Hizo el presidente un amago, otro más, de renombrar la Navidad. “Las fiestas del afecto”, lo llamó. Cualquiera diría que nos lo quieren cambiar todo. ¡Uy, no!, hubiera dicho el mismo presidente entre aspavientos como el otro día en la tribuna del Congreso mientras escenificaba el futuro que vislumbra y sin embargo negaba. Lo que ocurre es que llamar “fiestas del afecto” a la Navidad es como decir “los vellos de punta” en lugar de “los pelos”. Si lo que quieren es cambiarle el nombre (el sentido) a la Navidad, llámenla, por ejemplo, la Invernalidad, que es un nombre transversal, climático y de género. Qué sé yo. Algo potente, conciso y sonoro y moderno que sustituya al original con un poco de dignidad. “Las fiestas del afecto” es un subtítulo (más que un nombre), además de cursi, insuficiente. Y dicho por boca de Sánchez (probablemente el político con menor capacidad aparente, a excepción del vicepresidente, de sentir afecto más allá de sí mismo) parece un engaño. Claro que lo dijo con escepticismo, sin convicción alguna, o quizá con ignorancia absoluta del significado de la palabra.
—¿Qué es afecto, Iván?
—Nada importante, Pedro.
No podemos renombrar (o sugerir) la Navidad como “fiestas del afecto” por una cuestión de supervivencia (no de la religión o de la cultura, a las que sobrepasa) sino de la especie. Se empieza a llamar a la Navidad “fiestas del afecto” y se termina consumiendo soma. Ya dijo el mismo Aldous Huxley que muchas de sus imaginadas truculencias de Un mundo feliz se convertían en penosas realidades con una rapidez que no había podido soñar. Y eso fue en 1931.