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Una nueva ciudad, un nuevo modelo de convivencia

 

Santo Tomás de Aquino definía la Ley como: “Ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada solemnemente por quien cuida a la comunidad” (creo que la traducción correcta es por quien tiene el cuidado de la ciudad).

 

El Gobierno de la Nación ha empezado a dar pasos en aras a un nuevo modelo de intervención política en el entramado social y no sólo como instrumento operativo sino también para modificar la percepción que los ciudadanos tienen de la política y de su brazo ejecutor.

 

De momento hemos visto medidas en orden a la trasparencia, nuevos modelos organizativos y sobre todo normas orientadas al control del gasto público. Primeros impulsos de la necesaria remodelación de la Administración Pública, acusada, por casi todos, de ser corresponsable de los desastres y penurias que sufre este país. Administración ineficaz y corrupta que hace cosas que no debe, sin dinero para pagarlas, sin control y causando daños a la actividad privada.

 

La inagotable capacidad legislativa de este Gobierno tiene un fin claro: sanear las cuentas y pagar lo que se debe, permitiendo así que la estabilidad y confianza sean sólidas bases sobre las que poner los cimientos de nuestra nueva economía, al menos eso declaran.

 

El último gran acuerdo que se alcanzó en el parlamento de este país establecía precisamente eso, se modificó la Constitución para garantizar la estabilidad presupuestaria y que ninguna instancia administrativa, en este complejo estado descentralizado en el que vivimos, gastase más de lo que tenía. Así el presidente José Luis Rodríguez Zapatero cumplió con las exigencias de la troika y dejó el camino trazado para que el gobierno de Mariano Rajoy plasmara, en una difícil y extensa reforma legal, este mandato constitucional.

 

Muchas han sido las propuestas y los debates abiertos, no menos importantes las medidas económicas adoptadas por el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, que nos han permitido a ayuntamientos y comunidades autónomas salvar los muebles y pagar las nóminas, conservando, en cierta medida, el estado del bienestar, pero hoy, alejados los fantasmas de la intervención, con la prima de riesgo bajo control, entramos en una nueva fase en la que se perfila, con cincel y martillo, un nuevo modelo de Estado.

Son tantos y tan interesantes los frentes abiertos que falta tiempo para estar al día de todo lo que se dice en el Palacio de la Moncloa, de lo publicado en el Boletín Oficial del Estado (BOE) y cuanto se escribe por profesionales e informadores. En todos los niveles de la actuación del Estado hay un debate intenso, trascendente, rodeado de mucho ruido. Apuestas soberanistas, modelos de financiación, servicios a prestar, fórmulas de gestión de los servicios públicos…, todo se reescribe, todo se replantea sin que la opinión pública esté realmente informada y sin que a los medios les interese este debate.

 

Uno de los primeros pasos dados para la reforma ha sido modificar el grueso de la legislación que regula las entidades locales. Una nueva Ley bajo el ambicioso nombre de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local y que, recogiendo el mantra de la estabilidad presupuestaria, trata de reformar la administración más cercana al ciudadano sobre cuatro ejes: Clarificación de las competencias, racionalización de la estructura organizativa, garantizar un control financiero y presupuestario más riguroso y favorecer la iniciativa económica privada evitando intervenciones administrativas desproporcionadas. Una nueva vuelta de tuerca al economicismo que ha de predominar en nuestras vidas en los próximos años. La búsqueda de la eficiencia ha de ser el eje sobre el que pivote la actividad administrativa. Así dicho no parece mala idea pero, en el fondo, la Ley no aporta mucho y de lo que se pretendió a lo que ha salido en el BOE media tal distancia que casi da apuro leerla.

 

Además es muy compleja, como todo texto normativo que modifica integralmente uno vigente, cuando lo que hubiera sido aconsejable es dictar un texto completo, más aún cuando la Ley de Bases de Régimen Local, que es modificada, es la espina dorsal del bloque constitucional del municipalismo. Esto indicaría que más que una reconsideración integral del municipio y su papel en el Estado es una acomodación a las circunstancias, lo que se ratifica al apreciar una de sus claras manifestaciones: es incompleta.

 

Desde que entró en vigor, todas las instancias administrativas se han visto obligadas a pedir aclaraciones al Ministerio de Hacienda (donde se integra, curiosamente, Administraciones públicas, toda una declaración de intenciones), debiéndose dictar notas aclaratorias y circulares. La Federación de Municipios y el Colegio de Secretarios, Interventores y Tesoreros han requerido al ministerio normas claras sobre la aplicación de los topes retributivos y criterios de actuación sobre las nuevas funciones de fiscalización. Por ahora, Hacienda solo ha emitido una nota para aclarar las dudas planteadas en cuanto a las excepciones a la limitación de personal eventual y cargos públicos con dedicación exclusiva vinculada a la estabilidad financiera de cada municipio (realmente lo que interesa es el efecto sobre la opinión pública al haberse atrevido a meter la tijera en los corralitos de los alcaldes, restringiendo sus sueldos, asesores y prebendas).

 

Otros han ido más allá. Varias federaciones de municipios, ayuntamientos, colegios profesionales y múltiples blogueros (sorprendido estoy del ingente número de profesionales del sector que escriben sobre estos asuntos), han analizado el texto y  esas lagunas evidenciando algunos de los sombríos presagios que se han avanzado en el proceso de redacción de la Ley. Más allá de las retribuciones a los alcaldes existe una reconsideración de los servicios que prestan los ayuntamientos, sobre todo los sociales, sometiéndolos a un control funcionarial y económico que condicionará las actuaciones políticas de los ayuntamientos. Así, armados de bisturí presupuestario y advertencia legal, se sitúa a estos funcionarios del Estado al frente de los ayuntamientos.

 

Primera conclusión: para llevar al redil a los alcaldes y corporaciones no hay nada mejor que  colocar al frente del negocio a un pétreo interventor. Si esto es producto de un análisis serio de los desmanes de los años anteriores, del incremento desaforado del gasto  y la corrupción que asola este país, que ha tenido su principal plasmación en el urbanismo municipal, extraemos la secuencia lógica siguiente: estas cosas han pasado porque no se les dotaba a estos funcionarios de los instrumentos legales necesarios para velar por el cumplimiento de la Ley o, lo que sería más grave, porque no hicieron su trabajo o bien son cooperadores necesarios.

 

Es lógico que un gobierno que se apoya en un partido de funcionarios de alto rango confíe la gestión de la ejecución de sus políticas en la función pública, pero desnaturaliza el propio sentido de un ayuntamiento, de la autogestión que deben hacer los vecinos de sus intereses y, a mi juicio, dificulta el ejercicio de la participación democrática. Solo hay que leer los tratados y pactos suscritos por España en materia de participación democrática y especialmente la Carta Europea de Autonomía Local para identificar dónde está el problema y cómo se rompen consensos ampliamente admitidos del papel central del municipio en la convivencia y en la participación.

 

Esta conclusión ha de relacionarse con la solución adoptada antes las quejas manifestadas por los alcaldes, desde que se creó el estado autonómico, entre lo mucho que hace y lo poco que tienen. A título de ejemplo: un pequeño pueblo debe pagar la calefacción, seguridad, limpieza, luz, etcétera del colegio municipal, pero existe una reserva competencial a favor de la comunidad autónoma en materia de educación, otro tanto en materia sanitaria, donde se pagan las facturas de consultorios pero toda la ordenación sanitaria es una competencia de la comunidad. Estos ejemplos, que afectan a todos los municipios, crecen exponencialmente en las grandes ciudades por la intervención directa en materias sociales y que ha sido utilizado por muchos alcaldes con buen tino en su estrategia electoral (aquí podríamos incluir desde el PER [Plan de Empleo Rural], las ayudas a familias, guarderías y un etcétera tan largo que no entra en la página).

 

Las solución adoptada es lógica, cada administración una competencia y solo se puede hacer aquello para lo que hay financiación (lo que se calculará por los funcionarios municipales bajo supervisión de Hacienda y usando unas fórmulas que aún no se conocen con detalle).

 

Pero la nueva Ley no aborda la financiación de los municipios y mantiene un régimen financiero asentado en la dependencia de las transferencias del Estado y las comunidades autónomas. Los recursos municipales siguen igual (según el informe de fiscalización del Tribunal de Cuentas de 2011). Por tanto, si no se dispone de financiación suficiente en los ayuntamientos, sencillamente les aboca a no poder prestar servicios públicos que, necesariamente, van a ser prestados por otra administración más pudiente (siempre que se pueda), y no se está dando cumplimiento al mandato constitucional de que los pueblos y ciudades tengan autonomía en la gestión de sus intereses. Así se producirá un efecto centralizador, vaciando de competencias a la administración más cercana al ciudadano y que es el cauce inmediato de su participación en los asuntos públicos. Con esta forma tan burda se viene a subvertir el orden constitucional de medios y fines.

 

Como consecuencia, creo que lo realmente preocupante de esta nueva regulación es esa revitalización de las diputaciones provinciales, totalmente antinatural para los tiempos que corren de desafección política (cuando lo que habría que fomentar es la participación), con el pretexto de que los servicios básicos en los municipios de menos de 20.000 habitantes se presta con la misma calidad y a menor precio agrupándolos todos ellos y centralizando la gestión en la provincia.

 

Así, esta entidad que nadie fuera del mundillo conoce cómo funciona, creo que no podría encontrar más de cinco alumnos de cualquier facultad de Ciencias Políticas que pudiera explicar cómo se eligen los diputados provinciales, que se nutre de los cuadros medios de los partidos a la manera de oficina de empleo y que gestiona ingentes cantidades de dinero sin necesidad de recaudar tributos de los ciudadanos de forma directa (sin poner la cara), donde es prácticamente imposible fomentar la participación ciudadana, se va a hacer cargo de gran parte de los servicios públicos que reciben los ciudadanos.

 

Sin embargo, el Alto Tribunal y los propios informes del ministerio indican que los ayuntamientos son mucho más juiciosos en su gasto y su deuda es mucho menor que la de otras entidades públicas.

 

Esta reforma supone una limitación muy seria de la potestad de auto organización de los entes locales, que es una de las manifestaciones más básicas de la autonomía de un ente, poder darse normas a sí mismo. Todo el proceso de racionalización que la nueva Ley impone no es más que una serie de medidas orientadas al recorte del saqueo que de las arcas municipales se ha venido haciendo por alcaldes que cobraban más que presidentes del gobierno y secretarios de ayuntamientos que cobraban más que ministros. Luego estaba el séquito de ayudantes y asesores, sociedades y organismos dependientes… Es lamentable que fruto de su propia incapacidad y de la inoperancia del estado de derecho se vaya a privar al ciudadano de su más inmediata relación con el poder.

 

Cuando el Consejo de Estado leyó el Proyecto de Ley criticó hasta la sintaxis y es, sin duda, el más severo dictamen de los emitidos en los últimos años. Además no se ha permitido a los alcaldes y concejales explicar a los ciudadanos, trasladar a la opinión pública la realidad de la reforma, más aún cuando la mayoría de los medios abonan la necesidad de recortar el gigante administrativo. Sólo se habla de dinero.

Segunda conclusión: hace mucho que los partidos políticos abandonaron el poder local y se han guarecido en las directrices de las cúpulas, alejando indefectiblemente a los ciudadanos de la política. Esta nueva Ley sólo viene a mecanizar y sistematizar el proceso.

 

Apenas introduciré un somero análisis al amparo de la teoría política. El conservadurismo que nos rodea carece de perspectiva para adelantar que más peligroso que una administración grande y costosa es una administración inútil y deslegitimada. Sin una administración operativa no se puede transformar la sociedad, no se puede facilitar plenamente la igualdad de oportunidades, no se puede multiplicar el esfuerzo de los ciudadanos, no se puede gozar de un verdadero estado de derecho, no se pude garantizar la libertad. Todos estos aspectos que han de ser la preocupación máxima del neoliberalismo y que coinciden con la socialdemocracia avanzada, no están en la reflexión del gobierno sobre la reforma de la administración pública y es necesario reclamarlo.

 

Es precisa una reflexión profunda de las necesidades y posibilidades del Estado, en su conjunto y, fruto de ella, alcanzar grandes acuerdos sobre qué servicios han de prestarse a los ciudadanos, sin eludir la variable económica, porque solo podemos tener aquellos que podamos pagar (debate este también muy interesante). Y en todo aquello que sea posible, acercar la toma de decisiones a los votantes para que conozcan y elijan, con decisiones informadas y responsables, cómo quieren vivir.

 

Y vuelve a poder más el filtro económico que el político, el intervencionismo que el liberalismo, y luego nos quejamos porque las calles se llenan de gente protestando. Vuelve el gobierno a separarse de sus bases ideológicas para adentrarse en el despotismo, no siempre ilustrado. Lo malo es que a los españoles nos gusta que nos digan lo que debemos hacer.

 

De cualquier modo tampoco el legislador las tiene todas consigo. El régimen transitorio de esta Ley es más sustancioso que la parte dispositiva. Todas las medidas de calado están pospuestas a una fecha posterior, de meses, de años, o pospuesta a un desarrollo legislativo. Esta reforma ha entrado en vigor, pero todo está a la espera. A la espera de que pase el tiempo, que pase esta legislatura y a ver qué pasa. Como diría Artur Lundkvist, una espera llena de sí misma y mal preparada para cualquier otra cosa.

 

 

 

 

David Moreno estudió Derecho y Ciencias Políticas, es secretario interventor de la administración local y dirige una pequeña empresa que realiza trabajos de consultoría para ayuntamientos. En FronteraD ha publicado Hágalo todo usted mismo. Analfabetismo digital, administración pública y realidad

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