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Una jeremiada sobre Arco, feria internacional de arte contemporáneo

 

Obra de Nohemí Pérez (fragmento).

 

La curiosidad, más que la esperanza, era genuina. Esta vez iba solo, sin que esperara ni deseara encontrarme con nadie. Dispuesto a hacer un recorrido lo más pausado y sistemático de la Feria de Arte Contemporáneo en la que había participado en más de una ocasión en dos encarnaciones (teatra y fronterad: siempre con minúscula. Dos revistas extrañas e invendibles). Tomé mis mínimas notas con la cámara incrustada en mi celular, e hice mi Paseando Arco a través de veinte imágenes en Instagram. No es lo mejor de la feria, pero sí lo que captó mi atención, lo que, de alguna forma, consiguió emocionarme, interesarme y, acaso, pero menos, inquietarme. Aunque hace tiempo ya que no valoro tanto el expresionismo como la más auténtica y necesaria manifestación del arte. Hace tiempo que soy menos sectario, menos cenizo (o más conservador), o que confío menos (sin haberme vuelto un cínico) en la capacidad del arte para alterar el estado de las cosas o modificar de forma significativa nuestra conciencia de la realidad.

Lo que voy a escribir sobre la feria de este año no tiene pretensiones analíticas. No quiero ser ecuánime. No es más que una suerte de melopea extremadamente subjetiva. La impresión después de cuatro horas peripatéticamente bien aprovechadas. Salvo honrosas, notables, valiosas excepciones, una buena parte de los stands y de las obras que exponen no resisten un somero escrutinio, no son más que la constatación de la irrelevancia, la estupidez, la bancarrota creativa y crítica, la estupidez, la banalidad, la inopia, la estulticia, el extravío del mundo del arte. Sin duda, un calco, una planimetría de la propia realidad en la que nos desenvolvemos. La cantidad de solemnes bobadas y ocurrencias que pueblan Arco darían para llenar una caravana de gabarras de basura como las que remontan cada día el río East de Nueva York. Acaso la prueba de que nuestro mundo anda a la deriva, sin resortes estéticos, éticos, políticos, intelectuales con los que resistir la destrucción y el aburrimiento en que nos abismamos. Y no estoy reclamando ni un arte comprometido, ni serio, ni clásico, ni armonioso, ni siquiera lúcido, sino un arte que se respete a sí mismo, o al menos a la inteligencia del espectador. Y si opta por la burla, que se ría de sí mismo, con ironía o a mandíbula batiente, con desvergüenza y la disciplina del vitriolo. Pero no este cúmulo de cagaditas insustanciales que se repiten como un juego de la oca de la inanidad, de un espacio a otro, de una galería a otra, de un país a otro. Y todo ello adornado por unos artistas y unos galeristas que, en no pocos casos, repantingados o tiesos como estantiguas, en el centro o en un ángulo ciego de sus caros espacios, comentan la jugada, observan desdeñosos, se escuchan, se miran las uñas, o la punta del pie, o la rabadilla de la identidad, como si fueran un extraordinario y exquisito exponente de algo que no sabemos apreciar.

Esta feria, como buena parte de lo que el obsceno mercado determina que es valioso, es el espejo de nuestra insustancialidad como sujetos que han perdido el sentido de la historia. Quizá la demostración de que en realidad no hay más trascendencia que este juego de posturas, pases de modelos de la degradación política contemporánea, una distancia abismal entre el pensamiento y la acción, entre lo que pensamos y lo que hacemos, entre lo que soñamos y aceptamos. Entre lo que creemos que somos y lo que en realidad somos. Un programa de televisión que no termina nunca, cebado por el queroseno amoral de las redes sociales, que muestra descarnada y descaradamente lo que hay, nuestro desnutrido ADN espiritual y emocional, lo que deseamos. Piel tan profunda como mil millones de píxeles entregados al selfie: reflejo, narciso triste multiplicado hasta el infinito. Una nada muy vistosa. Supervivientes en una isla a la deriva por un universo silencioso convertido en una bolera sin dioses, absurdo, que se extingue sin épica ni dolor, sin que en realidad le importe a nadie. Ni a los dioses porque han sido borrados por la falta de necesidad. Ni a los hombres porque han perdido la urgencia de darle un valor a una existencia que se baste a sí misma en la búsqueda de un bien que sea común e inteligible. Contemplamos entre fascinados y hastiados nuestro burdel de las tentaciones sin inquietarnos más de la cuenta, mientras llega la muerte. Aunque haya tantos o más científicos que artistas contemporáneos trabajando por otros medios, con otras artes, con otras disciplinas, con otras herramientas, en la inmortalidad del cuerpo. ¿Para qué? El alma, como se palpa vertiginosamente en esta feria de vanidades que es un renovado hostal del abismo, no es más que ceniza, polvo. Ni siquiera enamorado.

 

Paseando Arco

[Como colofón, mi paseo, como prueba de mi propio miedo, de mi conservadurismo estético, de mi propio espejo empañado, de mi melancolía]

 

Obra de Ana López.

 

Obra de Isabel Villar (fragmento).

 

Obra de Ceija Stojka (fragmento).

 

Obra de Torres-García (fragmento).

 

Obra de Paternosto.

 

Obra de Leiro.

 

Obra de Miguel Ángel Campano (fragmento).

 

Obra de Iva Lulashi (fragmento).

 

Obra de Alain Urrutia (fragmento).

 

Obra de Nohemí Pérez (fragmento).

 

Obra de Elena del Rivero (fragmento).

 

Obra de Fabrizio Corneli.

 

Obra de Berta Cáccamo (fragmento).

 

Obra de Rebecca Horn (fragmento).

 

Obra de Yornel Martínez (fragmento).

 

Obra de Miler Lagos (fragmento).

 

Obra de Luis Roldán (fragmento).

 

Obra de Kiki Smith (fragmento).

 

Obra de David Hockney (fragmento).

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