesitan que la redistribución tanto de renta como de riqueza sea más perfecta. Expertos fiscalistas, economistas, sociólogos, hablan de que quizás las empresas tengan que pagar impuestos por los robots, pero las fuerzas de izquierda no lo mencionan, no entra en sus programas, no parecen tener a nadie haciendo los números, diseñando estas nuevas figuras impositivas.
Y, aunque lo hacen un poco más, tampoco utilizan mucho tiempo de sus discursos a comentar la necesidad de ingresos mínimos vitales, rentas básicas, rentas universales… Y es algo que hay que poner ya sobre la mesa seriamente. Generaciones enteras ya están teniendo historias laborales intermitentes en la juventud, lo que implicará que no acumularán derechos para una vejez digna. Algo hay que hacer. Y pronto. Tanto para lograr que el Estado logre ingresos suficientes como para diseñar unas sólidas y eficaces políticas de gasto.
La izquierda se ha de plantear la recuperación de la gestión democrática de la prestación de los recursos y los servicios básicos. Sí, gestión democrática puede ser sinónimo de nacionalización, pero no únicamente de eso. ¿Por qué la izquierda ha abandonado su tradicional filosofía intervencionista en la economía?, ¿por qué “intervencionista” nos suena tan mal?, ¿por qué en un mundo en el que las rentas del trabajo van a ir mermando el Estado no se ocupa de que ello no implique no contar con un buen sistema público de educación y de salud, con electricidad, calefacción, agua y vivienda garantizados? Y ello, no porque sea de sentido común, sino porque se defiende un modelo que, como todos, está cargado de ideología. Pero, ¿eso es malo? El modelo contrario, liberal, también es ideológico.
Que el trabajo sea escaso no tiene que ser sinónimo de sin derechos. La izquierda ha abandonado, desde hace mucho tiempo y a nivel global, la defensa de un trabajo de calidad. También ha plegado velas en su defensa de que el Estado es un arma cargado de posibilidades de creación de empleo. Pero, ¿por qué el funcionariado tiene tan mala prensa?, ¿por qué se desprecia un país que tiene mucho empleo público? Quizás, sólo quizás, porque no lo tiene ocupado en actividades productivas y que cree efectos verdaderamente positivos en la sociedad. El trabajo social es un campo que Ayuntamientos, Diputaciones y Comunidades autónomas podrían explorar para, por un lado, crear empleo y, por otro, mejorar la vida de millones de personas con múltiples problemas. O en el de los cuidados sanitarios. Además de en la rehabilitación de viviendas. Y no hablamos sólo de los centros urbanos, con los que hay verdadera obsesión. La izquierda tiene que patear más los barrios en los que gasta muy poca suela.
La izquierda no puede serlo si abandona a su suerte al feminismo y éste se convierte, como últimamente, en una reivindicación de los tradicionales valores femeninos, algo que sólo perpetúa roles y, por tanto, la desigualdad en casa, en la calle y en el trabajo.
La izquierda en España, en lugar de pensar en todas estas cuestiones, está peleada. En primer lugar, por la estrategia a seguir para ganar y aplicar un programa que nadie sabe en qué consistiría porque no está diseñado, porque no está contado, porque se ha dejado en el baúl de lo que nunca fue una prioridad.
La estrategia de Íñigo Errejón, en principio, parece la acertada: convertir Podemos en una fuerza política atrapalotodo, es decir, lo suficientemente difusa y amable para que cualquiera, en principio, pueda votarla. El inconveniente es que un discurso vacío y desideologizado crea un espacio en el que uno es fácilmente sustituible. La estrategia de Pablo Iglesias (la nueva, porque la de antes coincidía con la de Errejón) es más difícil: identificarte con una clase social, construir una conciencia de izquierdas, convencer de que tu modelo, muy ideológico y sin disfraces, es el bueno, lleva mucho más tiempo. Y mientras nos entretenemos todos con estas disputas, reaparecen las viejas etiquetas, la carrillista incluida, y hacemos una revisión histórica y cainita de la izquierda.
Lo peor de todo es que la izquierda, ni la de antes ni la de ahora, ha tenido o tiene un proyecto claro. A la izquierda española la ha podido la retórica. Antes, pero sobre todo ahora. En estos momentos nos vendría bien un poco de retórica, sí, pero no la endogámica y autorreferencial, sino alrededor de los acontecimientos presentes y los retos del más inmediato futuro. A algunos nos vendría bien escuchar algunas de estas cosas que hemos escrito para no sentirnos tan solos. A veces entendemos que en un estado de extremo abandono algunos estén cayendo, primero poco a poco, después ya en avalancha, en las redes más oscuras. Menos mal que escribir sirve para ordenar ideas y no dejarse llevar.
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