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Una leyenda más del Día de Reyes

 

Reyes Magos

 

Dice la leyenda que el Día de Reyes, mi abuelo Ulises García Montoya bajaba al pueblo en una yegua desde su próspera chacra frutera en la quebrada de Acaville en Arequipa. A ambos lados de la bestia, colgaban dos alforjas.

 

La leyenda explica que éstas iban repletas de monedas doradas. Mi abuelo partía después del almuerzo, tras recibir las maldiciones de mi abuela por despilfarrador, cabalgaba dos horas a paso lento por el lado del río y entraba al pueblo, donde lo esperaban a ambos lados de la calle sus múltiples ahijados. Dicen (los que tienen que haberle agregado su cuota de imaginación porque recuerdo a mi abuelo como el más humilde de los hombres) que al entrar al pueblo lanzaba las monedas a diestra y siniestra, hasta terminar con el contenido de las alforjas, mientras la multitud se disputaba el dinero en una nube de polvo.

 

Mi madre es la más joven de los 10 hijos conocidos que tuvo con sus dos mujeres. Nació cuando mi abuela pasaba los cuarenta años, lo que explica que mi memoria del abuelo solo sea la de un ser humano con muchas arrugas, cariñoso pero incapaz de las múltiples hazañas que se le asignan: que cargaba más costales que sus peones y los llevaba sobre la espalda durante enormes distancias, que cruzaba las heladas aguas de la ancha bahía de Silaca a nado, y después rescataba a los que intentaban seguirlo y terminaban atrapados entre las rocas y desgarrados por las espinas de los erizos.

 

Dicen que ese señor al que recuerdo apoyado a la entrada de su casa en el pueblo de Jaquí, con una bola de piel en la frente, muy bien vestido, fumando un cigarrillo con un pitillo de carey,  cabalgaba enormes distancias para dejar su ganado entre las montañas de Ayacucho, pasaba allí largas temporadas, y los paisanos agradecidos le ofrecían de buena voluntad el cariño de sus hijas. Al parecer habría algún pueblo por aquellos lados, aún no alcanzado por ninguna carretera, donde decenas de niños fueron bautizados con su nombre.

 

Cuando yo crecí en Lima, la Fiesta de Reyes ya había desaparecido. La influencia de la Coca Cola hizo que los niños limeños deseáramos un 25 de diciembre con un gordo que llegaba en trineo desde el Polo cargado de regalos. Las fiestas de bondad se terminaban en la Nochebuena, a la medianoche, cuando abríamos los regalos que mis padres guardaban en casa de algún vecino y metían a nuestras habitaciones a escondidas mientras algún tío nos distraía. El 24 en la noche nos empachábamos de chocolate caliente Sol del Cuzco, pavo San Fernando y panetón D’Onofrio, reventábamos cohetecillos y corríamos por la casa haciendo figuras de fuego en el aire con nuestras chispitas Mariposa. Dormíamos la mañana del 25, comíamos restos de pavo hasta el 31. Nos levantábamos al amanecer del primero de enero, para ver llegar a nuestros padres, rebosantes de felicidad, de su fiesta de Año Nuevo. Cuando el calendario marcaba el 6 de enero, es muy probable que el tiempo de celebrar fuera una simple memoria y que nuestra atención estuviera más centrada en las fortalezas y castillos de arena que montábamos en las playas de Miraflores y Chorrillos.

 

En Nueva York no ha sido distinto. Alguna vez, como este año,  mis amigos europeos me recuerdan que en otras partes del mundo el 6 de enero todavía tiene una carga de sentido familiar, que los niños españoles esperan su llegada con la misma ansiedad con que los hijos de los trabajadores esperarían a mi abuelo y a su yegua allá por 1925. Sé que los italianos imaginan que la bruja Befana se aparece la noche anterior repartiendo presentes y que las largas medias negras pueden amanecer repletas de dulces. Sin embargo, es común que el 6 de enero pase inadvertido para las gentes de Nueva York. El ritmo de trabajos, que se aligera antes de fin de año, es probable que para el 6 de enero haya cobrado nuevo impulso. Las preocupaciones de este día suelen ser más mundanas. “¿Quiénes serán los nominados al Oscar?”, por ejemplo.

 

Tal vez, este día tenga que ver con la propaganda de la monarquía. Puede ser que la tradición reciba financiamiento de los zares del petróleo: si bien los reyes europeos están desprestigiados, a los del oriente, el resto del año solemos llamarlos “tiranos”. Quizá la celebración tenga que ver con un esfuerzo consciente por darle la contra a la Coca Cola. No lo sé.

 

Sin embargo, hoy, desde el este de Newyópolis, a un lado de la playa, mirando tras la ventana el viento que mueve las hojas a temperaturas que se parecen tan poco al agobiante calor de Lima, intentando editar lo que dejó por escrito el 2014, envidio a quienes siguen celebrando.

 

Así que, rogando que los reyes hayan sido generosos e invocando el recuerdo de mi abuelo, que sin ser más que un campesino ilustrado que hablaba con fluidez el quechua y -con un acento un poco extraño el castellano- dedicaba el día a repartir lo que tenía; y enfrentándome a las maldiciones de mi abuela (que deben haber influido para que el nieto del despilfarrador García Montoya se convirtiera muchas décadas después en el inmigrante Gonzales), desde las tierras de la Coca Cola y el Merry Christmas: con ustedes, mis amigos, yo también lo celebro.

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