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Una lectura de los Diarios de José Jiménez Lozano: su concepción del poder

José Jiménez Lozano

Siempre ha sido un misterio para mí las razones por las que José Jiménez Lozano confiaba en mi trabajo y me animaba a su proyección pública. Gracias a esta confianza, este texto ve hoy la luz. A él va dedicado

 

I.- Introducción

Como se indica en el título, este trabajo está fundamentado en la obra diarística de Jiménez Lozano y en algunos de sus ensayos y no en su obra narrativa.

La fascinación, o el rechazo, por José Jiménez Lozano suele nacer en el mismo momento en que se lee por primera vez. Y este sentimiento inicial suele perdurar, dada la coherencia de su trayectoria. En mi caso concreto, la sensibilidad hacia el sufrimiento, la mirada hacia los personajes heridos que clamaban la injusticia, fueron, a partir de esa primera lectura, la luz de la candela que nos alumbra a todos en nuestro acercamiento a las preguntas esenciales de la vida.

No siempre este pensamiento es cómodo, porque nos enfrenta a lo que de enmascaramiento de la humillación sufrida por las víctimas del poder y de la historia, tiene la sociedad confortable en que vivimos.

La actitud de Jiménez Lozano ante sus personajes es una actitud de escucha, podríamos hablar de una poética de la atención. El escritor siente las voces que le hablan y tiene que contar lo que oye, aunque sepa que las historias que va a contar no agradarán. Y esta actitud ante la literatura es muy importante, porque entonces el escritor no puede por menos que preguntarse por lo que se puede contar, por el sentido que tiene la literatura en un mundo en el que la especie humana parece tan interesada en destruirse a sí misma. Para nuestro autor, la historia parece tender hacia la destrucción de toda forma de vida, pero también hacia la destrucción de las libertades y conquistas sociales de los dos últimos siglos, a la aniquilación de la cultura. Parece como si se estuvieran tomando todas las medidas posibles para asegurar la idiocia, la estulticia de la que hablaba Erasmo.

Ante este panorama, tiene más importancia que nunca contar historias de hombre, hacer presente la belleza de la literatura y el arte. Esto no va a parar el desastre. La narración y la belleza no pueden nada contra la barbarie, pero pueden aportar dos cosas decisivas:

“[…] echa como arenilla de sabotaje en la inmensa maquinaria del horror y […] mantiene al hombre en su humanidad, tiene ojos y oídos, y alma para la naturaleza, preserva un rincón, aunque sea una maceta y un perro, un gato, un gorrioncillo”[1].

II.- La mirada de la víctima

La obra del autor adquiere su sentido y gira siempre en torno a la mirada de la víctima, al sostenimiento de ésta, que pocos escritores y lectores pueden tolerar. A partir de esta mirada, de la constatación de la ineluctable existencia de éstas, la teorización sobre el poder o el transcurso de la historia, adquiere un sentido distinto. El poder, cualquier poder, se ha asentado sobre los padecimientos y la sangre de inocentes. Y cualquier justificación de este poder queda no sólo lastrado, sino incluso anulado por el hecho de que, como decía Kafka, y Jiménez Lozano cita más de una vez, son los pobres los que corren con los gastos de la historia. Y ello porque la historia positivista que ha perdurado en la doxa oficial, es aquella que narra exclusivamente los avatares de los vencedores. Por ello, sigue vigente la tesis de Walter Benjamin de que todo documento de civilización es, a la vez, un documento de barbarie. Cada documento que nos narra un avance de la historia, nos oculta el precio que, en víctimas, ha costado este avance. De modo que la pregunta que sobrevuela toda la obra de Jiménez Lozano es por qué debemos considerar el progreso como algo siempre beneficioso para la humanidad, si, en realidad, está saturado de barbarie y ha conseguido borrar toda significatividad de conceptos clave para la vida y la historia del hombre. De hecho, Simone Weil lleva a sus últimas consecuencias las tesis de Benjamín y afirma: “La historia está basada en la documentación, es decir, en el testimonio de los asesinos sobre las víctimas” (Weil, Simone, Escritos de Londres y últimas cartas, p. 123).

En mi opinión, la ética de este escritor está fundamentada en las ideas de varios de sus cómplices intelectuales: la Escuela de Frankfurt, fundamentalmente Adorno y Horkheimer, Emmanuel Lévinas y, cómo no, Simone Weil. El pensamiento, implacable y durísimo, de esta mujer se nota, se percibe, se palpa, página a página en todas las obras de Jiménez Lozano, sean del género que sean. Los “seres de desgracia”, término utilizado por Weil para referirse a todos los sufrientes de la vida y de la historia, son la piedra angular de su obra literaria. Por otro lado, las teorías de Lévinas se adecúan al pensamiento del escritor. La heteronomía ética de este pensador francés –opuesto a la autonomía absoluta del yo egoísta ilustrado– subyace en un autor que cita a Machado cuando éste escribe que la filosofía de Platón se asienta sobre el trabajo de los esclavos. El Otro necesitado de atención se convierte en el punto central de la filosofía levinasiana, de la misma manera que en la obra de Jiménez Lozano, y de lo que hemos llamado su poética de la atención.

En este sentido de atención al otro y de crítica a la modernidad, nos atrevemos a opinar que Jiménez Lozano comparte las teorías de Simone Weil sobre lo que ella consideraba una serie de “obligaciones para con el ser humano”, y que deberían existir en cualquier tipo de civilización o de organización sociopolítica y económica. Estas obligaciones tienen que ver con una serie ineludible de necesidades que tiene el ser humano y que deben ser atendidas con el único límite de que todos reciban la misma atención. A continuación, explicita alguna de estas necesidades:

“[…] el alma humana tiene necesidad de verdad y de libertad de expresión [lo que significa que] todos tengan acceso a la cultura del espíritu sin tener que ser transplantados, ni material, ni moralmente. Exige que no actúe jamás, en el plano del pensamiento, ninguna presión material o moral procedente de otra intención que la de la preocupación contra el error y la mentira, lo que convierte en falta punible toda falsedad material, evitable, afirmada públicamente […]”[2].

Por lo que atañe a la propiedad personal, Simone Weil afirma que:

“[…] no viene constituida jamás por la posesión de una suma de dinero, sino por la apropiación de objetos concretos, tales como la casa, campo, muebles, útiles, que el alma mira como una prolongación de sí misma y del cuerpo. La justicia exige que la propiedad personal así entendida sea inalienable, como libertad, […] la existencia de una clase social definida por la falta de propiedad personal y colectiva es tan vergonzosa como la esclavitud”[3].

Jiménez Lozano, prologando otro libro de Simone Weil, Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social[4], se pregunta si este pensamiento es utópico o idealista. La propia Weil era consciente de que haría falta el transcurso de un largo período de tiempo para que pudiera implantarse su sistema; pero Lozano hace hincapié en el hecho de que, si examinamos cualquier tipo de civilización o cultura u organización social, y comprobamos que en ellas no se cumplen esas “obligaciones para con el ser humano”, no puede el ser humano, en esas circunstancias, subsistir como tal; porque todas estas construcciones culturales sólo subsisten como devoradoras y aplastadoras de seres humanos:

“[…] de manera que así resulta claro que no estamos realmente ante un idealismo ético, sino ante un minimun realista para una sociedad en la que el hombre cuente. Y esto será luego posible o no, pero las cosas deben ser llamadas por su nombre, y estas sociedades levantadas con burla o enteramente al margen de esas ‘obligaciones para con el ser humano’, deben ser consideradas prehumanas, o bárbaras sencillamente”[5].

El escritor comparte con Weil todo descreimiento del funcionamiento del poder. No sólo de las esperanzas revolucionarias, sino también de las promesas emancipadoras de la Ilustración y el posterior triunfo de un positivismo omnímodo. Este positivismo, aplicado a la visión de la historia, nos ha llevado a la aceptación dogmática de que son los hechos, sin más matizaciones, los que dictaminan y deciden la verdad y el bien y, además, marcan el ámbito de lo posible. Es decir, que la historia lo habría hecho todo bien y al hombre no le quedaría más papel que el de asumir el triunfo de la historia como aplastadora, el sistema de la Roma vorax hominum en su versión definitiva y sin posibilidad de cambio futuro. Y, desde otro punto de vista, esta concepción positivista nos lleva a renegar de todo un pasado de sufrimiento, de la reivindicación de la existencia de víctimas de la historia, y de su memoria.

“Jamás el individuo ha estado tan completamente abandonado a una colectividad ciega y jamás los hombres han sido más incapaces no sólo de someter sus acciones a sus pensamientos, sino, incluso, de pensar. Los términos de opresores y oprimidos, la noción de clase, todo esto está muy cerca de perder toda significación, mientras son evidentes la impotencia y la angustia de todos los hombres ante la máquina social, convertida en una máquina para destrozar los corazones, para aplastar los espíritus, una máquina para fabricar la inconsciencia, la necedad, la corrupción, la debilidad y, sobre todo, el vértigo”[6]

Es decir, que la maquinaria del poder no deja de realizar un olvido voluntario de todos los humillados por la historia. La manera de Jiménez Lozano de acercarse a la cultura o al arte está empapada de esta concepción. El interés de Weil por l’idiot de village, por colocar a éste en el centro del mundo, lo apreciamos en su análisis de Las meninas de Velázquez. Centra su atención en dos figuras humanas que acompañan a las infantas, dos figuras de aquellos enanos, monstruos, idiotas y bufones que, en la época de los Austrias, fueron llamados “hombres de placer”, “mujeres de placer” o “sabandijas”. Eran seres humanos útiles sólo como instrumentos de entretenimiento del rey y los cortesanos. Seres de desgracia, cuya existencia nadie cuenta y que han pasado a la historia cosificados. No es fácil contar esas vidas. Velázquez las plasmó en este cuadro tal como eran, con una mirada que suaviza lo irrisorio de estos personajes “que sostienen las columnas del mundo, o, como Kafka afirmaba de todas las pobres gentes: que ‘corren con los gastos de la historia’”[7]. Todos los dominios sobre la cultura, la política, la sociedad, siempre han puesto interés en ignorar, eliminar la dignidad de cualquiera de estos pagadores de la historia, como si sólo los dominadores fueran capaces de tener gestos de dignidad:

“Cuando el doctor Marañón fue a Las Hurdes, acompañando al rey Alfonso XIII, una mujeruca trató de pagarle la visita médica, que hizo a su marido, con diez céntimos.

Los cronistas e historiadores de esa visita cuentan este hecho como indicativo del nivel de ignorancia de aquellas gentes. Ni por un momento se les ocurre pensar que esos diez céntimos salvaban la dignidad humana de aquella mujer y de aquella familia. Creo que el doctor Marañón hizo muy mal en no aceptarlos. Y, en el fondo, quizá nunca nadie le habría pagado, ni le pagaría jamás tan espléndidamente una consulta. ¿Cómo estas gentes tan ilustres no tienen ojos para verlo?”[8].

Por qué centra el escritor su mirada en estas dos “sabandijas”. No es muy difícil contestar esta pregunta: está en perfecta coherencia con la línea que sigue toda su obra. Por un lado, la atención a los sufrientes, y, por otro, porque la presencia de estos dos seres en el cuadro, su grito silencioso descompone y deconstruye la Gran Pintura, el Gran Relato de la Gran Historia. Demasiadas mayúsculas para unas personas que son lo mínimo de la historia, pero que tienen mucho que decirnos a poco que prestemos atención a su voz.

La pintura nos muestra la época del barroco católico de los Austrias, pero estos personajes pequeños nos revelan los mecanismos más secretos del poder y nos lo muestran postizo y mendaz. Y, sobre todo, nos lo muestran levantado sobre una terrible realidad, que, si no fuera por ellos, quizá olvidaríamos, y es la gran cantidad de sangre y muerte sobre la que esta pintura y el poder que plasma se edificaron. La necesidad que tuvo, no sólo el poder político, sino también el cultural, de crear una víctima y una víctima que llevara algo en su interior que le hiciera culpable, una creación necesaria para que la historia no se parase. Vemos desnudo al emperador del cuento. Nos percatamos del mecanismo victimario que ha explicado René Girard en su obra El chivo expiatorio, la búsqueda de una víctima culpable, cuyo mecanismo trata de ocultar toda cultura, todo entramado de poder[i][9]. Por eso Jiménez Lozano arremete contra toda crítica literaria o hermenéutica histórica que pretenda una nivelación o un nihilismo ético y que afirme que no hay diferencia en las palabras o en los textos, digan lo que digan o las pronuncie quien las pronuncie. Lo que equivale a decir que no hay diferencia entre las víctimas y los verdugos, que es justamente lo que pretende el eterno funcionamiento del poder: que haya víctimas y que éstas acepten su culpa. Pero hay víctimas que no quieren callar y narradores que recogen esas voces. En el caso de la pintura, Velázquez en Las meninas deja hablar a las dos sabandijas:

“Sabían muy bien estas sabandijas, porque las oprimía y las pesaba simplemente, que estaban sosteniendo no sólo las groseras burlas de los señores [recuérdese la estancia de Don Quijote y Sancho en el palacio de los Duques, narrada por Cervantes], sino también la sociedad piramidal de su tiempo, por entero. Y aquel poder, además, les había negado su plena condición humana, porque todo poder ‘decide’, en cada momento histórico y cultural, qué es un hombre y qué es una ‘sabandija’ mediante consideraciones metafísicas o teológicas, discusiones académicas de expertos, o meras decisiones políticas de conveniencia empírica”[10].

Y Jiménez Lozano nos recuerda que, etimológicamente, “decidir” es cortar la garganta de la víctima de un sacrificio. Es decir, la víctima como chivo expiatorio sobre el que todo poder se asienta y que, además, éste espera que se reconozca culpable. Somos los que nos acercamos a la cultura y al poder, los que debemos saber y decir que no son culpables, sólo víctimas. ¿Cómo explicarles a ellos que no tienen lugar en la historia o que nadie va a escucharles cuando hablen? Estas víctimas, aunque no sean conscientes de ello, esperan y necesitan alguien que las reivindique. Un narrador, un artista, lo que ha de hacer es mirar a los ojos a todos los bufones, bobos o monstruos de la historia, escuchar su memoria passionis y contar cómo funciona el poder, cómo el sufrimiento injusto ha servido como quicio sobre el que gira la historia e intentar desmantelar todos estos engranajes ocultos de la opresión.

“Porque las palabras de los que nunca hablaron se tornan un nuevo instrumento de conocimiento de la realidad: el único novum de la historia”[11].

La memoria es la única manera de defender y renovar una dignidad humana, que de otro modo no sería ya reconocible ni definible en un mundo tan agresivo y brutal –tan competitivo en terminología políticamente correcta–, un mundo “regido por la teología calvinista de la predestinación económica y social. Ese mundo elige a los suyos, los salva y los introduce en el Paraíso. El resto es la massa damnata condenada al infierno de insignificancia y la nada”[12].

III.- Jansenismo

La fascinación de Jiménez Lozano por el jansenismo, sobre todo por las monjas de Port-Royal, es muy antigua. De hecho, su primera novela, Historia de un otoño, de 1971, cuenta la historia de la resistencia de estas monjas ante el poder de Luis XIV antes de su aniquilamiento. El severo “No” de estas monjas a Luis XIV, el Papado y demás poderes, es “el primer acto de una conciencia civil en la modernidad histórica”[13]. Las monjas de Port-Royal no sólo poseían valor, sino que Port-Royal era un refugio de inteligencia y buen gusto ante lo auténticamente bello.

Él mismo reconoce que su simpatía por este movimiento es una simpatía a su manera de enfocar la vida, a su austeridad y, fundamentalmente, a su actitud de olímpico desprecio a toda manifestación de poder; lo que le interesa es el jansenismo histórico de Port-Royal, “y en absoluto, el teológico, escolástico o dogmático”[14].

En esta abadía cercana a París, se había renunciado al mundo del poder y del dinero y, además, se había hecho con una actitud de desprecio, lleno de ironía y sarcasmo: como “ruido de moscas”. Luis XIV fue consciente del peligro que suponían estas visiones del mundo, sabía que eran más peligrosas que un ejército organizado y por eso se valió de su relación con la Iglesia para aplastarlas.

Como proponía Pascal, uno de los solitarios de Port-Royal, la historia y el poder son una mentira, pero, aun sabiendo que lo son, hay que aceptarlos para evitar que se desplome su artificial y construida grandeza, es decir, con una imagen del propio Pascal, para que la carroza con el duque en su interior, símbolo de toda la historia, pueda seguir rodando.

Pascal decía que en el mundo hay dos clases de grandezas, las establecidas y las naturales. Las grandezas establecidas dependen de la voluntad de los hombres que han estimado con razón que debían honrar a algunas condiciones y unir a ellas algunos respetos. Las grandezas naturales son aquellas que son independientes de la fantasía de los hombres, porque consisten en cualidades reales y efectivas del alma o del cuerpo que hacen a alguien más estimable. A las grandezas establecidas se les deben respetos establecidos, es decir, ciertas ceremonias exteriores que, según Pascal, debían ir acompañadas de un reconocimiento interior sincero; por ejemplo, hay que respetar y obedecer al rey:

“Pero los respetos naturales, que consisten en la estima, no se los debemos sino a las grandezas naturales, y debemos, por el contrario, el desprecio y la aversión a las cualidades contrarias a esas grandezas naturales. No es necesario que, porque vos seáis duque, yo os estime; pero es necesario que os salude. Si sois duque y un buen hombre, yo os daré lo debido a una y otra cualidad. No rehusaré hacer las ceremonias que merece vuestra condición de duque, ni la estima que merece vuestra condición de hombre. Pero, si sois duque sin ser un buen hombre, también os haré justicia porque, al rendiros los respetos exteriores que el orden de los hombres ha unido a vuestro nacimiento, no dejaré de tener hacia vos el desprecio interior que merece la bajeza de vuestro espíritu”[15].

Jiménez Lozano va un poco más allá. Sabe que el poder no suele conformarse con la aceptación externa, quiere también que admiremos sus grandezas naturales, porque, en caso contrario, nuestro saludo será un simple saludo a la carroza y a los caballos, pero nunca una muestra de respeto al duque.

Esta es la formulación del escritor y lo que admira de las monjas de Port-Royal y del jansenismo histórico: su negación a aceptar todo poder si éste va en contra de lo que consideramos justo. De lo contrario, se humilla a la propia razón o se renuncia a la propia conciencia.

Saint-Cyran acuñó una frase para describir esta distancia del poder, ni chancelier, ni perssone; es decir, en el reino de la conciencia de cada uno, ni canciller, ni nadie. Es una prueba de que el poder puede no ser seguido:

“[el poder] no es una enunciación de la estructura ontológica del mundo, y que el mundo puede ser el mundo sin ser el ámbito ineludible del poder de las tinieblas, porque el poder puede desconstruirse”[16].

Si cualquier persona se asoma a los entresijos del poder, a su maquinaria, puede darse cuenta de que este mecanismo es muy simple; por eso hay que vestirlo de oropeles o subirlo en carroza. En los casos más extremos y demenciales hay, incluso, que bañarlo de sangre:

“No conozco un símbolo o alegoría del poder más exactos, sin embargo, que la escena de su eminencia el cardenal Du Plessis du Richelieu, afectado de una fístula anal y sentado para defecar, rodeado de cortesanos”[17].

IV.- Poder y ‘el carro de heno’

Centrémonos, para acabar, en otra de sus reflexiones sobre una obra pictórica que le sirve para extender éstas a cuestiones éticas sobre la oscura e ineludible urdimbre del poder.

Se trata del tríptico El carro de heno de El Bosco. Representa un carro arrastrado por unos extraños animales y un cochero que podría representar la muerte. Lo que nos importa de esta obra es señalar que todas las figuras humanas representadas en el cuadro –desde aristócratas hasta plebeyos–, se encuentran arrancando puñados de paja, en una clara actitud de rapiña que, a veces, en el estilo satírico de El Bosco, resultan grotescos, incluidos un papa, un obispo y un rey. De modo que su significado inmediato es que toda la realidad histórica y la vida entera del hombre, no es más que persecución de heno, es decir, banal persecución de fruslerías. Este carro de heno no puede simbolizar otra cosa que el poder, porque de lo contrario no tendría sentido la presencia de los grandes personajes tras él, y con semejante avidez, además.

No sólo es una cuestión moral, sino también una descripción de lo que es la vida humana, una processio mundi compuesta de hombres tras el poder, el dinero y la muerte: el Papa, los obispos, el rey y todos los príncipes quedan retratados en esta obra, en tanto poderes terrenales –es indiferente si este poder es eclesiástico o secular– atrapados en la avaricia del heno; y, además, dirigen y disfrutan de esta persecución. Así, la esencia del poder o del dinero, está en ser el perseguidor o el conductor del carro de heno. De este modo, el poder queda asimilado a la rapiña y al asesinato, toda la obra se convierte en una variación brillante, y encubierta al mismo tiempo, del mal que rige el mundo:

“Y la historia entera no es como si se persiguiera heno, sino persecución del heno, y heno, ella misma, que va a la muerte pero, mientras tanto, paga los gastos de los señores de ella, sus tronos y sus caballos”[18].

V.- Conclusión

Veía Jiménez Lozano, ya desde los años ochenta, cierto paralelismo entre esta época y la de entreguerras. La cultura de estos años despreció la vieja cultura y exaltó la “autenticidad” de los grandes hombres, lo que dio alas al surgimiento del nazismo y todos los fascismos. Principios como “nueva conciencia” o afirmación de la propia existencia como “autenticidad” y decisión, “forja del destino” o “libertad ante la muerte”, se unieron a ese ambiente y ayudaron al advenimiento del “orden nuevo” y su traducción a la política, el nazismo.

“Hay ciertos paralelismos profundos e inquietantes entre esa ‘situación Weimar’ y la nuestra de ahora mismo. ¡Ojalá que esto de la posmodernidad –tan vaporoso y ligero– no acabe en ‘orden nuevo’! Lo que no quiere decir en ‘camisas pardas’, sin que podamos excluirlo tampoco. Bien pueden ser ‘camisas blancas’, puños y cuellos impolutos de ‘los nuevos señores’: los nuevos arios que disponen del rayo láser como Zeus, de la memoria cibernética como el Libro in quo totum continetur –no ya unas simples fichas policíacas de la Gestapo. Y de la theología oeconomica, el nuevo fundamentalismo de acusado matiz ‘calvinista’: los elegidos, y la gran massa damnata en el infierno del paro, el hambre, la ignorancia, la droga, la destrucción en suma. Y será un reino de mil años”[19].

Habría que dejar claro que el nazismo y el fascismo no son únicamente unas doctrinas o unos sistemas políticos, sino una situación cultural, social, una exacerbación de los valores con los que se adoctrina a la gente cada día: el éxito, el dinero, la competitividad, el desprecio a la ética, la vulgarización de la cultura para las personas no elegidas. El nido de la serpiente sigue vivo, y porque se habla tanto de democracia o de progresismo, la sociedad cree que ya estamos en la posmodernidad y no presta ninguna atención a todas las señales que puedan anunciar la llegada del “orden nuevo”.

El pesimismo de Jiménez Lozano no es determinista, no se trata de que vaya a pasar irremediablemente lo peor. Sólo advierte de la poca atención que, desde el punto de vista cultural, se presta a algunas señales, algunos libros, algunos discursos, a todo aquello que, en arte o literatura destroza lo específicamente humano y la belleza que lo acompaña:

“Si se hubiera leído a su tiempo Mein Kampf, y se hubiera tomado en serio, y si se hubiera visto la antihumanidad de los ‘ismos’ de entreguerras, a lo mejor no hubiera pasado lo que pasó”[20].

Siempre llegamos a la premisa inicial: la política como carro de heno o, como decía Lutero, excrecencia del diablo. Quizá dentro de las pocas cosas que puede hacer un pueblo, al que se le califica de soberano, es no tragarse la brutalidad o la mentira y mantener la necesidad de una esperanza, una esperanza en que los hechos nudos y brutos de la naturaleza y del poder no sean la última palabra, que la realidad cambie. No es cuestión de ser iluso, pero tampoco nihilista: “si algo mejor es posible, debe lucharse por ello para poder esperarlo. Siquiera con una incierta esperanza: la de los tiempos oscuros”.

De ahí que el hilo que urde toda su narrativa, sus artículos y ensayos, es el grito contra la intolerancia, sea ésta provocada por arrogancia o por estolidez. La mirada de Jiménez Lozano nunca se aparta de las consecuencias del pisoteo de la vida que lleva a cabo la máquina del poder. Sostiene la mirada a la desgracia y esta mirada nos ilumina con un resplandor de esperanza, porque es una mirada que no se resigna a la muerte. Su recorrido a través de las desgracias y las humillaciones que han sufrido los débiles de la historia rezuma una inquebrantable confianza en la vida. Jiménez Lozano mantendrá siempre sobre los hombros de los más débiles el manto púrpura de la belleza, porque como dice Simone Weil en El conocimiento sobrenatural (p. 17): “Belleza, una fruta a la que se mira sin alargar la mano. Semejante a una desgracia a la que se mira sin retroceder”. Sostener la mirada de esta desgracia, escucharla y contarla hermosamente constituye toda la poética de don José Jiménez Lozano, in memoriam, siempre.

 

Cuarta entrega de la serie dedicada al autor de la Guía espiritual de Castilla, con la publicación de algunas de las más valiosas ponencias presentadas en el encuentro José Jiménez Lozano o la libertad de la escritura, que bajo los auspicios del Centro Internacional Antonio Machado y la Fundación Duques de Soria, entre otras entidades, y bajo la dirección de Guadalupe Arbona, Antonio Martínez Illán y J. Á. González Sainz, se celebró en el Convento de la Merced de Soria el 19, 20 y 21 de julio de 2021.

La presencia de lo bíblico en la obra de José Jiménez Lozano, por Stuart Park.

El Dios de Jiménez Lozano: entre el Barroco y el Císter, por Rocío Solís Cobo.

José Jiménez Lozano y Simone Weil, por Carmen Herrando.

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[1] Una estancia holandesa, conversación con Gurutze Galparsoro. Barcelona: Anthropos, 1998, p. 43

[2] Weil, Simone, Étude pour une déclaration des obligations envers l’être humain en Écrits historiques et politiques, Gallimard, París, 1960, p. 82

[3] Weil, Simone, Étude pour une déclaration des obligations envers l’être humain en, Écrits historiques et politiques, ob. cit., pp. 83-84. Como saben bien los trabajadores sociales de cualquier ciudad, incluso un mendigo, un homeless lleva siempre consigo su hato de harapos o un carrito de miserables enseres. Con ellos deambulan durante el día y duermen durante la noche. A esta mínima necesidad de tener algo propio, prolongación del propio yo, es, a mi entender, a lo que se refiere Simone Weil.

[4] Weil, Simone, Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Paidós, Barcelona, 1995. La autora escribió este libro en 1934. En esta época, pertenecía al partido comunista y se sentía muy cercana a las tesis marxistas; a pesar de ello, su impresionante capacidad de análisis no dejó de ver el peligro de anulación del ser humano que podría suponer la sociedad comunista, al igual que antes lo había hecho el capitalismo. Sus críticas al régimen soviético –que nadie tuvo en cuenta en la época, ni muchos años después– le valieron los insultos y descalificaciones de Trotski o Lenin. Vid. Pétrement, Simone, Vida de Simone Weil, Trotta, Madrid, 1997.

[5] Jiménez Lozano, José, prólogo a Weil, Simone, Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Paidós, Barcelona, 1995, p. 31.

[6] Weil, Simone, Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Paidós, Barcelona, 1995, p. 130.

[7] Jiménez Lozano, José, El carro de heno y dos estancias más en Jiménez Lozano, José (et al.), Pecado, poder y sociedad en la historia, Instituto de Historia Simancas, Universidad de Valladolid, Valladolid, 1992, p. 36.

[8] Jiménez Lozano, José Los tres cuadernos rojos, Ámbito Ediciones, Valladolid, 1983, p. 91.

[9] Girard, René, El chivo expiatorio, Anagrama, Barcelona, 2002

[10] Jiménez Lozano, José. El carro de heno y dos estancias más, p. 38.

[11] Jiménez Lozano, José. El carro de heno y dos estancias más, p. 39.

[12] Jiménez Lozano, José. La luz de una candela, p. 43.

[13] Una estancia holandesa, p. 24.

[14] Una estancia holandesa, p. 27.

[15] Citado por el autor en Retratos y naturalezas muertas. Madrid: Trotta, 2000, p. 200.

[16] Jiménez Lozano, José et al., Pecado, poder y sociedad en la historia, Instituto de Historia Simancas, Universidad de Valladolid, Valladolid, 1991, p. 34

[17] Jiménez Lozano, José, Los tres cuadernos rojos, p. 77.

[18] Jiménez Lozano, José et al., Pecado, poder y sociedad en la historia, p. 24.

[19] Jiménez Lozano, José, Segundo abecedario, Barcelona, Anthropos, 1992 p. 24.

[20] Una estancia holandesa, p. 92.

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