Yo fui un niño del Vigo en blanco y negro, donde los renglones del aire los llenaban las gotas de lluvia. Vivía en un quinto piso con terraza y desde allí me lanzaba en caída libre a la calle: era capaz de caer de pie sobre la acera como si nada. Una vez aterricé encima de una señora cargada de bolsas de la compra, pero extrañamente no lo notó. Otra vez caí entre unas velas encendidas de la procesión de María Auxiliadora y también en el techo de un coche excesivamente limpio, por eso reboté hasta el tejado del cine Odeón donde, casualmente, ese mismo día estrenaban El violinista en el tejado. Algunas tardes me arrimaba a la puerta de salida del cine y escuchaba las bandas sonoras, los diálogos lejanos y los gritos. Deseaba tanto ir al cine que soñaba con la película sin haberla visto y cuando después la veía había secuencias iguales que en mis sueños. Cada noche, al terminar la última sesión, la gente desaparecía de las calles como si hubiese sido abducida: solamente las luces de la noche parpadeaban en mis ojos. Recuerdo cuando se estrenó Jesucristo Superstar en el cine Fraga. Fue un escándalo para mi colegio. Ver el filme era como entrar en las tinieblas.
De lunes a viernes, a una hora imperdonable, esperaba el autobús del colegio frente al escaparate de una ferretería. Veía martillos, destornilladores, clavos, grapadoras industriales, sierras eléctricas… ahora pienso cómo no se me ocurrió hacer una matanza a la americana, pero era imposible porque en esa época me estaban educando por triplicado. Siempre llegaba el autobús, ya que el conductor nunca se ponía enfermo. En el interior todo estaba oscuro, olía a orina y el firmamento frío de pequeñas gotas y luces de la ventanilla nos arrastraba irremediablemente a través de la niebla al maldito colegio. Allí mi cuerpo y mi mente sufrían el escarnio. Pero algo de mí se iba a un bosque cercano. Un día de esos que paseaba entre pinos llegó del cielo una nave llena de luz y un ser del espacio me dijo que yo era igual que él, sólo tenía que fijarme en la sangre de mi nariz. Pero a mí después de esa revelación lo que me pareció extraño era la cantidad de veces que estornudaba al día. Eso sí que no era normal.
Vigo era una ciudad industrial y de aluvión –todos lo decían-, de trabajadores incansables y emprendedores para los no existían las vacaciones. Incluso había a quien le parecía un lujo sentarse a tomar el aperitivo. Menos mal que estaba la playa. En el tiempo de la caza mi padre se iba a caminar los fines de semana a los montes de la Paradanta o el Confurco, a por perdices, con un pointer llamado Sur adicto al queso de bola y su amigo Pepiño, que tenía el don de toparse con la Guardia Civil y la cara de Francisco Franco en los lugares más insospechados. Mi padre se encontró una vez con un lobo. Volvían los domingos por la noche con perdices vivas y muertas: las vivas las curaban y las muertas terminaban en la nevera cerca de las judías y los grelos. Mi madre y Delmi, que trabajaba en casa, suspiraban largamente por la cantidad de plumas y de vidas truncadas.
Yo bajaba corriendo por la calle mojada de mi casa, entre el rutinario sonido de las ruedas de los coches, como el roce de espuma en la arena del fin de las olas, hasta llegar a la papelería Comercial a comprar algún cuaderno. Allí me impregnaba de olores de gomas y lápices de colores. Una vez nevó cuando estaba en la calle del Príncipe y al volver a casa mi madre dijo: ¿No te habrás manchado de pintura blanca? Porque en aquella época pintaba y dibujaba tendido en el suelo.
La Navidad en la calle del Príncipe era genial. Me gustaba pasear por ella el día anterior de la festividad de Reyes y por la noche esperaba a los Magos tan aterrado en mi cama que no me atrevía ni a moverme, aún a pesar de mi vejiga. A veces se acercaba un visitante y me agarraba de un brazo, apretando tanto que sentía realmente dolor, mientras decía: “Deja de tener miedo, debemos irnos ya”. Hace más de una década que dejó de visitarme. Otras veces en ese instante antes del sueño oía voces llenas de frases y anuncios de la radio y luego volaba con una naturalidad pasmosa y entraba en grandes teatros donde se representaban óperas. ¡Qué suerte poder estar en los sitios sin tener que viajar! A mi padre no le gustaba nada viajar y decía: “Algunos viajan, pero lo que realmente viaja son las maletas”.
En la calle del Príncipe había una cárcel y en una de mis escapadas desde la terraza de casa conocí en su tejado a un preso. Era la tercera vez que se fugaba. Hablamos bastante y me hizo jurar que no lo delataría. Pasó el tiempo y lo volví a ver en la orilla de una playa verde: rescataba a un pequeño pez de dentro de una bolsa. Otro día sobre un tejado encontré a una gaviota y me habló como tú y como yo. Me dijo que era un vecino de la calle Montero Ríos, fallecido hacía un mes, un día de fuerte temporal. Al morir había salido disparado por una ventana, el viento arrastró su alma mar adentro y en un instante se encontró en uno de los acantilados de la islas Cíes en el interior de una gaviota. Le costó mucho retornar a Vigo ya que el pequeño cerebro del animal no quería irse de allí. De nuevo en la ciudad lo primero que hizo fue picotear la ventana de su antiguo dormitorio día y noche, pero su mujer no sólo no le abrió, sino que le lanzó un cubo de agua caliente. Ahora vagaba por ahí buscando comida decente.
La gente pasó, pasa y pasará por la calle del Príncipe, lugar para el encuentro, de comerciantes, de reivindicaciones, también de desierto e indiferencia, porque el habitante de esta ciudad tiene esa tendencia, tanto le da ver pasar una manifestación, una cabalgata, una procesión o una comparsa de carnaval. La calle del Príncipe en estos tiempos de crisis es una radiografía de la pobreza, una calle de la edad media de aquellos cines ya inexistentes, donde algún protagonista de película repartía pequeñas monedas a los que esperaban en el suelo. Hace años en esa calle por la noche se veía al pequeño vendedor de la prensa madre, con un periódico en equilibrio sobre uno de sus dedos. Cuando las hojas del tiempo han pasado se ha convertido en estatua oscura que nos avisa del inminente desplome del cielo.
Aquel edificio de la cárcel en cuyo tejado hice yo un amigo es ahora una ventana abierta a la siempre novedosa creación contemporánea. Debería ser un enorme imán que succionase a la gente indiferente, atrapada por la realidad más cruda, y por sorpresa hacerlos viajar y escapar, volar por sus inmensas salas blancas, abriendo sus mentes al conocimiento a través del arte contemporáneo. Recuerdo que en aquel colegio envuelto de nubes grises terminábamos el temario siempre en Goya. No había más. Hoy hay demasiadas asignaturas que hay que memorizar, con una gran obsesión por las matemáticas (debe de ser por lo mal que administran los responsables políticos, que siempre quieren más para tapar el enorme agujero del averno). Los alumnos están demasiado ocupados con tantas materias y se les cierra el conocimiento a través del arte con sus diversos soportes de expresión. Solamente el empeño de las familias y el esfuerzo de los chicos logran crecer a través de esos otros caminos. Esperemos que en un futuro cercano no mutemos y nos salgan orejas y rabo de burro, con perdón para un animal tan plástico.
Hace más de veinte días que no sé nada del mundo. ¡Basta! –dije- y decidí no escuchar, ver o leer más estupideces. Me siento como un personaje literario del realismo mágico. Pero lo que pasa es que este silencio que me envuelve es tremendamente inquietante. Una noche, en un descuido frente a la pantalla luminosa del ordenador, me llegó la información de la precaria situación del Museo de Arte Contemporáneo de Vigo (MARCO) y como la naturaleza humana es tan contradictoria al rato pertenecía a la Plataforma de apoyo, y me alegro. Nos reunimos en una larga mesa en el Colegio de Arquitectos y decidimos ser concisos, con una única reivindicación: salvar al MARCO. Lo primero que debo decir es que no hay nada político en esto, simplemente es algo que viene del corazón y de la razón: el Museo tiene que seguir presente en la ciudad y con un presupuesto de acuerdo a su importancia. Se lo ha ganado. El MARCO es ya un referente internacional. Si desaparece habrá un antes y un después en la cultura de esta ciudad, de este país y todo retrocederá más en el tiempo.
Quiero felicitar al gran equipo del MARCO por su trabajo entusiasta e incansable y les pido que empiecen a idear ese gran imán; y sé que lo pueden hacer, porque para ellos y los que somos de otros mundos nada será imposible.
Din Matamoro (Vigo, 1958) es artista. Estudió Bellas Artes en Madrid y vivió una temporada en Nueva York. Comenzó a exponer en 1981. En FronteraD ha ilustrado los artículos Instrucciones para manejar una nube domésticamente, de Marta Celma, y Bohemia, de Adrián Pulido Sanjurjo