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BrújulaUna nivola de la memoria que acaso sirva para curar

Una nivola de la memoria que acaso sirva para curar

Un libro es y no es su autor. Como Luis Díaz Viana podría no ser Luis Nicanor Pablo Díaz González-Viana, sino Antonio o Máximo. O Samuel o Silvia. O Julián.Tal es el origen de la novela: un viaje a la subjetividad y a la multiplicidad de voces – posibilidad única de reconocernos como sujetos y como colectivo plural–. Llegados a este punto, responder a la pregunta “¿quién es Luis Díaz Viana?” podría parecer asunto pueril, ítem más, cuestión resolvible con un click que abriera el consabido documento en internet para encontrar ese ridiculum vitae que jamás podrá contenernos. Porque conocer al autor de una novela no puede ser reducido a unas descripciones de títulos académicos y fechas, por más que sea necesario. Y aunque resulta primordial saber que Luis es profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, antropólogo volcado al estudio de la oralidad y la identidad a partir de su formación filológica, es posible que él mismo cayera en cuenta de ser su legión de seres no hace tanto, no al menos de forma consciente. Quiero decir que, a la hora de encarar la creación de un universo, que eso es la novela, entra en juego la vida entera: el poso de todas nuestras lecturas, la habilidad entrenada de la escritura, la suma de recuerdos y experiencias, de decisiones tomadas, de azares vitales… Un inconmensurable ser que engarza todos esos yoes viejos con sus músicas y olores, sus pasiones algo arrugadas, sus millones de momentos fundamentales al proceso de escritura. De ahí que, a pesar de sus muchos libros académicos y su periplo docente por tierras sorianas, universidades como las de Valladolid, Salamanca y Berkeley, o de ser premio Castilla y León de Ciencias Sociales, Díaz Viana solo pueda ser arañado superficialmente, descrito desde fuera, a través de espumas que ocultan la fundamentalidad no otorgada por las instituciones, eso que, en definitiva, aflora en Todas nuestras víctimas y en el resto de su obra literaria y pictórica.Debería, en este preciso instante, reaccionar don Luis airado y, arrogante, replicar quijotesco “Yo sé quién soy”, lo que mucho le agradecería y pondría fin a esta digresión introductoria de un mundo entero y superpoblado: la vida de un autor, sí; en realidad, la vida de cualquier persona. Lo que nos sitúa en la importancia de cada una, en el inconsolable drama de cada pérdida.

Y estamos, pues, ante el meollo de Todas nuestras víctimas. La mirada del novelista es, ante todo, antropológica. La organización, el uso del lenguaje, la definición estética… podrán ser otra cosa, pero la mirada de un escritor es siempre desde el interior subjetivo de sí y de muchos otros. Conocer los engranajes de nuestro ser social, de las motivaciones y preocupaciones de la gente, de sus trucos y recursos como supervivientes, de sus luchas, conflictos, miserias y pasiones supone una ventaja obvia para escribir. Condición necesaria, sí, que no suficiente. El antropólogo se asoma a las vidas de otros y las suma e interrelaciona. Recopila, analiza, interpreta… Transmite, da voz, interpela… Y en ocasiones, como hace Luis, las incorpora, las deglute y absorbe para darles una vida nueva y problemática, una vida colectiva inquisitiva de nuestras seguridades y miedos. Una provocación necesaria que sacuda nuestro entelarado ser social.Quien firma esta nivola de la memoria, salta por encima de constricciones estilísticas o formales para dar anclaje a los problemas que subyacen en el trauma. Díaz Viana, como haría Viktor Frankl, propone en su libro una solución logoterápica para los conflictos de nuestro pasado común: deben ser narrados, descritos, aireados, y así, encarados. Conoce bien el percal: la memoria ha ocupado su labor profesional, con especial atención al sufrimiento y el trauma, tanto de la guerra –de nuestra guerra–, como del terror contemporáneo. Sabe de las expresiones populares de duelo y de los incomensurables vacíos que provocan las vidas arrancadas.

La memoria, que no la nostalgia, es el tema. La memoria es siempre el tema. Son los recuerdos, los testimonios y los registros del pasado lo que nos hace ser sociales: comprender que fuimos, que nos antecedieron y pensaron, que recordamos… Es sabernos dueños de pasado lo que nos hace sociedad. Solo eso tenemos, pasado. El presente no es sino la lucha, el encaramiento o la tensión de los retos y deudas del pasado. Por eso, la primera ocupación del autócrata es la conquista del ayer, la posesión de la historia. Y el imposible máximo: la expulsión del recuerdo inconveniente.

Todas nuestras víctimas busca contener los silencios que atenazan nuestro ser colectivo. Y mostrar una verdad que hoy se quiere, inútilmente, desechada: que somos por nuestros muertos.Muertos y vivos conviven y se relacionan, hablan, interpelan, impiden mutuamente su descanso. Y como señala Luis Díaz, muertos que hablan con otros muertos: muertos-muertos, vivos-muertos, y entremuertos. Todos hablan el lenguaje de la sangre, del desamor y la memoria.Todas nuestras víctimas crece en torno a sí como una espiral que desde la suma de las memorias de Julián, de Silvia, de Samuel, de Carmen, de Elisa, de Antonio o David van poniendo rostro al avatar de nuestra historia presente. Sus conflictos y sufrimientos se avistan desde la experiencia que Luis ha vivido –también como vínculo entre generaciones– y el estudio hecho de la memoria de la guerra o de los sucesos del 11-M. No es, sin embargo, un mero calidoscopio donde cada color, en su girar, copa momentáneamente la mirada. El proceso de escritura conduce a una construcción poliédrica de la novela, entendida como género de géneros, por lo que se atreve con la inclusión del verso, el diálogo dramático, el automatismo onírico, la ruptura formalista, la consideración del ensayo… Más esa llamada a los muertos que son las citas premonitorias a cada sección. Así, por entre los capítulos suenan los ecos del Delibes de Mi idolatrado hijo Sisí, los versos de Valente, Cavafis o Pasternak, el mascullar entrañado de John Berger, el sentido histórico de Burke y los pinceles de Tàpies o Saura, hasta la mortal pena de Umbral… La acumulación de recuerdos permite ver el caprichoso juego de la memoria y su imposible muerte: los idos vuelven, los traumas brotan, resurgen contra nuestra voluntad exigiendo su resolución.

Es muy difícil inventarse nuevo, impoluto, caído del cielo. Se es por lo sido. En lo individual y en lo colectivo. Es completamente absurdo querer hacer al país un ser-solo-de-futuro proclamando el olvido de lo previo a ayer. Solo un necio puede pensar tal cosa. O, desde luego, un culpable. Todas nuestras víctimas tiene algo del humo de un holocausto, de ofrenda de todos los padeceres que la guerra y la crueldad entrelazan. Es una novela coral desde abajo, donde las víctimas reclaman su parte de la historia y del relato colectivo. Ese es su legado: que la fealdad del hambre y la miseria, la cobardía del medianismo, la suciedad de la ambición torva, tienen su espacio por encima de soflamas imperialistas y olvidos decretados. La tristeza ha hecho más romances que la alegría, tan contada y escasa en un país de pobres. Somos nuestras penas. Y lo de nuestras víctimas es ya un clamor. Luis Díaz, con un lenguaje lírico y hondo pero también cercano, envuelve al lector en un ovillo de afectos y distancias, de conflictos familiares y locales que suponen una ventana a todas las voces de nuestro interior. La novela reivindica la raíz de nuestro ser y de nuestros problemas como sociedad, el origen de la gran sombra que opaca nuestro ser democrático: sin ellas, sin las víctimas, no estamos todos.

 

Todas nuestras víctimas”, de Luis Díaz Viana, edit. Difácil y Páramo.

Finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León, 2019.

 

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