Vi al entrar un cuerpo engordado por la patriótica alimentación guineoecuatoriana y ensombrecido en una túnica blanca y voz de armas. A este hombre le sirve todo el mundo, sonaba una queja en mi mente salpicada por los escándalos de la fe. El micrófono, la lectura, los canticos, la Biblia, etcétera, los sostenían los sirvientes de Dios. Jesucristo lloraba en la cruz sangre en las rodillas, manos, pies y nalgas.
El rostro de una mujer de costumbres blancas se secaba las lágrimas en las camisetas de un grupo de fieles sin razón de ser acomodadas en los asientos de la santa madre iglesia. Al entrar se habían arrodillado, al sentarse también sobre una madera adornada de piel y colchón vaticanos.
El asiento del sacerdote recordaba a Nerón. Las sillas de los monaguillos regresaron la memoria a las salas de cine de la colonia, llenas de emancipados, población blanca y colectivo indígena.
—Se ha muerto una mujer de costumbres blancas y la familia está de fiesta. Por fin a tres metros bajo tierra. El honor bantú regresa a lo más alto, humillado durante veintidós años, los que vivió la joven muerta de una enfermedad que largamente venía padeciendo.
La muchacha se llamaba Eyanga, nombre fang, creció y ¡horror!, la América negra la bautizó y lanzada como una flecha, libertinaje floreciente, se dejó llevar por un grupo de chicas, del todo. Sin descendencia ha fallecido, sin novio ha fallecido.
A su familia de nacimiento le encontró rápidamente sustituta, las mujeres guineanas de costumbres blancas. Andan en grupo, se visten a veces como hombres, se hacen cosas de hombres y mujeres. Y luego se fotografían balón en mano y victorias deportivas de la nación. Eyanga, nacida hembra, murió virgen sin varón, el sacerdote no lo supo. No asistió al funeral que terminó en viacrucis con el cadáver enterrado sin palabras de despedida cariñosas a lo bantú. La madre se negó a pronunciarse. El padre no asistió al cementerio, la hermana de ella soltó una carcajada.
Eyanga humilló a la tribu con sus costumbres blancas. Vivía con otra mujer. Amiga suya tal vez. Lo hacían todo juntas. Vivían solas y a solas, sin familias de nacimiento. Hoy se reza por el alma de una anticristo, sale un rumor en el asiento de atrás y el representante del hijo de Dios en Malabo no lo sabe, si no mandaría salir de la sacrosanta casa de Dios. Era una desviada social, alcohol en exceso. Y eso que el abuelo, conocido patriota, luchó por la liberación nacional.
La anticristo y anti africana ultrajó el honor familiar coronado con cargos políticos en lo Arriba la República de Guinea Ecuatorial. Entre curanderías, iglesias y congresos, la familia juró lealtad bantú y odio a todo lo blanco. Porque fueron ellos, se dijo en el cementerio, los que trajeron la mezcla de mujeres con mujeres y de hombres con hombres en literas nocturnas de la patria, luego en palabras de los hombres con poder, también en palabras de las mujeres con poder, también en boca de la cultura bantú.
Suenan los reproches en todas las esquinas de Malabo. La familia se ha quedado en casa. La familia blanca ha organizado misa. El alma de Eyanga deambula por los caminos del señor. Vivió en pecado. Cometió dos delitos: vivir como una blanca en una Guinea Ecuatorial oficialmente negra, y hacer cosas de blancos nacida bantú.
Mamá quiero ser monaguillo. No puedes, eres una mujer. ¡Son tantas las preguntas cuya respuesta era la misma!
Y yo nací bantú con envidia al poder hereditario de los chicos. Y Eyanga, bantú con envidia a las personas normalizadas. Ella no pudo normalizarse. Vivió con una naturalidad envidiable. Está muerta. Yo, y viva, sigo codiciando el poder denegado a la mujer en esta cueva religiosa con asientos de primera línea para los de arriba la República de Guinea Ecuatorial.
Los monaguillos en asientos de la colonia pueden soñar con sillas de Nerón. Una mujer, no. De pie, todo el mundo rezando, no lograba rezar, Eyanga de vida blanca había muerto. Nosotras con la vida de las mujeres en Guinea Ecuatorial…
Las paredes pintadas de autoridad y un Jesucristo con las catorce caídas me miraban enfadados. ¡Las veces que se cayó mi madre con el nkueñ/cesta en la espalda! Las veces que me caigo por ser mujer y me tengo que levantar de nuevo. Todo a escondidas. ¿La gente no bailará las caídas mías y de mamá, verdad?
Las chicas de Malabo con costumbres de los blancos hablaban con Dios. ¿Qué le estarían diciendo? La mente de negra, la mía, tocaba la campana de la libertad sin permiso varonil y el sacerdote, micrófono sostenido por los sirvientes de Dios y suyos, rememoraba homilías en las que se le hablaba de Cafarnaúm, Israel y Abraham a mi abuela y se dormía. Yo lo hacía con ella.
Y gritaba el sacerdote en un templo diminuto y en un castellano agraciado. No le entendía ni yo que me había ido exclusivamente a acompañar y contestar a las preguntas de la infancia. Aquel antro del martirio no me traía buenos recuerdos. Eyanga estaba muerta. Había vivido como una blanca en territorio declarado bantú pero abrazado a lo blanco sin reconocerlo. Y yo seguía codiciando a Nerón. No podría sentarme en su silla. No, por ahora.
Trifonia Melibea Obono (Afaetom, Evineyong, Guinea Ecuatorial, 1982) es periodista y politóloga, docente e investigadora sobre temas de mujer y género en África. Licenciada en Ciencias Políticas y Periodismo por la Universidad de Murcia y Máster en Cooperación Internacional y Desarrollo en la misma universidad. Es docente en la Facultad de Letras y Ciencias Sociales de la UNGE (Universidad Nacional de Guinea Ecuatorial) de Malabo desde 2013. También forma parte del equipo del Centro de Estudios Afro-Hispánicos (CEAH) de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Ha sido incluida en Voces femeninas de Guinea Ecuatorial. Una antología, editada por Remei Sipi, y es autora de las novelas Herencia de bindendee y La bastarda. En FronteraD ha publicado De los ecuató a Primark. ¡Qué va a saber una negra!