Pintar es una cosa muy seria; una vez que has empezado hay pocas posibilidades de dejar de hacerlo sin derramar pintura. Y si se pinta con el espíritu de un niño, digo lo mismo, porque para los niños todo es serio. La pintura es una manera digna de estar en el mundo. Un oficio que te hace libre y abre caminos a la imaginación. A veces crea desesperanza y hace sufrir, pero tiene muchos momentos felices, aunque no es la felicidad que da el dinero, es otra felicidad, la que más se parece es la de la familia que va surgiendo, la de los amigos; una felicidad que salva. Una mirada distinta al mundo. La de la música, la danza, el dibujo, la escritura, la escultura, la fotografía, el teatro, el cine… “¿Cuánto tiempo tardaste en hacer esto?”, preguntan algunos. Si no hay un trabajo detrás continuado no se logra lo que se espera alcanzar, el proceso es importante, unas obras conducen a otras, y cada obra tiene una historia, algunas surgen con facilidad después de haber pintado, otras aparecen después de los errores. Pero la pintura no se mide por el tiempo empleado, por las horas, días, meses o años, sino por el resultado. Los errores crean dudas e inseguridades y angustian, pero luego hacen avanzar. Qué sería el artista sin ellos. Algunas obras requieren mucho trabajo y otras surgen desde una varita mágica y aparecen delante sin más. Cuánta vida de mi vida he tenido la necesidad de pintar, crear, construir, de dejar lo que estaba haciendo y plasmar con colores los diferentes mundos de la mirada interior. Quizá fueron los genes sensibles de mi madre hacia el arte, en la cerámica y en la pintura, su entusiasmo e implicación de todos los días. Recuerdo cuando nos disfrazaba a mis hermanos y a mí. Eran disfraces siempre geniales. Fue ella la que convenció a mi padre de que lo mío no era la economía ni la empresa. ¿Tú ves a tu hijo en una oficina? ¿Verdad que no…? Pues no digas tonterías. Debió ser algo así.
O quizá los de mi padre, con una elegancia innata, que sabía disfrutar y contemplar los ciclos de la naturaleza, sorprenderse en cada amanecer, en cada crepúsculo, disfrutar del agua de un río, de la luz y los colores del mar. Subir una montaña y sentir una becada en las sombras de las hojas, ver despegar una perdiz de la tierra y caminar hasta donde viven los árboles para oír cantar al cuco.
Les doy un millón de gracias a los dos porque fueron generosos y me apoyaron, ayudaron en mi elección de vida, de esta idea peregrina que es ser artista plástico, pintor, o no se sabe qué… Transmisor de pensamientos, ideas, de vida interior, vehículo de la imaginación. ¿Qué impulso me llevó a utilizar la línea, el color, la mancha o el abismo hacia la nada? ¿Qué me llevó a investigar, interpretar de alguna manera la vida, a no conformarme con lo que sé o comprendo y encontrar otras maneras de representación? Quizá me eligió un día imaginado, cuando vi al sol pintar un árbol, o al contemplar el mar teñirse de naranja. El cerebro, el movimiento de la mano que lo acompaña y se mueve según los estados de ánimo, observan e imitan cómo construye la naturaleza. El viento que inclina la lluvia, cómo crece un árbol, el perfil del horizonte, el agua, el mar y las nubes. Esa pincelada o mancha de color invisible del cerebro, que al contemplar se materializa en la obra, ancha o fina, temblorosa, firme, bajo la cólera o en calma, loca o convertida en un estado mental, luz interior, brasero solar, en un color expandido de mermelada de melocotón o de tinieblas. Qué difícil es cuando uno no nace manantial o fuente, río, mar o pez. Obligado a pensar, pintar para no olvidar, pintar para hacerlo mejor. No dejar de hacerlo para así recordar cómo se hace.
La pintura es muy celosa y no entiende que abandones. “Quédate más –dice–, no me dejes ahora, mira esa pincelada, todavía es incompleta…”. Entonces llega el tiempo del cine que reduce las horas, y cuando te das cuenta oyes una voz. Y Eres tú. ¡Pero qué haces aquí! Vete ahora, antes de que sea tarde. Salgo entonces al mundo normal con manchas de pintura sobre mi frente grande, ancha, donde cabe un bosque, llena de surcos de una marea muy baja. Ante esa extensa playa de mi frente viven dos cuervos, dos siluetas de liebres que saltan, un poste de la luz. Y muy atrás en la lejanía, la espuma de mi pelo. A veces pienso que fue de entornar tanto los ojos en mi aprendizaje, para ver todo en su conjunto y escapar del detalle, y así fue como se formaron las incisiones en mi piel. La técnica del claroscuro, la mediatinta, la oscuridad y la luz.
Tengo mirada de pintor, y una percepción visual que se acerca a la paranoia, o quizá sea una visión singular de representar el mundo. Hablar de la luz de la pintura y la mirada es tan personal…, y siempre lo fue a lo largo del tiempo, pintar la vida con la mirada del ser siempre igual que llevamos dentro. Como dijo Francisco de Holanda: “Menester ha nascer pintor; pues el pintor no se aprende, mas solamente se puede creer que con el mismo hombre nasce sin saber cómo”.
Ese ser interno interpreta la pantalla del mundo, simplifica las formas, las alarga o distorsiona, pero sobre todo se sorprende al contemplar, ve cómo se disfrazan las nubes, ve pintar al sol, encuentra y relaciona. Y luego está el estudio, y crearse artesanalmente un hábito, un fácil movimiento de la mano. Pero siempre hay más. Hay que tener en cuenta el carácter de experimento, de búsqueda, que en general toda obra de arte o producción artística tiene.
Como es bueno fijarse en los grandes maestros, admiré siempre al más singular y extremo, a Velázquez. Me emocionaba ante sus obras, era algo como enamorarse, pues fue el precursor del hombre moderno, que no quería pintar según lo bello externo o impersonal sino según el gusto. Y lo hizo a la perfección. Es inabarcable, un ser superior, un extraterrestre que llega a la Tierra. Es el primer pintor moderno, porque necesita todo lo que enriquezca su entendimiento. Francisco de Holanda escribía: “Saberes que ha de tener un pintor: Ha de saber teología para no errar en los asuntos de la fe; Hagiografía para la propiedad en sus representaciones; Poesía, para la educación de sus fábulas; Cosmografía, para conocer tierras y mares; Arquitectura para entender los edificios que dibuja; Geometría, Matemáticas, Perspectiva, Filosofía, Mitología, Escultura”. Y Velázquez tenía esos libros. Más de 100.
¿Sabéis que en el tiempo de Velázquez y en la ciudad de Madrid fue donde comenzó el coleccionismo en Europa? No sólo coleccionaba el monarca o la Iglesia, también el ciudadano con una profesión, y se mostraban obras en un escaparate de la calle Mayor, y allí se expuso alguna obra y el pueblo entendido, o no, opinaba.
Siempre fui de poca memoria y ahora soy como una playa en la que ha entrado la niebla. Mis recuerdos desaparecen como calcetines a lo largo del mundo, así que busqué un medio para remediarlo, y lo encontré dibujando con esta pregunta: ¿Qué es lo que yo recuerdo de un pie, o una mano, de una figura humana, de un paisaje, de una montaña, un árbol, un horizonte, de una liebre o de otros animales, de los peces, y el mar? Y todos estos ejercicios están en libros de dibujo, libretas, agendas, y cada uno tiene su nombre.
Tiendo a diferenciar lo que es un dibujo y lo que es una pintura. En este tiempo de mi trabajo pictórico no existe nada ni nadie, algo como la no-memoria, sólo la luz, el aire, el color que late y vive en el interior de la piel del cuadro. Llegué hasta aquí después de unos años de bendita rutina en el Museo del Prado, en un tiempo de máxima contemplación. Fui un joven doctor Frankenstein que anotaba en sus libretas, cómo crear la vida desde la pintura. ¿Cómo lo hicieron? –me preguntaba. Y cómo conseguir que esos seres vivan a través de los siglos, como vampiros, porque los rostros y cuerpos eran de colores cálidos, pero desde muy cerca veía circular en ellos una sangre fría. Qué secretos ocultos los hacían vivir, qué clase de estructura interna o energía podía existir bajo la obra, qué fuerzas recorrían lo que con escalofríos contemplaba yo: seres llenos de vida sin necesidad de alguna transfusión de sangre o elixir milagroso, y así engañar al tiempo. Desde la pared nos miraban a todos. ¿Qué pensarían de mí cuando me acercaba para descubrir el secreto de su vida eterna? ¿Qué clase de flujo recorría lo interno de la piel del cuadro? Veladuras y veladuras anteriores que creaban la vida paralizada, pero vida al fin y al cabo, como un árbol que vive solo en un sitio, en un lugar. Vida, ritmos abstractos medidos, sabiendo lo que sería representado.
Una mañana un guardián de sala se acercó preguntándome qué hacía todos los días en el Museo del Prado. Pronto nos hicimos amigos y un día me contó una historia donde la realidad supera la ficción.
—No sabría cómo empezar –me dijo–, yo era muy joven, quizá como lo eres tú ahora. Mi primer día de trabajo me impresionó el silencio de las salas, la belleza que lo rodeaba todo. Y la vi de repente. En mi interior algo se movió y a medida que pasó el tiempo no pude dejar de mirarla. Porque estuve perdidamente enamorado de una mujer pintada por el maestro Tiziano, mi sangre era un río hirviendo y en cambio yo tiritaba, verla desnuda en su lecho me hacía perderme y estremecerme. Cuando la sala se encontraba vacía recostaba mi mejilla en su vientre y con lágrimas en los ojos le declaraba una y otra vez mi amor, mientras ella me regalaba su mirada. Es cierto que en el cuadro ella mira a un perrito, pero a veces me miraba a mí. ¡Que me caiga al suelo ahora mismo si no es verdad! El tiempo pasó lento ante mi deseo –continuó–. A media mañana, siempre ocurría, sentía un susurro en su boca coloreada y creía ver un ligero movimiento de sus labios, y mi corazón al fin estallaba. Llegué a tener celos de algunos hombres que se acercaban demasiado y yo les decía que de ninguna manera podían tocar, solamente desde la distancia se aprecian los cuadros. Esto no sé si te lo debería contar –dijo mirándome a los ojos–, pero qué diablos… Ya no importa. Confieso que algún día en la sala vacía acercaba mis manos para recorrer muy despacio el cuerpo sinuoso de mi amada, y besaba su piel sintiendo una pasión que me abrasaba sin remedio. Solamente las mudas miradas de las demás pinturas nos observaban. Un día se la llevaron y estuve meses sin verla, la extrañé. En mi trabajo rutinario cada día la esperaba en la sala con la ilusión de verla llegar, miraba el lejano techo y construía su imagen en mi mente, la imaginaba también flotando sobre la huella casi inexistente del cuadro que había dejado en la pared. Sí, estaban las demás pinturas, obras maestras también, pero que no significaban nada para mí. Cuando por fin los restauradores la trajeron llegó más bella, su cuerpo había florecido, habían surgido nuevos matices y colores, era un vampiro saciado para la eternidad. Pasó el tiempo y me casé lejos del museo, en la capilla de San Antonio de la Florida bajo los bellos frescos de Goya. Amé a mi mujer de carne y hueso, y tuve hijos, pero todavía me quedo extasiado delante de ella. Ven a verla conmigo –me dijo.
Caminamos despacio hasta la sala donde se encontraba el cuadro. Era Venus recreándose en la música, y allí le pregunté:
—¿Y el hombre que toca el piano?
—Lo ignoré siempre –me respondió.
Mientras yo anotaba mis investigaciones iba descubriendo esa sangre de colores fríos y mi corazón también latía de emoción, enfermo de un síndrome de Stendhal, enamorado de la moda juvenil, de las chicas de los chicos de los maniquís del Greco, de sus colores, de los amarillos, de los rojos, de sus colores ácidos. Ese tiempo de nunca jamás lo olvidé por mucho tiempo, por la obsesión de encontrar el pintor que llevaba dentro.
Velázquez, Goya, Murillo, el Giotto, Picasso y otros pintores me acompañaron a lo largo del camino con la fascinación por representar a los animales más sencillos, los que están cerca del hombre, sus gestos y formas, sus miradas ingenuas se han quedado dentro de mi alma y siempre los he dibujado: la cabra, el perro, el burro, el conejo, la liebre…, no lo he podido remediar. Hace tiempo que los encuentro en algunas nubes, las que se disfrazan y mimetizan o les gustaría por un instante ser ellos. Los veo en la rutina de la vida cotidiana, al cocinar con ajos, cebollas y patatas, en la piel de las peras y manzanas, cuando sobre el aceite hirviendo de la sartén los huevos se vuelven gallinas, conejos y otros animales. Los panes se convierten en peces, cabras y perros. Todo esto son imágenes mentales que ya están impresas en mi cerebro, las he visto alguna vez en un gesto, en sus perfiles, porque como ya dije hace mucho que los admiro y observo. Son los dibujos animados de la tierra.
También hay un lado oscuro a veces, cuando corto un tomate por la mitad con el cuchillo grande de cocina y aparecen rostros de diablos exhibiendo muecas terribles.
Recuerdo de niño, sobre todo en mi etapa escolar, a un personaje que me acompañaba a veces. Se llamaba Aburrimiento. Ahora es difícil que aparezca. Fue un profesor de arte fantástico para mí. Me hacía mirar diferente, como en una tarde larga de domingo en el campo, unas hojas se movían en luminosa perfección, y sin saberlo me enseñaban a pintar, insistiendo una y otra vez en que contemplase el claroscuro, la mediatinta verde, la misma raya verde del retrato de Mme. Matisse, y yo no lo sabía.
Por esos años llovía con fuerza en Vigo, y como casi todas las mañanas, todavía en la oscuridad de la noche cerrada, apoyaba el rostro en el cristal frío del autobús del colegio. A mi lado, en el asiento vacío, Aburrimiento me mostraba las gotas que se estrellaban coloreadas y distorsionadas por las luces de la ciudad y el negro. Estaba sin saberlo ante el Action Painting, el dripping de Pollock, y yo no lo sabía.
Aburrimiento también aparecía en los pasillos del colegio, ante las ventanas que mostraban el bosque y el cielo, un mar embravecido que rompía sobre las copas de los árboles y seguía de largo, creaba extensiones grises, violetas, hasta el negro profundo del miedo, brujas con niños robados y sapos volaban por entre lanzas de lluvia, y una horda de demonios se precipitaban hasta chocar contra las ventanas. No lo sabía, pero Aburrimiento, y también Miedo, un suplente que venía a veces a darme clases, me mostraban el claroscuro, el tenebrismo, los grabados caprichosos de Goya, sus pinturas negras, y lo que sería después en la Academia de Bellas Artes de Madrid la asignatura de grabado calcográfico: El aguafuerte, la punta seca y el carborundo. Y yo no lo sabía.
Cuando finalizaba el colegio y llegaban las fiestas de San Juan la música volaba con las palomas y los cuervos por encima de la playa verde de olor a buey. En la finca de la casa de mis padres el gallo sin cabeza huia del cuchillo y lanzaba rojo desde el cuello, saltaba y suplicaba a la cabra del vecino que le prestase la suya, también al pájaro y a la oveja.
El viento traía las frases de novios y personajes de Stephen King, y las palabras se enganchaban como bolsas de plástico en el cañaveral, el sol pintaba el cielo irreal de colores intensos con los óleos retorcidos de la caja de mi madre, veía sin haberlos visto cuadros de Chagall, y yo no lo sabía.
En agosto, el calor sofocante con el horizonte y el mar creaban otros lugares y aparecían paisajes de Cadaqués; después llegaba la niebla más creativa y su lengua redondeaba la línea y cambiaba el paisaje, surgía la pintura, o un nuevo dibujo. Al final nos alcanzaba y desaparecía todo, ya nada estaba, se había eliminado el problema, habría un nuevo comienzo, para así volver a intentarlo. Pero así serían mis clases de carboncillo en Madrid antes de entrar en la escuela de Bellas Artes, y yo no lo sabía.
Una noche mi abuelo Manuel se fue del mundo con la ilusión de volver a ver a tres de sus hijas. Yo viajaba en un tren a Madrid para presentarme a la prueba de ingreso en Bellas Artes. Hasta cuatro veces la hice. En esos dos años de preparación, como ya conté, casi fue mi hogar el Museo del Prado. Sería fenomenal sentir de nuevo lo que sentí y aprendí en aquellos días, recordar lo olvidado.
Pinté y dibujé fascinado por la técnica del carboncillo, con constancia, esfuerzo y la esperanza de llegar a dibujar tan bien como debía hacerlo. Algunos de esos dibujos académicos quedaron colgados en las paredes de Artes y Oficios de Marqués de Cubas, en la Academia Peña de la Plaza Mayor, y más tarde en la facultad de Bellas Artes de la calle de El Greco. Sentía lo que hacía y me gustaba. Entré en la Escuela de Bellas Artes y fueron los últimos coletazos de la academia del siglo XIX, pues nuestro curso fue el último de ese plan de estudios, la manera de aprender que tuvieron grandes pintores. Eran años de intenso trabajo, días felices de universidad, avanzábamos con el esfuerzo de todos y yo era muy obsesivo. Una mañana, en la clase de figura del natural, la modelo se retiró a descansar después de que en su piel apareciese un planeta desconocido por el calor de la estufa de butano. Yo hablaba con mis amigos cuando el bedel tocó las palmas para avisarnos que debíamos seguir, y de repente me vieron salir como un rayo hacia el dibujo. Entorné los ojos y con un pedazo de carboncillo en la mano estudié a una modelo que todavía no había llegado.
Ese fue el principio que recuerdo de dibujar después de haber visto, de interiorizar lo aprendido, de quedarme con la esencia de una imagen, surgiendo desde la mirada interior, quizá en otro tiempo, transformada en un lenguaje nuevo, en la sencillez de un gesto, en una línea, o una superficie de color. Ya antes de entrar en la escuela, un buen profesor de la academia Peña que se llamaba Rogelio me dio las claves para descubrir y llegar a entender y dibujar el aire de la pintura de los clásicos y del barroco, traduciendo el color al blanco y negro. El brillo, las luces, la mediatinta que camina hacia la sombra más profunda y el negro. Comprendí también lo que Miguel Ángel decía: “todo está ahí, tan solo hay que sacarlo a la luz”. Y era magia. Por eso en la asignatura de dibujo el catedrático Pedro Mozos me dio el premio extraordinario de dibujo Francisco Higueras. Llegué a hacerle un retrato al óleo en su estudio, y en cada una de las sesiones me daba muy buenos consejos. Era un maestro en el dibujo y el color. Una tarde lo convencí para que fuésemos juntos al cine, y vimos la primera película de La guerra de las galaxias.
La asignatura de paisaje me hizo evolucionar en la forma de mirar. Al encontrar a mitad de curso la libertad en su representación tuve una relación curiosa con el paisaje. Me costaba plasmar esa realidad tal como yo la veía, y entonces lo deseé, como en un relato fantástico, porque siempre tuve mi porción de ingenuidad. Mi cerebro se lo tomó con calma y un día salieron los que serían los paisajes de la mente de los ochenta.
Entrábamos en la escuela de noche y salíamos a la Luna, después de la clase de grabado calcográfico, rodeados de obras de Durero, Goya, Rembrandt, dibujando los movimientos y ritmos de las líneas sobre la plancha, con el olor a ácido y los grandes tórculos, un tiempo feliz que se iba volando.
Al terminar la facultad, después de servir a la patria, igual que Charlot, me quedé a vivir en Madrid y comencé a desmontar lo construido, al encuentro de una caligrafía personal. Renuncié a la Academia. Pero sabía que lo que había aprendido lo tenía dentro, grabado en las entrañas. Y ahora, después de muchos años, vuelve como de las raíces de la tierra, de un árbol que se cortó. Tan solo son ramas finas y hojas semitransparentes iluminadas, matices de un todo que desaparece en la niebla.
Si había admirado la elegancia de Velázquez o Van Dick al encajar una figura en el espacio, ahora hacía lo contrario, creaba figuras donde las extremidades chocaban con los bordes del cuadro, esas piezas de grandes dimensiones las pintaba con acrílicos, y en algún caso con óleo, combinando el grafito y papeles que salían de los bordes. Lo que me interesaba, consciente o inconscientemente, fueron los colores ácidos y distorsiones de las figuras de El Greco, y los colores se expandieron en paisajes mentales. También construí una manera de plasmar la figura humana utilizando el grafito sobre papel. Esa obsesión de cambio en el lenguaje sigue conmigo hasta hoy.
En aquellos días asistí al taller de Antonio Saura en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue una semana muy importante, aprendí a no tener miedo al trazo, al gesto, a jugármela, a tomar decisiones en tan un solo un instante. Todavía lo puedo ver entrando en el aula… vestido de negro, alto, delgado, con una cabeza brillante, inclinado hacia la izquierda, apoyado en un bastón. Traía su clase trabajada al máximo y nos la daba después por escrito a cada uno. Era un hombre generoso, inteligente y un gran pintor.
Yo pintaba con pasión, como si la balsa de aceite que había sido toda mi vida hubiese comenzado a hervir. Formé parte de la primera y segunda Muestra joven en el Círculo de Bellas Artes, participé en numerosas colectivas como Circulando, comisariada por Miguel Fernández-Cid, me presentaba a concursos de pintura, estaba en todas las inauguraciones en un tiempo feliz en que todos pensábamos que pintar era fácil y sencillo, como bailar en el Rock-Ola, en El Sol, en la sala Carolina. Pero no era así. No teníamos ni idea.
Mi primera individual en Madrid fue en la Galería Oliva Mara en el año 1986, con una exposición de paisajes subliminales de colores ácidos. Eran dos grandes lienzos y otros soportes como guías de teléfonos, periódicos y dibujos sobre papel, y la galería me llevó por primera vez a ARCO. Mi pintura fue expresionista y coincidió con la marea y la moda. Todos pintábamos con furor.
Me dieron la beca Fullbright y viví un tiempo en Nueva York con la mirada abierta, y renuncié una vez más a lo aprendido. Me convertí en un conejo blanco de grandes orejas que viajaba en metro, o caminaba a través del puente de Brooklyn a la isla de Manhattan. Me sentía libre lejos de las presiones de Europa y fui muy prolífico pintando, utilicé materiales novedosos que mucho más tarde se vieron por aquí. Cuando esa obra se expuso en Madrid, en el suplemento del ABC se leía: Din Matamoro, la semilla del diablo.
Volví a España y me pareció que todo había cambiado, y pinté escasamente un año en Panxón con un soporte y caligrafía diferentes. Me concedieron la beca de la Academia Española de Bellas Artes de Roma y fui partícipe con gente genial de un sueño irrepetible. Una mañana, a los que vivíamos en la Academia nos dieron la oportunidad de recorrer bajo la ciudad la Domus Aurea de Nerón, muy cerca del Coliseo. Me quedé fascinado por los frescos incompletos o abstracciones por el paso de los siglos que decoraban pasillos y estancias. Sólo la representación de algún animal anónimo perduraba en el tiempo. Después de esas visiones casi en la penumbra mi obra volvió a mutar.
Al volver a España me casé con María. Seguramente se merecía un notario o un dentista, pero se casó conmigo. La adoro por ser como es. Ya casi son 25 años juntos, y le agradezco que me acepte como soy, por ayudarme en los momentos difíciles, por aguantarme impetuoso, cuando me disperso, cuando no digo nada, por su comprensión, generosidad y su manera de aceptar las dificultades del camino en este proyecto en común, las que no nos permitieron hacer muchos viajes, pero eso sí, nos metieron directamente en Memorycoll, en una nave al planeta Marte donde suceden gran cantidad de cosas. Como cuando nos fuimos a vivir a Madrid y allí pude exponer la obra italiana. O al empezar a trabajar de nuevo desde cero, desde el blanco incierto y tembloroso en la pared de una máquina de súper 8, con una obra difícil. Y esperando a que comenzase una película me olvidé de pintar y me alejé de la pintura, y fui un nómada de las galerías. En ese tiempo del cine que se estira hubo fenómenos extraños, encuentros en la tercera fase. Fue entonces cuando aparecieron las galerías del espacio exterior y, como en una nube surrealista, el concepto.
Pasaron los años como la silueta de un gato que atraviesa la pantalla, y yo pintaba diariamente con una brocha empapada de luz de cine. Algunos de mis trabajos llegaron a exponerse en la Feria de Arte de Madrid, eran obras intimistas, como de cine vacío, para una o seis personas. En la feria se exponían grandes proyecciones a color y del mundo del sonoro, más conocido, más innovador, más familiar, lleno de formas y sombras eléctricas. Al visitar la feria me costaba mantenerme en pie en el cuadrilátero, como le pasaba a mis cuadros. En esa época pintaba en un sótano, había sido la carbonera del edificio donde vivíamos en la calle de Conde de Romanones. Cuando llegaba por la mañana a trabajar mis ojos tan solo veían pequeñas partículas flotantes de oscuridad. Al presionar el interruptor la luz iluminaba los cuadros.
Por esa época volvimos a Vigo. Nacieron nuestras hijas y mi obra continuaba siendo pantallas para la imaginación de quien las contempla, esperando una película soñada. Las niñas crecían felices con la música hasta que a todos se nos cerraban los ojos: Bach, Mozart, Grieg, Chopin, Wagner, Stravinsky, Puccini y bandas sonoras de películas… Ahora, a mis tres niñas las animo a ser constantes, a observar la naturaleza, a crecer con el arte, con la música, porque algún día, sin duda, todo eso les salvará la vida.
Mi obra se construía por arte de magia y todavía no era consciente de ello. Pintaba diariamente, pero en la ciudad que había abandonado ocurrían cosas, me enteraba al leer los periódicos o por lo amigos que se habían quedado allí. Algunas veces volvía para visitar alguna galería o museo, la Feria de Arte, y luego retornaba a Galicia en un trozo de celuloide, escuchando el ruido de la maquinaria, sintiendo su movimiento, las luces y las sombras. Otras veces mi galerista me pedía obra, y escogía para la feria alguno de mis avatares, yo me quedaba en mi cine cerca del fin del mundo, y me imaginaba exposiciones que vemos los pintores en los sueños. Fantaseaba con galeristas entrando a caballo al recinto ferial, o a través del cielo, en helicópteros que aterrizaban delante de los pabellones principales. Eran tipos con andares medidos y el cuello exageradamente alargado. Las obras que presentaban eran piezas que se habían materializado en envíos desde el espacio exterior, y cada una ejercía una irresistible atracción en los paseantes.
El arte que presentaban superaba todo lo visto, algo así como cuando Picasso mostró el cuadro de Las señoritas de Aviñón. La gente nerviosa esperaba expectante para ver qué era eso tan alucinante. Luego me imaginaba un apagón y todo quedaba sumido en la más absoluta oscuridad, del pasillo central emanaba un resplandor de colores desconocidos, y alguna obra imposible comenzaba a moverse por los stands. Luego se hacía la luz, y la feria retornaba a una cierta normalidad.
Un día se desprendió la venda de mis ojos y, deslumbrado por la luz intensa de un sol blanco, regresé a la pintura, y pronto apareció el color, primero como una amenaza que espera, luego lo inundó todo, después llegaron las formas como imágenes incompletas de zoom. Y al mismo el tiempo el espectador sentía que había movimiento, un pálpito en la obra. Trabajé también con otros soportes para plasmar una realidad interior a partir de la fotografía y el cine. Fueron la serie Autorretratos en el cine. Luego llegó la serie de Imágenes mentales, utilizando la espuma, las bolsas de plástico, las cintas de embalar transparentes, la película BOLSAS y una sala blanca con pinturas de vértigo. Todo ese trabajo se expuso en el CGAC, en el 2005, comisariada por José Jiménez.
Más tarde un cuadro llevó a otro y se volvieron más espirituales. Y fueron luz interior, forma inexistente, transparencia, imagen fantasma que aparece y desaparece, colores que solo descubre el que contempla, o se esfuman espectrales, intensidad que crece, movimientos casi imperceptibles, desplazamientos de color, locura por el mundo transparente, de ínfimos matices. Paranoia de un pintor que quiere serlo y también desea hacer otras cosas, pero como ya dije al principio la pintura es celosa y no deja que salgas de rositas del estudio. Quizá solamente sea un pintor que desea algún día encontrar un camino nuevo, para pintar con otros medios fuera o dentro de la pintura, para seguir aprendiendo a pintar de otra manera. Gracias a que los pintores en la rutina de los días pintamos fuera del trabajo cuando no pintamos. Es difícil a veces llegar al taller, y cuando aparece una crisis a nivel planetario tan profunda, provocada por la codicia de algunos, la falta de ética o valores, la poca empatía, la corrupción y despilfarro de otros. A menudo no puedes comprar materiales en la tienda de Bellas Artes. Quizá solamente puedes llevarte un solo color para aportar intensidad a los que esperan en el suelo del taller. Pero un día, no se sabe cuándo, llega el milagro, un amigo llama a tu puerta y se lleva algo especial, o la galería te vende un cuadro, y parece que todo esto tiene continuidad, porque para pintar se necesita vender. Confieso que la crisis aportó también cosas positivas, hace que pienses, espabiles, te busques más la vida en otros ámbitos, que puedas ser más versátil o tengas otros recursos para pintar sin pintura o con la mínima. Fue cuando se me ocurrió recortar cartulinas y pintarlas, revistas de arte, enciclopedias, libros de relatos, ensayo, sobres de bancos y crear esculturas de papel, o dibujar y pintar en la rutina de los días, en los lugares cotidianos, al sorprenderme una vez más por los hallazgos de la mirada, mis imágenes mentales. Porque a veces ser artista parece que es tan solo un estado mental, y el sistema cree que vivimos del aire, que no comemos y los materiales aparecen cada mañana en el estudio porque unos enanos verdes los fabrican para nosotros. Y el pintor tan solo es un ser fino de acuarela que una tarde volará con el viento por encima de los tejados.
Ahora intento llegar cada día al taller para seguir construyendo una obra que habla de la vida secreta de la pintura, la que está debajo de lo visible, los colores que hacen que los que se ven puedan vibrar. Pintar el aire que recorre la pintura, el flujo de vida que da aliento al cuadro, donde no existe la pincelada, ni tampoco el gesto, y sólo lo entenderá el que contempla, el cerebro pensará, relacionará y lentamente descubrirá colores que existen y otros que no. Quiero luchar con la mirada incompleta de nuestra época e intentar engañar a las horas pintando, aunque después tenga que correr para llegar a tiempo, con las manchas de pintura en las manos, en mis gafas y en la frente.
Bibliografía: J. Antonio Maravall, Velázquez y el espíritu de la modernidad, colección Guadarrama de crítica y ensayo.
Din Matamoro en Vigo y se licenció en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid en la especialidad de Pintura y Grabado Calcográfico. A finales de los años ochenta residió en Nueva York con la beca Fullbright y en 1990 obtuvo la beca de la Academia de España en Roma. Dibuja, pinta y esas obsesiones aceleran su tiempo. A veces piensa en poner un candado en la puerta del taller y tirar la llave al océano, porque la pintura, posesiva y celosa, con artimañas, no le deja libre para crear en otros soportes. Sigue pintando… En FronteraD ha publicado la novela por entregas Ecos en un plato hondo e ilustrado artículos como Instrucciones para manejar una nube domésticamente.