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Una maleta con Alma

 

Más de dos años sin verte pero seguís igual, Euskadi, irrepetible. Hoy me has recibido gris y húmeda, como casi siempre desde que te abandoné allá por 2001. Me recibís triste y encantadora, como solo vos sabés serlo. Sos todo lo contrario a mi país –a mi otro país–, El Salvador, un terruño intenso y agridulce y desgarrador y sofocante. Ustedes dos son tan complementarios, tan diferentes… Hace 24 horas eran 32 ºC, y ahora, mediodía, sobre la autopista que une Bilbao y Vitoria-Gasteiz la pantallita digital del carro me susurra que afuera hay 7 ºC.

 

Justo en este momento, a 110 por hora sobre robledos y baserris, he caído en la cuenta de lo delicada de la situación: en las maletas que no han llegado a Bilbao viajaba un lote de libros queridos. Hace una media hora, cuando me dijeron que nuestro equipaje se había extraviado –nuestro: hija, esposa, yo–, no le di más importancia que la necesaria, pero ahora estoy pensando en el serio revés que sufriría mi pequeña biblioteca trasatlántica de crónica esecialmente latinoamericana.

 

Dentro de la gran maleta roja iban Alma Guillermoprieto (Desde el país de nunca jamás y La Habana en un espejo), Óscar Martínez (Los migrantes que no importan), Álex Ayala Ugarte (Los mercaderes del Che), Truman Capote (A sangre fría), Cristian Alarcón (Cuando me muera quiero que me toquen rumba y Si me querés, quereme transa), Martín Caparrós (Entre dientes), Sergio Carreras (Los niños del hielo), Pedro Juan Gutiérrez (Nada que hacer), Gabo (Noticia de un secuestro, Relato de un náufrago y Doce cuentos peregrinos, que no es crónica pero como si lo fuera), José Alejandro Castaño (Zoológico Colombia), Ryszard Kapuściński (Los cínicos no sirven para este oficio) y un puñado de recopilaciones meritorias (Antología de crónica latinoamericana actual, Bestiario del poder, Crónicas SOHO y Jonathan no tiene tatuajes). Y por supuesto, iba también la gran Leila Guerriero (Frutos extraños y Los suicidas del fin del mundo).

 

Los detalles los contaré otro día en otra entrada, dentro de no mucho, pero fue Leila quien me inculcó en agosto de 2007 la pasión por la crónica, pasión que me ha convertido en un devorador de este género. Lo que más leo, con diferencia, es crónica de largo aliento. Escribo crónica –o esa es la aspiración. Vivo crónica.

 

Por eso justo en este momento, al dimensionar la pérdida después del subidón por el rencuentro con mi madre y mi hermano mayor, es cuando he comenzado a preocuparme. Pasaré en esta ocasión una temporada larga en Euskadi y creí necesario que algunos libros viajaran. Son, como decía, libros queridos, de los que consulto y releo con frecuencia, y en su mayoría firmados y dedicados por sus autores. Iban también algunas obras de ficción, pero es la pérdida de los de crónica la que ahora me azora.

 

Por fortuna, todo terminará relativamente bien.

 

El viernes –hoy es miércoles– las tres maletas extraviadas llegarán a casa. La roja y grande, la que cargaba casi todos los libros, me la entregarán abierta, con una tarjeta dizque explicativa de la TSA gringa (la Administración para la Seguridad en el Transporte, una entidad que se arroga el derecho de abrirte el equipaje cuando y como les dé la gana) y golpeada como un pulpo antes de sancocharlo. Al meterla en la casa, se le desprenderá una rueda.

 

—Así me la dieron –me dirá el hombre con cara de circunstancias–, pero ahí le dejo unos teléfonos para reclamar. Llame, casi seguro que le darán otra maleta.

 

No lo haré. No merecerá la pena. Lo verdaderamente importante estará de regreso.

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